Essay
Espacios vacíos de relleno

Espacios vacíos de relleno

David Miklos

1. El 14 de enero llevé a Anna y a Bárbara de paseo al Barrio San Lucas, Coyoacán. Luego de una frustrada visita a El rey del taco y de no comernos los mejores tacos al pastor de los que tenga memoria, más algunos de suadero y un Mundet rojo –o Prisco, que es su nombre real, pero nadie en realidad lo usa– para pasarlo todo, nos adentramos en las calles del barrio para luego regresar a Hidalgo, avenida que lleva al centro del pueblo engullido por la ciudad.

En la esquina de dicha avenida y la calle Vicente García Torres, muy cerca del Hospital de la Ceguera y del escenario de El disparo de argón, esa gran novela de Juan Villoro, hay un enorme edificio abandonado, la sede de un viejo Banco del Atlántico que luego se convirtió en un antiguo Bital pero que jamás llegó a ser un HSBC (aquí dejo registro de una discusión que, hace un par de años, tuve con mi amigo Pablo Mata Olay, escritor también, sobre dicho edificio: yo decía que era un Banco del Atlántico y él que era un Bital: ambos teníamos razón, pero esa es otra historia, aunque forma parte de esta misma historia).

Los muros del edificio en cuestión tienen un terminado de algo así como tirol grotesco, pero invertido, pintados de color ladrillo, una suerte de elefante anaranjado, que no blanco, puesto en medio de uno de los corazones de Coyoacán y dejado de la mano de Dios o, mejor dicho, abandonado al designio de los elementos. Mira, le dije a Bárbara, ese edificio lleva muchos años vacío, abandonado.

Y ella me respondió que, sí, podía estar abandonado, pero que, casi con toda seguridad, no estaba vacío.

¿Qué hay más allá de la maleza fuera de control y de los muros en apariencia mudos de esa construcción, pensé, de ese banco que no es más?

Y Bárbara me dijo, como si me leyera la mente, que por qué no escribía al respecto en una de mis Biopsias, que hablara de los lugares aparentemente vacíos que, en realidad, están llenos de algo, de alguien acaso.

Y eso es lo que ahora hago.

2. Cursé la preprimaria y los siguientes cinco años de la primaria en una casona de las Lomas de Chapultepec, en los 500 de Reforma, transformada en escuela activa y nombrada, en honor del fundador de la escocesa Summerhill, A.S. Neill (a manera de logotipo, los creadores y directores de la escuela decidieron recurrir, sin más, al símbolo que une al yin y al yang, llamado taijitu).

Además de las recámaras transformadas en aulas y salones de usos múltiples y la cocina convertida en taller de barro, la casona tenía una alberca vacía y rodeada por una malla ciclónica y, su gran misterio, un sótano clausurado.

Alguna vez el taller de barro se incendió –en toda escuela activa hay un pirómano en potencia, luego consumado– y fuimos evacuados de nuestras improvisadas aulas y llevados a la sede de la secundaria a de la escuela, ubicada en Prado Norte y que, hasta ese entonces, yo desconocía.

¿Qué pasaría con la casona, nos preguntábamos mis compañeros y yo, se vendrá abajo, consumida por el fuego, y no tendremos que ir más a clases (aunque activos, todos teníamos fobia a la escuela, una victoria de la educación libertina)?

El incendio fue menor y nuestra vida continuó como si nada, hasta que los directores decidieron cerrar la escuela por falta de recursos para encarar un aumento de renta y una entrada en la realidad, que fue una salida de la utopía que siempre será en la memoria de muchos de nosotros la Escuela A.S. Neill.

Cursé el último año de la primaria en una escuela detestable y a la que faltaba cada lunes, sin tacha, y durante el tramo final de mi infancia estuve convencido que, de grande, compraría la gran casona de las Lomas que había sido mi escuela más verdadera, para habitarla, hasta que un día la demolieron, le cambiaron la fachada y desaparecieron ese espacio relleno de memoria y de recuerdos, es decir, le vaciaron el relleno y la convirtieron en el depositario de otras vidas, de otro tiempo, aunque en el mismo aparente espacio.

(Antes de la demolición, la casona fue la sede de las oficinas de la secta de la Dianética, hoy mejor conocida como Cienciología, y mi madre aprovechó la ocasión para que nos fingiéramos clientes posibles del clan y entráramos a ese lugar  –lo ignorábamos entonces– una última vez: fue difícil trasponer el umbral de la recepción, pero recuerdo que logré burlar la vigilancia y subí al primer piso, pero todo ese recuerdo se funde con los muchos sueños que, durante muchos años, tuve y que transcurrieron allí, en la evidente nada onírica que replicaba el todo real falso.)

Lo mismo le ocurrió a la casa de mis abuelos paternos, también en las Lomas, apenas se vació de ellos: la echaron abajo y la convirtieron en otra, fachada incluida, aunque nunca fue, hasta donde sé, la oficina de secta alguna, pero sí el escenario doblemente pervertido de Brama, la novela que le dediqué al final de una estirpe de bestias humanas.

3. Hoy, después de seis meses, vacié el espacio que, de manera transicional, rellené con la selección más cauta de mis pocos bienes materiales –la mayoría de ellos libros– y emocionales, un amplio cuarto en otra casona, al sur de la ciudad, en el corazón de un barrio engullido por el tráfico vial y un par de arterias que sirven de ida y vuelta al poniente central de la urbe, en dirección a Toluca.

Mi habitación era enorme y había pertenecido a Úrsula Bernath, una fotógrafa alemana nacida en 1917 y emigrada a México, viuda y madre de tres, en 1946, mejor conocida al interior de esos muros (casi todos ventanas en realidad, sobre todo las que dan a su gran jardín) como la Oma.

Contemporánea y congénere de Rulfo, Bernath retrató el progreso mexicano y lo mexicano en sí, y su archivo de negativos ocupaba una especie de pasadizo por el cual yo llegaba a la habitación central de la casa, en cuyo corazón se encontraba, aún, el cuarto oscuro que la Oma rellenaba de luz.

Conocí a la Oma años atrás, y la Oma conoció a Anna cuando era una bebé recién nacida: hay por allí un retrato de ambas, tomado no sé si por su nieta o su hija, habitantes presentes y pasadas de la misma casa, en un momento en el que no imaginé, ni por asomo, que algún día sería yo el que ocupara sus aposentos.

Si una cosa me quedó clara durante el tiempo que viví allí, fue que la Oma supo irse de este mundo y no permanecer entre nosotros como un fantasma o un espectro, sino como una prueba fehaciente de realidad y de luz, nunca un alma en pena y siempre un cuerpo que, de tanto que no está allí, reclama su existencia en cada rincón libre de ella misma, una paradoja difícil de explicar pero que me hizo entender mucho sobre nuestro a la vez infinito y efímero paso por el tiempo humano.

Y hasta aquí, hoy.

Imágen de portada:  Francisco Javier Argel

Miklos1David Miklos es autor de La piel muertaLa hermana falsa La gente extraña, así como de Miramar, entre otras novelas. Actualmente es profesor asociado de la División de Historia del CIDE, en donde se desempeña como jefe de redacción de la revista de historia internacional Istor. Es columnista de Literal. Su twitter es @dmiklos.

©Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.


 


Posted: March 7, 2017 at 10:22 pm

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *