El nombre de Kingsley Shacklebolt
Alberto Chimal
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¿Qué es el poder?
Los intentos de responder esa pregunta deben ocupar millones de páginas. Yo no podría agregar nada nuevo al tema: no soy filósofo ni politólogo. Pero tal vez pueda ilustrar un caso particular, acotado, de un tipo muy preciso de poder: cómo lo ganó, y lo perdió, una sola persona.
J. K. Rowling, la escritora británica, es una celebridad de fama mundial desde hace décadas. Su serie de Harry Potter la volvió multimillonaria y sigue dando dinero gracias a reediciones, traducciones, las películas basadas en los libros, otros libros aledaños, parques temáticos, videojuegos y más productos de todo tipo. Ya se ha anunciado una nueva adaptación de sus siete novelas centrales —de Harry Potter y la piedra filosofal hasta Harry Potter y las reliquias de la muerte—, ahora como serie de televisión y con nuevo reparto. Quienes se interesan en la literatura juvenil, y en especial en la que viene de los países de habla inglesa, siguen hablando de ella. Millones de personas en el mundo han tenido a sus personajes y su mundo narrado como parte de sus vidas lectoras y, para el caso, de sus vidas interiores: de quiénes son.
Gracias a su éxito comercial y de público, efectivamente enorme, Rowling llegó a estar en un nivel de prestigio que muy pocos artistas alcanzan. Los medios la llamaban una autora “universalmente amada” (una exageración que, por otro lado, no se concede con facilidad) y durante años fue, básicamente, inmune a la crítica: lo dicho acerca de ella o de su obra era irrelevante para generaciones de sus lectores. Daba igual que una opinión fuera exultante, animosa, indiferente, reprobatoria, malévola: nada hacía daño su reputación ni sus ventas. El fervor de los aficionados no necesitaba ninguna validación, se alimentaba de sí mismo y no dejaba espacio para ningún desacuerdo. Es más habitual que las estrellas del cine o de la música alcancen semejantes alturas: cuerpos hermosos, en especial si son jóvenes. Pero el fenómeno de Rowling demostró, como pocos, que también pueden llegar a él personas como una escritora o un escritor, que supuestamente no trafican con su aspecto físico.
Algún artículo que leí a principios de este siglo –he olvidado quién lo escribió y ya no lo encuentro– decía que el mundo globalizado estaba dando origen a una nueva superclase social. La integraban menos de un millar de famosos: gente conocida absolutamente en todas partes, admirada sin reservas, sumamente rica y, por lo tanto, bendecida con acceso a donde fuera, sin oposición ni dificultades. La ilusión que el texto celebraba era la del llamado “capitalismo sin fricción”: el término (friction-free capitalism) fue inventado por Bill Gates para nombrar la mayor eficiencia de los mercados que aprovecharan las ventajas de internet, y el articulista lo empleaba como metáfora para describir la libertad y movilidad absolutas, casi iguales a las del dinero, que unos poquísimos privilegiados llegarían a tener. Un día de asueto en las Bahamas, al siguiente una visita al Vaticano para saludar al Papa, luego varios días más filmando o dando conciertos o gozando la vida nocturna en el sureste asiático, y para cerrar la semana un evento de beneficencia en Nueva York o París. El artículo ponía en la la superclase a celebridades como Shakira y Bono. Una lista de hoy tendría, por ejemplo, a Taylor Swift, Ryan Gosling, Rosalía, Zendaya…, y, hasta hace poco, hubiera incluido también a J. K. Rowling.
