Entrar en la muerte con ojos abiertos
Ana Clavel
Un par de años antes, a raíz del doloroso cáncer de páncreas de su exesposa Nathalie, había declarado: “Estoy a favor de la muerte digna. Una persona tiene derecho a partir en paz, sin pasar por hospitales, inyecciones y demás. Envejecer apesta y no puedes hacer nada al respecto”. Con la noticia de su, al parecer, inminente suicidio asistido, su hijo Anthony dio a conocer un mensaje de despedida…
Mi educación sentimental cinematográfica está ligada indisolublemente a Alain Delon. La primera película de cine de arte que vi a mis diecisiete en la Cineteca Nacional, entonces todavía en Churubusco, fue Rocco y sus hermanos de Visconti. Por supuesto, quedé deslumbrada por ese Adonis que no creí podía existir en la realidad y que, por si fuera poco, era un espléndido actor. Desde entonces lo he admirado con sus altas y bajas, con todo y sus opiniones polémicas, en compañía de otros mitos que forman parte de mi Olimpo personal: Marcello Mastroianni, Marlon Brando y otros muy selectos. Por eso, cuando recientemente se dio a conocer que Delon pediría, a sus 86 años y tras episodios delicados de salud, la “eutanasia” en Suiza, país donde reside y esa práctica es legal, no pude menos que pensar: “Chapeau… Me quito el sombrero”. Recuerdo haber escrito en mis redes: “No es sólo la coherencia de una vida apasionadamente vivida, ni de una muerte responsablemente asumida, sino además el precedente ejemplar que nos indica. Alain Delon, eres grande”.
Un par de años antes, a raíz del doloroso cáncer de páncreas de su exesposa Nathalie, había declarado: “Estoy a favor de la muerte digna. Una persona tiene derecho a partir en paz, sin pasar por hospitales, inyecciones y demás. Envejecer apesta y no puedes hacer nada al respecto”. Con la noticia de su, al parecer, inminente suicidio asistido, su hijo Anthony dio a conocer un mensaje de despedida: “Me gustaría agradecer a todos los que me han acompañado a lo largo de los años y me han brindado un gran apoyo. Espero que los futuros actores puedan encontrar en mí un ejemplo no sólo en el lugar de trabajo, sino en la vida cotidiana, entre victorias y derrotas. Gracias. Alain Delon”. A los pocos días, otro de los hermanos del clan Delon desmintió la noticia alegando que la prensa había descontextualizado unas declaraciones de Anthony Delon a raíz de su autobiografía como hijo del legendario actor. Supuestamente ahí revelaba algo que su padre le había confiado: en caso de estar en una situación como la de Nathalie, no quería vivir atado a una máquina y deseaba que Anthony se encargase, llegado el momento, de cumplir su última voluntad. Sin embargo, la carta de despedida no fue abiertamente rechazada, lo que hace suponer su veracidad pues sí corresponde a la personalidad desafiante que ha tenido el ya mítico Alain Delon a lo largo de su vida como hombre y como actor.
Semejante actitud ante lo inevitable me hizo recordar al escritor Philip Roth cuando, en 2014, a sus 81 años, se despidió de la vida pública y de la escritura con estas palabras: “He llegado al final. No tengo nada más de lo que escribir. Me daba miedo no tener nada que hacer. Estaba aterrorizado de hecho, pero sabía que no tenía sentido continuar. No iba a conseguir nada mejor ¿y, para qué ir a peor?” Cuatro años después, el novelista estadunidense, autor de la portentosa Pastoral americana, moriría por una insuficiencia cardiaca. Más allá de “la mitad del camino de la vida”, son pocos los que se sinceran y asumen la decadencia inevitable de una manera digna. Como querría el emperador Adriano en la novela ya canónica de Marguerite Yourcenar al final de su vida: “Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos”.
