Fantasmas en la tierra de la abundancia
Luis Alberto Urrea
Traducción de Rose Mary Salum
¿Por qué no dejamos de mentir? ¿Por qué no enfrentamos la realidad? Hablar de raza es fácil, de clases sociales difícil. Edward Abby, ese bastardo mexicano vilipendiado y políticamente incorrecto dijo la verdad: “Los conservadores prefieren la mano de obra barata; los liberales sus principios baratos (ningún grupo, el lector podrá observar, invitará jamás a los inmigrantes a mudarse a sus casas. ¡No a sus hogares!)”. El tema de la inmigración es del siglo pasado. Pero la inmigración “ilegal” sigue siendo un tema racial en la mente paranoica de este país. La “morenización” de la prístina América blanca (perdón, Kimosabi). Sin embargo, entre mis hermanas y hermanos limpiando mesas, nunca se verá a un Octavio Paz o al Cónsul General de México en Dallas. El lector verá personas de la clase baja salvando su vida. La inmigración es y será un asunto de clase. No se puede multiplicar por cero pero de alguna manera ellos logran duplicar su inexistencia en la tierra de la abundancia.
Soy un hombre invisible que se niega a desaparecer.
Es una de las paradojas con las que batallo; conseguir la iluminación. Como el poeta Zen, intento cruzar un lago remando y escucho el eco del graznido de un cuervo devolverse hacia mi para revelarme la verdadera naturaleza de las cosas, privada de ilusiones. ¿Quién puede ver lo invisible?
En realidad todos lo vemos. Al menos vemos sus brazos atravesarse para servirnos el café después del banquete. Son fantasmas rondando esta tierra. Vemos sombras, percibimos su presencia. Las camas hechas en donde nos recostamos después de las juntas de comité. Los baños limpios que ensuciamos por las mañanas y dejamos listos para que ellos se hinquen a restregarlos en nuestra ausencia, como si hubiéramos desocupado un tabernáculo. Las ensaladas que comemos y no tuvimos que cosechar. Somos generosos: les pagamos. Nos hemos dado una palmada en la espalda por haber abandonado el látigo. Aunque, hasta donde puedo decir, no les ofrecemos el gran honor de atestiguar su presencia de forma constante.
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Esto es denso, esto es decir las verdades: cuando digo “ellos”, quiero decir “nosotros”. Pero yo no soy “ellos”. He logrado cruzarme hacia el otro tipo de “nosotros”. No tiene nada que ver con dinero, aunque con frecuencia me pagan para recordarle a personas de buen corazón de la existencia del staff de meseros, cocineros, fregadores de platos y personal de limpieza reunidos al filo del pasillo. Mi esposa me dice que tengo complejo de redentor. Lo que tengo es un problema con el asunto de las clases sociales.
Mi tía destripaba atún en una envasadora. También mi padrino. Igual mi padre hasta que empezó a choferear un camión de repostería para luego graduarse a la posición del hombre que renta zapatos de boliche, les espolvorea talco, barre los pasillos y espera hasta la hora de cerrar para recoger los tampones del suelo y colocar pastillas de olor en los urinarios. Me tomó mucho tiempo ser maestro en las cosas invisibles –como encerar las pistas para que los jugadores de boliche pudieran tirar bien sus chuzas; tornear los pinos entre el ruido ensordecedor del cuarto de atrás, dándose un toque con las fumarolas de resina que parchaban y restauraban su superficie; alcanzar a ciegas y manipular los interiores de máquinas enormes que escondían ratas y los retazos desgarrados de los sueños de infancia que apuntaban a la grandeza y el romance sin perder un dedo. Mi papá me enseñó cómo apretar la quijada y seguir adelante. Pero no me enseñó a lidiar con nuestro sufrimiento y dolor.
Así es –también limpiaba escusados en el turno de la noche. Veíamos con desprecio a los ricos porque vimos lo que dejaban detrás de sí.
