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El gran delirio: narrativa y cambio climático

El gran delirio: narrativa y cambio climático

Sergio Missana

El cambio climático es el mayor riesgo existencial de nuestro tiempo, un proceso ya en marcha que amenaza con poner fin a la civilización tal como la conocemos. Pese a ello, la comunidad científica no ha encontrado la manera de comunicar al mundo político y a la sociedad en general la urgencia de la crisis. La principal causa de este desajuste radica en el poderío económico del lobby de los combustibles fósiles, que durante décadas ha financiado estudios “científicos” para sembrar dudas sobre el origen en la actividad humana de las alteraciones del clima. Muchos climatólogos y activistas confrontan la dificultad de oponer verdades complejas y parciales (queda mucho por entender sobre los sistemas climáticos) a las mentiras rotundas de los “negacionistas”. También ha contribuido la aparente inevitabilidad catastrófica del efecto invernadero, que genera el llamado “Síndrome de Casandra”: muchos prefieren no escuchar, distraerse, pensar en otra cosa, del mismo modo que se evita reflexionar sobre la propia muerte. La dificultad de articular un relato en torno al clima puede expresarse también en términos de lo que Timothy Morton ha llamado “hiperobjetos”, entidades de dimensiones temporales y espaciales tan vastas que desbordan nuestra capacidad de concebirlas y pensarlas.

El novelista indio Amitav Ghosh dedica su notable ensayo The Great Derangement: Climate Change and the Unthinkable (2016), aún no publicado en español, a explorar un aspecto del “fracaso imaginativo” que, a su juicio, subyace a la crisis climática: la escasa relevancia (el papel secundario) que ocupa en la ficción literaria, en la narrativa “seria”, siendo relegada a los relatos de género, en particular a la ciencia-ficción. Nuestra cultura, sostiene Ghosh, genera el deseo de artefactos y bienes que son al mismo tiempo expresiones y ocultamientos de la matriz cultural que los produce. Llama “gran delirio” a este proceso de ocultamiento que equivale a una suerte de locura colectiva, a medida que nos adentramos en el Antropoceno –una nueva era geológica determinada por el impacto de la presencia del ser humano en el planeta– y nos dirigimos como lemmings al abismo.

Ghosh asimila a la narrativa el debate clásico que contrapuso a dos teorías geológicas antagónicas: el catastrofismo, surgido en el siglo XVII, que postulaba que la Tierra había sido moldeada por eventos violentos y discontinuos; y el gradualismo, la visión de una naturaleza moderada y ordenada, formada por procesos lentos y predecibles como la erosión, que emergió en el siglo XVIII y terminó por ganar la partida en el XIX. No es casualidad, sugiere Ghosh, que el gradualismo se impusiera al mismo tiempo que lo hacía la novela realista (la cual, paradójicamente, conformaba un mecanismo de ocultamiento de la realidad), que desplegaba la regularidad como rasgo crucial de la vida burguesa: ambas reflejaban un grado de complacencia y confianza en la estabilidad del emergente orden burgués.

La canonización de la novela realista conllevó el exilio de la ciencia-ficción del mainstream literario. Ghosh ejemplifica esa transición mediante una novela emblemática, Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley, que al momento de su publicación fue acogida como una obra de valor literario y con el paso de las décadas resultaría desplazada al estatus inferior reservado a la literatura de género. Ghosh teje una sutil conexión con el proceso de ocultamiento que hoy se cifra en el cambio climático. Es célebre la historia de la concepción de la novela a orillas del lago Ginebra durante el verano 1816. Debido al mal tiempo (frío y lluvia incesante), Lord Byron, John Polidori, Mary Godwin y su futuro esposo Percy B. Shelley, pasaron tres días encerrados en una villa creando historias de terror que darían origen a dos clásicos de la literatura gótica: El vampiro de Polidori y Frankenstein. Ghosh destaca que el mal tiempo que asoló a Suiza durante el verano de 1816 no fue un hecho aislado. En abril de 1815, el Monte Tambora en Indonesia había hecho erupción. Durante los meses siguientes, el volcán arrojó a la atmósfera millones de toneladas de material particulado, oscureciendo el sol y causando un descenso global de la temperatura (lo que en la actualidad se baraja como un riesgoso Plan B si no fuera posible reducir a tiempo las emisiones de carbono: la geoingeniería solar para aumentar el albedo o grado de reflexión de la Tierra y mantener bajo control el alza de su temperatura replicando la acción de grandes erupciones volcánicas). 1816 fue llamado “el año sin verano”.

La arrogancia depredadora de la Ilustración europea hacia la naturaleza, sostiene el autor, se basa en el hábito de crear discontinuidades, desglosar cada problema y fenómeno en componentes pequeños, un modo de pensar que hace inconcebible la “interconectividad de Gaia”. También la literatura ha sido construida con base en discontinuidades, mundos acotados. Pero el planeta Tierra del Antropoceno es un “mundo de continuidades insistentes, inescapables”. El cambio climático pone en jaque ideas basales de la Ilustración, incluyendo el dualismo cartesiano, que dota de inteligencia y agencia exclusivamente a los humanos, la “partición” moderna (Ghosh adopta el término de Bruno Latour) entre naturaleza y cultura, y la idea misma de libertad, fundamental para la política y las artes. Las fuerzas no humanas no han tenido presencia en el cálculo de la libertad. El arte del siglo XX supuso un giro de la naturaleza a lo humano, situando la conciencia, agencia e identidad humanas en el centro de la experiencia estética. Ghosh menciona a algunos autores contemporáneos que han ido a contracorriente de esa tendencia: J.G. Ballard, Margaret Atwood, Kurt Vonnegut, Doris Lessing y Cormac McCarthy, entre otros.