Seguro de muerte
Ahora que la esperanza de vida, la población mundial y la desigualdad económica van en aumento, el tema de la eutanasia, e incluso la “muerte asistida” –que no es lo mismo–, cobran una vigencia a contrapelo de las voces que claman por la defensa de la vida aun en las condiciones más lamentables, incluso cuando los candidatos a una muerte digna estén en franco deterioro de sus capacidades de vida. (Una precisión: la eutanasia, en los escasos países donde está aprobada, es la muerte infligida por un equipo médico con el resguardo de un aparato jurídico, sin que forzosamente medie la decisión del paciente; es legal según condiciones específicas en Bélgica, Suiza, Luxemburgo, Colombia, Canadá, Nueva Zelanda, España y Países Bajos. Mientras que la muerte o suicidio asistido es realizado por el propio paciente con ayuda de personal de salud, en los todavía más contados lugares donde se practica, como en Colombia, que acaba de autorizarlo, y en Austria, Suiza, Alemania, Italia y algunos estados de la Unión Americana.)
Aunque el tema del suicidio sigue siendo tabú y polémico en nuestros días, no ha sido así en todos los tiempos y sociedades. Recuérdese que entre los griegos y romanos podía llegar a ser un asunto de conciencia y dignidad, como en el caso de Séneca que escribió: “yo elijo por mí mismo la nave cuando deseo embarcarme y la casa donde quiero vivir, tengo el mismo derecho de escoger el género de muerte por el que voy a salir de esta vida”. O que en la tradición japonesa tenía un carácter de honor como en la ceremonia del Harakiri o Seppuku, que no sólo practicaban los samuráis y militares, y del cual contamos con un caso ejemplar: el del escritor Yukio Mishima, que hizo de su muerte un manifiesto de vida.
Es célebre la importancia que le da Albert Camus en El mito de Sísifo: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio, y ese es el suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”. Más allá de consideraciones filosóficas o religiosas, me parece muy atinado el razonamiento de Juan Pascual Gay, en un brillante ensayo sobre el tema, acerca del porqué del rechazo a la muerte voluntaria: “El suicidio, privarse de la vida voluntariamente, enfrenta a la sociedad a sus carencias; ventila sus limitaciones; confronta el entramado social con las expectativas creadas, las esperanzas anunciadas, los anhelos prometidos; anhelos, esperanzas, expectativas derrumbadas con la misma facilidad que un inconsistente castillo de naipes. Tal vez el horror que se siente ante el suicidio no se deba al suicidio mismo, sino a esa reconvención moral, social, vital que todo suicidio implícitamente parece denunciar”.
Pero incluso el suicidio necesario por razones de invalidez, vejez o enfermedad sigue debatiéndose aun en las cortes de los países más avanzados en derechos humanos. Una paradoja al respecto se plantea en el cuento de ciencia ficción “Seguro de muerte” de José-Ángel Crespo, antologado en el volumen Todos los caminos del universo. Cuentos de imaginación. Corre el año de 2968 y el planeta Tierra ha sido dominado por los Cefeos, una raza de extraterrestres temibles que usan al género humano como ganado y periódicamente realizan redadas para tener sus criaderos bien abastecidos. Los suicidios se ponen a la orden del día para evitar la feroz cacería hasta que los Cefeos, más avanzados en el terreno científico, esparcen en la atmósfera, en las aguas y tierras, una sustancia revitalizante que evita que la gente muera. Incluso los ya muertos vuelven a la vida. Así que los que pueden optan por pagar, no un seguro de vida, sino un seguro de muerte para garantizar que los Cefeos, y sus perros rastreadores de carroña humana, fracasen en el cruel propósito de prolongarles la esclavitud de seguir muertos en vida.