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Mi madre fue una mujer blanca de Nueva York. Vivía en la agonía del exilio. Ella era como una inmigrante al revés. Cayó de las alturas de la socialité al barrio de la servidumbre. De las casas de tabique rojizo, yates, cantantes de ópera y revistas Vougue a las calles sucias de Tijuana. De la Avenida Nacional en Logan Heights, donde vivía temerosa de los matones reales e imaginarios.
Mi madre vivía avergonzada. Mi madre nunca habló con su familia en cuarenta años. No porque se hubiera casado con un mexicano, sino porque había caído en la insoportable clase baja.
Vivíamos en el único apartamento del barrio con tazas de café expresoy gorjeos de los elepés de Eileen Farrel.
Mi madre vivía con miedo de que yo dijera ain´t.
Ninguno de mis padres aceptó nada del gobierno –aún cuando comíamos sandwiches de catsup. Sin embargo, aprendieron a honrar a aquellos que sí vivían de la asistencia social cuando nos ayudaban a traer a casa latas de crema de cacahuate. Hubiera sido mala educación rechazar un regalo, ¿no es así? Era nuestra propia generosidad, no la necesidad, lo que nos hacía aceptar los regalos.
Uno aprende la gran lección de la clase social: uno tenía pretensiones mientras las escondía detrás de los buenos modales; al mismo tiempo, uno miraba las extrañas y muy básicas pretensiones de los verdaderos trabajadores y nos burlábamos de ellos por su falta de educación. Cadillacs. Ropa escandalosa. De verdad un encanto.
Nosotros gastábamos el dinero en libros.
No tenía correas de libro para salir adelante.
Tenía los libreros de mi madre.
Qué bien que se me permita hablar con mis brodis y mis pequeños invisibles acerca de libros. Sagrado. Como dice Depeche Mode: es mi obligación –soy un misionero
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Nos gusta ayudar. Queremos ser altruistas. ¿No es así? Y existen incentivos para ayudar. Juro que podremos rentar espacio extra en nuestra Mansión Celestial a través de ¡trabajos! Si mandamos dinero al campo de misiones podremos arreglárnoslas para conseguir la “Cueva Eterna del Hombre” con pisos de oro. Y si podemos conseguir recibos, podemos deducirlos de impuestos. Amén.Y si conseguimos suficientes ONG, con fiestas caras en los penthouses de la deslumbrante Manhattan, podríamos donar $250 dólares y dejarnos fotografiar con celebridades y estrellas de rock. Amén y amén. ¿Puedo lanzar un poderoso grito de alabanza?
La raza es inevitable. Lo admito. Después de todo, la gente me invita a hablar porque soy mexicano. Y me paralizo: soy uno de esos mexicanos blancos. Chido. No pasa desapercibido cuando la anfitriona del evento de Denver, organizado por el Tea Party me pregunta si soy legal o no. “No te pagaremos si no tienes papeles”. ¡Tómese, frijolero!
No me la imagino diciéndole eso a Sting o a Bono.
En Chicago tenemos a muchos polacos e irlandeses escondiéndose en todo momento. Me pregunto si les revisan sus documentos cada vez que hablan para gente rica. Mmhhh, qué más da.
De regreso al chisme.
No es mi intención tirar la casa. O quizá sí. Un acertijo Zen: para combatir a la estrella de rock hay que volverse una estrella de rock.
Una nueva frase que está de moda entre la gente buena es “empatía”. Ésta es buena. La empatía en manos de sociópatas sin empatía pero con una cierta inteligencia reptiliana es el mal.
Tengo malas noticias. He vivido bajo el yugo del grupo de “bien intencionados” quienes se aseguran de ser fotografiados con niños de ojos humedecidos y negros (sí, el inconfundible sello de los problemas raciales en Estados Unidos) bajo la bandera de la “empatía”. ¿Puede el lector ver cómo ayudamos? ¡Abrazamos a un afroamericano frente a la cámara! Suben esas fotos en las redes sociales para que otras personas igual de bien-intencionadas les manden más dinero. Un año más tarde estos niños despiertan y preguntan: “¿Qué pasó con el gran proyecto de aquellas personas adineradas?” Lo sé porque ya me han hecho esa pregunta.