La tesis central de Gosh es que resulta imposible confrontar el cambio climático de manera individual: este plantea un desafío colectivo a una cultura que ha eliminado lo colectivo de la economía, la política y la literatura. La novela, que John Updike definiera como una “aventura moral individual”, excluye lo colectivo y también lo hace la actual moda de la autoficción. Ghosh describe la política de identidad, centrada en la búsqueda de autenticidad personal (en el ámbito literario alude a Karl Ove Knausgaard), como un “protestantismo sin Dios”. La política como odisea moral se vuelve performativa, expresiva, disociada de la gobernanza, del ejercicio del poder, cifrada en el acto casi festivo de protestar, esa “orgía de emoción democrática”. El verdadero poder corresponde a un complejo de corporaciones e instituciones interconectadas que atraviesa de manera transversal las naciones occidentales, que han devenido en “espacios pospolíticos”.

Ghosh considera un error que los activistas ambientales planteen el cambio climático como una cuestión moral: la conciencia individual no debe ser el campo de batalla de un problema global que requiere de acción colectiva. En ese plano los activistas pueden ser acusados de hipocresía por negacionistas, por ejemplo, en función de la huella de carbono de sus opciones personales. Debido a la escala del cambio climático, ese hiperobjeto por antonomasia, las opciones individuales marcan escasa diferencia. La economía e industria basadas en los combustibles fósiles no pueden ser confrontadas mediante la “política de la sinceridad”, sostiene. Los países más poderosos del mundo son naciones petroleras. El cambio climático amenaza con perturbar la distribución global de la riqueza y el poder, que se encuentra a su vez en el centro del problema. El Estado-nación, que actúa al servicio de grupos minoritarios, será incapaz de confrontarlo.

El autor ahonda en el carácter político de la crisis enfatizando su dimensión histórica. Parte del ocultamiento actual obedece a intereses inmobiliarios, ya que un porcentaje considerable de las propiedades más valiosas del mundo se encuentra en ciudades costeras amenazadas por el alza del nivel del mar, lo que a su vez deriva de un patrón colonial de asentamiento en zonas costeras que data del siglo XVII. Los gases de efecto invernadero se reparten de manera homogénea en la atmósfera y permanecen en ella durante siglos, por lo que las naciones industrializadas tienen un mayor grado de responsabilidad, al tiempo que las más pobres son más vulnerables a las disrupciones climáticas. Es lo que en las negociaciones climáticas se ha llamado, en la jerga burocrática de las Naciones Unidas, “responsabilidades comunes pero diferenciadas”. Ghosh destaca el lugar central que ocupa Asia por la magnitud de su población y la presión sobre el planeta de su desarrollo económico desde fines del siglo XX. Cita una notable afirmación de Mohandas Ghandi: “Dios no quiera que India alguna vez se industrialice a la manera de Occidente… arrasaríamos el mundo como langostas”, notable porque data de 1928 y se anticipa en casi medio siglo a la emergencia del movimiento ambientalista. Los patrones de vida creados por la modernidad solo son viables para una minoría de la humanidad, la capacidad de carga del planeta constituye un límite hasta hoy insalvable. La premisa universalista de la industrialización capitalista es un engaño, el consumismo a gran escala resulta insostenible. Las economías europeas basadas en combustibles fósiles necesitaban ser alimentadas por la agricultura en el resto del imperio, donde deliberadamente se previno en surgimiento de economías basadas en carbón. La “Gran Aceleración” experimentada por Asia en las últimas décadas solo fue posible después de la descolonización, señala el autor, concluyendo que “el imperialismo retrasó el cambio climático”.

Aunque el llamado de Ghosh a la acción colectiva parece sensato, merece dudas la distinción taxativa que marca entre la política como el terreno de lo colectivo y la moral como el ámbito de lo privado en la era de la política de identidad. El proceso –aún no comprendido del todo por las ciencias sociales– mediante el cual una idea defendida por una minoría se abre paso hasta ser aceptada por el mainstream también abarca a los valores. Los cambios en el zeitgeist pueden ser rápidos y radicales, de modo que lo que se asume como normal en un contexto cultural puede ser rápidamente emplazado y desplazado. La tensión política –derivada de la insostenibilidad del capitalismo basado en combustibles fósiles– puede entenderse también en el contexto de las “guerras culturales”. La frugalidad fue considerada durante siglos una virtud innegable, hasta la emergencia del capitalismo de masas, que transformó a los trabajadores en consumidores y al consumo ostensible en una actividad loable y una marca aspiracional. Aunque existen formidables poderes que se le oponen, es posible concebir un cambio en los patrones de consumo que haga posible atenuar nuestra huella en el planeta.

*Imagen de portada de Gage Skidmore

Sergio Missana (1966) ha escrito más de una decena de libros. Además es periodista, académico, editor, guionista y activista medioambiental chileno. Es profesor de Literatura Latinoamericana en el Programa de la Universidad de Stanford en Santiago, Chile, y director para América Latina de la ONG ambientalista Climate Parliament. Su Twitter es @sergio_missana


Posted: August 27, 2018 at 9:46 pm

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