Balada del buen morir
En la hermosa película La balada del Narayama, que ganó la Palma de Oro de Cannes en 1983, el director Imamura nos enfrenta a una comunidad rural hacia comienzos de la era Meiji, en la que la precaria supervivencia de sus habitantes depende de un equilibrio cuidadoso con la naturaleza. Así, en cierto momento de su vejez, los ancianos son llevados por sus hijos a morir a la montaña Narayama, en una práctica conocida como “ubasute”. La protagonista de la historia, una anciana llamada Orin, consciente de que su presencia será un peso para alimentar al nuevo miembro de la familia que está por llegar, le pide a su hijo que adelante su partida al Narayama. Aceptar la decadencia y la muerte forman parte de un ciclo natural al cual Orin no busca oponerse. El contraste en esta adaptación de la novela homónima de Shichiro Fukazawa, publicada en 1956, es un vecino anciano que no acepta la tradición, y cuando la familia lo sube a la montaña, va dando gritos de desesperación que rozan lo patético y lo ridículo. En cambio, la escena en que Orin es llevada con dignidad y dolor al Narayama, y colocada con sumo respeto como si se tratara de una ofrenda votiva a la montaña, es de una belleza trágica inenarrable como los sutiles copos de nieve que lentamente van cubriendo a la anciana mujer, que ha aceptado la muerte como una etapa necesaria para que se abra paso la vida.
En fecha reciente el inventor australiano Philip Nitschke dio a conocer “Sarco”, una cápsula de suicidio asistido, que tiene forma de pequeña nave espacial. La cápsula se llena de gas nitrógeno al pulsar un botón que, al reducir rápidamente los niveles de oxígeno, provocaría que el usuario caiga inconsciente en segundos. Así, la persona no sufriría asfixia ni experimentaría angustia sino que moriría por la falta de oxígeno después de haberse quedado dormida. Pero “Sarco” aún espera a ser probado este año de 2022 y aprobado después, sin fines de lucro, en los países donde el suicidio asistido no está penalizado. Como un hombre sabio, Philip Nitschke hace una reflexión con la que seguramente mi admirado Alain Delon estaría de acuerdo: “Todos pueden elegir cómo vivir su vida, ¿por qué no cómo morir? No hay nada de malo en ayudar a la gente a morir en paz”.
Tememos tanto a la muerte tal vez porque en nuestras células mismas está grabado el instinto de supervivencia como una pulsión para garantizar la vida. Pero aceptarla también nos libera. No estaría de más recordar uno de los Poemas divinos (1633) de John Donne, en el que invierte los papeles entre el poderío de la muerte y nuestra “fugacidad”. Va como coda:
Deja el orgullo, Muerte, aunque algunos te llamen
Terrible y poderosa, que nada de eso eres;
Porque aquellos a quienes pensaste que derribas
No mueren, pobre Muerte, que ni aun puedes matarme.
Si el Reposo y el Sueño, débil imagen tuya,
Nos da placer, mayor será el que tú nos traigas;
Que los hombres mejores van más pronto hacia ti.
¡Descanso de sus huesos, libertad de sus almas!
Que esclava eres de azares, de reyes y suicidas;
Que estás en el veneno, la guerra y la dolencia;
Que amapolas o hechizos nos durmieran lo mismo,
O mejor, que tu brazo. ¿Por qué, pues, engreírte?
Un breve sueño pasa; despertamos eternos,
De muerte liberados. ¡Y morirás tú, Muerte!
-John Donne
[Trad. de Maurice y Blanca Molho)
(Nota: La hermosa serie de fotos de Alain Delon en Venecia fue tomada por Jack Garofalo para la revista Paris Match en 1962 –no por Robert Doisneau, como muchos confunden.)
Ana V. Clavel es escritora e investigadora. Ha obtenido diversos reconocimientos como el Premio Nacional de Cuento Gilberto Owen 1991 por su obra Amorosos de Atar y el Premio de Novela Corta Juan Rulfo 2005 de Radio Francia Internacional, por su obra Las violetas son flores del deseo (2007). Es autora de Territorio Lolita, Ensayo sobre las ninfas (2017), El amor es hambre (2015), El dibujante de sombras (2009) y Las ninfas a veces sonríen (2013), entre otros. Su Twitter es @anaclavel99
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Posted: May 23, 2022 at 6:37 am