¿Cómo se puede ayudar a alguien a quien no se le reconoce por completo su humanidad?
Si la gente sintiera lástima por la pequeña del reality show Honey Boo Boo, en lugar de revelar su clase social, los “bien intencionados” se dejarían fotografiar abrazándola también.
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Una anécdota para el placer del lector:
He sido parte de varios grupos de “bien intencionados”. A pesar de mis críticas, estoy a favor de ellos. Por favor, continúen. Por favor, manden sus cheques. Por favor, hagan cosas buenas. Podría darle al lector una lista de organizaciones increíbles –quienes por cierto hacen algo mejor que recaudar dinero y ensuciarse la manos. Tienen un enfoque constante y la capacidad de ver.
Sin embargo. Recuerdo uno. Trajo consigo mi Zapata interno.
Estábamos en un hotel muy elegante en una ciudad muy elegante. Eso no es inusual. Estábamos tan contentos –las bebidas, la comida y las habitaciones eran gratuitos. Todo lo que teníamos que hacer era brillar, tener sentimientos, tener pensamientos progresivos sobre los mal representados. ¡Éramos Don Quijotes! ¡Nobles! Cabalgando para dirigir nuestras lanzas en lo profundo de la inequidad y la desesperanza. Había mucha gente famosa en el lugar.
Mientras tanto, la clase de Sancho Panza debajo de la sombras, sirviendo el café y asegurándose de que nuestros sandwiches estuvieran frescos.
Nuestro personaje famoso, quien se presentó para hacerse aún más famoso a través de los políticamente brillantes y empáticos, estaba allí. Con una nana mexicana. Ella fue solicitada con el chasquido de los dedos y despachada con una señal de despedida de la mano. Ella, se nos dijo durante una simpática fiesta de coctel, sería despedida por haber pedido un día libre.
Cuando la vi, sentí como si la hubiera traicionado; claro, al que había traicionando era a mi mismo. Siempre –siempre– sabemos. Nos hacemos tontos. Nos engañamos, Nuestros instintos nos hablan, pero nuestras mentes son tramposas, engañosas y fácil de ser seducidas.
La lección radical es no avergonzar a las personas para que den dinero.
Es para enseñar a los demás que los mansos invisibles somos nosotros.
¿Recuerda el lector la aburrida frase de los años hippies de los sesentas?
Yo también soy un tú.
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El asunto de las clases sociales fluye en ambas direcciones. Este río fluye hacia arriba y hacia abajo. Aquellos a quien deseamos salvar, primero debemos tocar. Pero cada terminación del río tiene temor de comunicarse.
Mi primer libro fue sobre el basurero municipal de Tijuana y sus habitantes. Y del pastor heroico que ha dedicado su vida a alimentar, vestir y educarlos. Mi libro tuvo problemas para salir publicado –le tomó diez años consecutivos de revisiones y negativas antes de encontrar un hogar. Claro, un exitoso editor de Nueva York me dijo: “A nadie le interesa leer sobre mexicanos hambrientos”. Y sí, se me advirtió que nadie en EU compraría el libro de una persona con un nombre tan extranjero como el mío. Pero en realidad pienso que la cuestión fue que el libro se empapó de un enojo tan profundo que pude haber terminado cada oración con la frase “ustedes bastardos”. Uno tiene que aprender a usar su voz interna.
Después de salir publicado pasó algo fascinante –y décadas después continúa sucediendo. Personas buenas mandaron dinero, que Dios los bendiga. Pero también pidieron ver el mundo sobre el que escribí. Querían entrar y visitarlo pero temían hacerlo sin mí. Sherman Alexie llamó a esta etapa de mi vida “Bailes con mexicanos”.