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No faltaban detractores de sus libros: el crítico Harold Bloom se molestó tanto con ellos que publicó su propia antología de Relatos y poemas para niños extremadamente inteligentes de todas las edades; otros insistían en hablar de las deudas de Rowling con la tradición inglesa de las historias de colegios, de un subtexto conservador bajo la apariencia incluyente de su mundo inventado, o del parecido de Harry Potter con un personaje anterior creado por Neil Gaiman (Tim Hunter, un aprendiz de mago que protagonizaba The Books of Magic, un cómic de los tempranos noventa). Nada de esto afectó tampoco a Rowling, sus libros o su fandom. Cualquier argumento podía ser rebatido, relativizado, ignorado. Cualquier reparo podía atribuirse al resentimiento o el prejuicio. Hace menos de diez años aún aparecían propuestas y campañas para que Rowling recibiera el Premio Nobel de Literatura “por haber hecho que los niños volvieran a leer”.
El poder que tenía Rowling era limitado pero colosal: era justamente el de mantenerse flotando, por encima de todo, como una figura querida, entrañable, invulnerable. No importaba que otras partes de su obra no entusiasmaran tanto. No importaba que sus libros publicados con seudónimo empezaran a venderse bien después de que se revelara que eran suyos. Tampoco importaba que sus opiniones políticas –que ella siempre ha expresado con claridad y desenfado– se apartaran a veces de las de sus fans más francos y activos.
Este poder se parece al que tiene un equipo de futbol sobre sus aficionados, o un dictador sobre sus partidarios. También lo crean quienes creen en él: también es una fe. Sin embargo, no es una fe en la idea o el individuo que recibe el poder, sino en algo distinto, separado, que es la obra. Ciertas imágenes de un actor o una modelo, un cuadro, unas cuantas canciones, los libros más queridos de J. K. Rowling dan a sus fieles una experiencia cuyo recuerdo pueden compartir y en la que se reconocen. Les dan la conciencia de un bien que la obra les ha dado y que también les pertenece. Sólo después, una especie de gratitud o de complicidad con quien dio origen a la obra da a éste una especie de aura: una coraza protectora, que se mantiene en tanto puede mantenerse el apego por la obra. Por eso mucha gente se declaraba de tal o cual “casa” de la escuela de magia de Hogwarts; por eso mucha gente se tatuó el símbolo de las Reliquias de la Muerte, un círculo partido en dos e inscrito en un triángulo, a pesar de que el texto mismo dice que se trata de un símbolo maléfico.
No es fácil rechazar parte de la propia identidad. Para que los fieles de un artista se pongan realmente en su contra, hace falta un gran impacto, un suceso traumático, en el que participe directamente el ser humano detrás de las obras. Hace falta que la reputación del artista sufra un daño profundo, irreparable. Las obras seguirán allí, pero se volverán incómodas, embarazosas, al menos para una porción de quienes más las admiraban. Habrá quienes se limiten a silenciar esa parte de su pasado. Habrá quienes se vuelvan rabiosamente contra lo que amaron.
En la actualidad no faltan ejemplos de semejantes derrumbes –desde Kanye West hasta Woody Allen– pero el de J. K. Rowling es de los más llamativos porque sigue sucediendo.
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En diciembre de 2019, J. K. Rowling publicó en Twitter una defensa de Maya Forstater, una consultora británica que había perdido su trabajo por haber actuado de forma discriminatoria contra personas trans y no binarias. Anteriormente, algunas lectoras y lectores de Rowling –integrantes o aliadas de la comunidad LGBT– habían sugerido que la escritora ponía opiniones transfóbicas, de manera encubierta, en sus novelas policiacas para adultos; los tuits, en cambio, eran explícitos. Cinco años más tarde, para decepción y disgusto de mucha gente que creció leyendo las aventuras de Harry Potter y sus amigos, Rowling no ha parado de hacer publicaciones y declaraciones, cada vez más virulentas, en contra de personas trans, alineándose con la postura de que la identidad de género de una persona está definida exclusivamente por sus órganos sexuales y decir lo contrario es una “ideología” perversa.
Sin importar lo que cada persona opine del tema, lo cierto es que esa retórica se emplea para provocar miedo, así como para “justificar” crímenes de odio y agresiones sexuales en contra de personas trans por todo el mundo. Numerosas organizaciones de derecha retratan a este sector de la población, pequeñísimo y en desventaja, como un enemigo amenazante: un “otro” que merece ser satanizado y marginado. Rowling ha endurecido su postura con los años y actualmente pasa mucho tiempo, al parecer, discutiendo con extraños, siempre acerca del mismo tema, en la red social hoy llamada X. Su discurso es simplemente tóxico, de los que esa y otras plataformas priorizan para causar reacciones indignadas entre sus usuarios y mantener su atención.
Lo anterior ha bastado para que Rowling perdiera el aura. Ya se considera cringe que alguien diga ser de Ravenclaw o Gryffindor. Personas que se tatuaron el símbolo de las Reliquias de la Muerte piden consejo en redes sociales sobre qué tatuar encima, para ocultarlo. Lectoras y lectores decepcionados cuentan que ya no leen los libros, que se deshicieron de sus ejemplares, que los guardaron en una caja que pusieron, bien cerrada, en el sitio más oscuro de sus casas. Rowling aún tiene su fortuna, así como un buen número de lectores y defensores, pero ya no es “universalmente amada”. Si acaso, es meramente polémica: exitosa, pero también discutible. Un rumor persistente, aparecido poco después del anuncio de la nueva serie de Harry Potter, sugiere que Warner Brothers –la empresa de medios que la producirá– desearía pagarle a Rowling para “comprar” su contrato. Es decir, querría apartarla definitivamente de cualquier otro producto audiovisual de la marca, para que su toxicidad no los perjudique.
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¿Quién es Kingsley Shacklebolt?
Algo más fácil de comprobar que el rumor acerca de Warner Brothers es que la comunidad LGBT+ sigue, en general, apartándose de Rowling. Además de criticar constantemente su activismo transfóbico, ha retomado muchas de las críticas que se hicieron en el pasado a su obra literaria. Una de varias publicaciones que se han vuelto memes en tiempos recientes tiene que ver con el tratamiento que hace Rowling de diferentes razas y culturas en los libros de Harry Potter. Aunque en su día éstos fueron vistos como obras progresistas –pues mostraban una visión más amplia e incluyente del mundo que la de obras de su misma tradición–, ahora hay antiguos fans, entre dolidos y furiosos, que repasan todas sus deficiencias y señalan actitudes racistas o colonialistas.
Un ejemplo es el nombre de Kingsley Shacklebolt, un personaje menor de la serie: un mago afrodescendiente que ayuda a Harry en su lucha contra el malvado Voldemort. Ahora se le incluye en una lista de nombres que, se dice, representan prejuicios inconscientes o no admitidos de la autora. Shackle significa grillete; bolt, cerrojo. ¿El apellido quiere sugerir esclavitud? ¿Es estereotípico, o hasta vagamente antisemita, el nombre de Anthony Goldstein, el único mago judío de la serie? Cho Chang, una novia fugaz de Harry, ni siquiera llega a tener un verdadero nombre: en cambio tiene dos apellidos, de dos culturas asiáticas distintas. ¿Es un insulto deliberado, o solamente un descuido entre muchos?
Habrá quien crea que lo anterior es ridículo: una serie de exageraciones malintencionadas. Lo cierto es que hay personas que creen en esos reproches. Un texto “universalmente amado” puede confiar siempre en que sus fieles le darán la mejor lectura posible, esforzándose incluso por desestimar o racionalizar sus posibles errores. En cambio, los libros de Harry Potter están expuestos ahora a la desconfianza y el recelo. Igual que su autora, han bajado otra vez al mundo de los mortales.
Alberto Chimal es autor de tres novelas, más de 30 libros de cuentos, ensayos y guiones de cine y de cómic. Recibió el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002, el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima 2014 y el premio del Banco del Libro 2021, entre otros. Su libro más reciente es la novela La visitante. Contacto y redes: https://linktr.ee/
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Posted: July 8, 2024 at 9:25 pm