Aquí es cuando me enteré de la mirada.
No le cargaré la mano al lector con otra burlona descripción poética del lugar. He llenado muchas páginas de muchos libros hablando de este tema. Es como lo imagina el lector: basura. Tractores, gaviotas, humo, pestilencia indígenas doblados moviendo mierda podrida de un lado a otro. El héroe de esta historia, el Buda, es una india chinanteca que me contó haber venido a este lado de la frontera porque “por lo menos aquí hay basura. En México las personas como yo no hubieran podido tener acceso a la basura”.
He tomado un diácono desde Indianapolis hasta el pozo lodoso. En el fango, notó un cinturón. Cuero negro, sucio, bordado con lo que parecían ser monedas de plata.
“Me gustaría llevarme ese cinturón a mi iglesia para mostrarles a los niños de la escuela dominical lo que le sucede a la riqueza del hombre.”
Este es mi tipo de teología.
“Tómalo”.
“No podría”.
“Deberías”.
“No lo puedo aceptar de estas personas”.
Ahora bien, es importante notar que no se miraron. Se vieron de reojo, nerviosos y repetidamente. Pero evitaron verse a los ojos.
Le llamé a mi amiga chinanteca.
En una ocasión me dijo que me amaba porque no le tenía miedo. Porque la abracé a pesar de los piojos. Recuerdo haber pensado ¿piojos?
Le expliqué sobre el cinturón. La iglesia. El destino del hombre.
Lo entendió.
¡Sí! ¡Sí! Gritó. Ella miró sus ojos. “¡Sí!”
“Pero no te quiero robar”, dijo él.
Él se ruborizó. Ella tomó sus manos. Se sonrieron. Ella pudo ver su terror y sus preocupaciones. Ella pudo ver a este pobre hombre rico necesitado de consuelo.
Ella alzó sus manos.
Ella dijo: “Hermano este es el basurero. ¡Hay para todos!”
*
Este es el tiradero de basura.
¿Hay para todos?
¿Le tienes miedo a los piojos?
La gente pobre te ha ofrecido su gracia?
¿Misericordia?
¿Alguien recogió los tomates para ti?
Por eso doy pláticas. Ha sido mi trabajo. Hablo y hablo y hablo. Les hablo a los conservadores y a los liberales. Les hablo a los cristianos y a los ateos y a los judíos, les hablo a los latinos, a los agentes de la policía de la frontera. Me considero un afortunado cada vez que me paro en un escenario –incluso cuando ya no soporto los viajes en avión.
No tengo miedo.
Tengo este saludo que siempre doy. Me recuerda quién soy yo. Y asusta a la audiencia. Lo grito en español.
¡Buenos días!¡Dónde está Tijuana!
La raza es fácil. Si comenzamos con la raza, ese gran tabú, podemos llegar a cualquier lugar. Amo mi audiencia, pero no me dirijo a las damas que toman su almuerzo. O a los visionarios que vuelan por las alturas. O al equipo de salud del banco o a los rectores o mentores o a los graduados o incluso a las cámaras de televisión. Me dirijo a los invisibles. Mis hermanas. Mis hermanos.
Las meseras. Los choferes de camón. Los lavadores de platos. Los cocineros. Las sirvientas. Escuchan el español y se detienen a ver. Sonríen. Nos reconocemos.
No tienen tiempo para verme. Tienen que trabajar.
Mi padre fue un chofer de camión.
Yo también.
Este saludo en español es un recordatorio de quién soy. Un código a los trabajadores allí reunidos. Una alerta, bienvenida y recordatorio a las personas buenas sentadas ante mi, gente que no debe olvidar abrir sus ojos y testificar, para unir sus cerebros con su corazón y su intuición.
¡Buenos días! ¡Dónde está Tijuana!
Siempre digo:
¡Buenos días! ¡Dónde está Tijuana!
© Guernica Magazine
Posted: August 25, 2014 at 10:06 pm