Essay
Vanidad
COLUMN/COLUMNA

Vanidad

Alberto Chimal

La otra semana, un estafador me mandó un correo electrónico. Supuestamente quería invitarme a un evento cultural. No hizo falta que viera su dirección falsa, hecha en Gmail aunque fingiera ser de otro servidor, para darme cuenta del timo. Tampoco hizo falta llegar a la parte del texto donde se empezaba a hablar de dinero. Descubrí el engaño porque el texto se refería a mi “reconocimiento mundial”.

Con esto quiero decir que, sí, puede que a veces me ciegue la vanidad, como a cualquiera, o ni siquiera la vanidad, sino el mero instinto de supervivencia: la necesidad de justificar mi vida desde su comienzo hasta el presente, de no rendirme ante lo intolerable, que en todo caso es algo en lo que nos parecemos todos los seres humanos. (Bruno Estañol –escritor y neurólogo mexicano, estupendo cuentista y ensayista, que por cierto merecería más lectores– ha escrito que la característica esencial del cerebro humano podría ser su gran capacidad para generar historias: narraciones y argumentos que nos permiten creer en el mérito de nuestro propio ser, incluso si objetivamente no hemos hecho nada de valor o hemos sido, incluso, una carga o un mal. No hay genocida o tirano que no sea el héroe de su propia película.)

Puede que a veces me ciegue la vanidad, decía, pero no tanto. El Papa es famoso mundialmente, o Lionel Messi, o Cate Blanchett, o Vladimir Putin. Y famoso que escriba, pues Rosalía, o Taylor Swift, o Bad Bunny, o J. K. Rowling (aunque sea cada vez por peores razones). Y que además sea mexicano, pues Guillermo del Toro, o Alfonso Cuarón, o Alejandro González Iñárritu. Muy, pero muy, muy atrás de estos señores y señoras de prestigio global está el número infinitesimal de autoras y autores de la literatura nacional con un alcance parecido, más allá de las fronteras y del idioma castellano, como Octavio Paz o Juan Rulfo o (entre los vivos, quizá) Fernanda Melchor, Valeria Luiselli o Juan Villoro. Esta no es una época libresca sino audiovisual. Seguramente estoy dejando fuera, entre Putin y Rosalía, a alguna celebridad de TikTok o de YouTube de la que aún no tengo noticia.

Nada más. Estas personas, y el resto de las que están a parecida altura, forman “el grupo de las joyas de nuestro tiempo”, “aquellos nombres que tendrán su lugar en los libros de Historia”, etcétera. Los demás sólo estamos aquí, compartiendo una era que no es nuestra. No está bien ni mal. Aun si lo que escribo se olvida y desaparece con mayor rapidez de lo que yo quisiera, hay mucho que puedo hacer durante el tiempo que me toca para encontrar satisfacción e incluso (si me interesa) mitigar tantito los males del mundo. O esa es la historia que me puedo contar, aparte de las que yo mismo escribo, para no sacrificarle todo a un ideal que sonaba maravillosamente en otro tiempo: en la “sana teoría”, como decía Borges, y no en la realidad deficiente.

Así que no le respondí siquiera al estafador y me limité a bloquear su dirección. Y ahí quedó la cosa.

Pero me quedo pensando en la primera reacción que tuve ante el texto del mensaje, antes de llegar a las frases donde su autor o autora o autores desconocidos revelaban no tener idea de quién soy en realidad. Sí me emocioné, francamente. Es bonito que le digan cosas bonitas a uno.

Hay quienes caen en semejantes estafas, para su vergüenza privada y oculta (o no), porque la vanidad es así: es muy difícil medir y aceptar la diferencia entre la opinión propia y la de otros acerca de quiénes somos. Peor aun cuando esa diferencia nos da más de lo que nos da el mundo: cuando es una especie de sueño feliz que nos acostumbramos a creer.

Para ilustrar, hay una anécdota que solamente puedo relatar parcialmente, porque algunos de los implicados viven todavía. Se contaba en los años noventa, empezaba en una cena de postín en algún país europeo, y terminaba con alguien de México entrando en el salón, en pleno ataque de rabia, con los dientes apretados y la cara roja e hinchada, gritando “¡Me lo robaron!”. Esto ocurrió el día del anuncio de que el Premio Nobel de Literatura de 1990 sería para Paz. En México, nadie diría que la persona enfurecida estaba en lo correcto al sentirse despojada. Sus méritos no eran (no son) inexistentes, pero… no.

Sólo en mi país y en mi especialidad debe haber cientos de anécdotas parecidas. Si se agregan todas las historias semejantes que debe haber en el resto del mundo, en el resto de las comunidades, labores y especialidades que se ha inventado la especie, habrá material para miles de años continuos de historias acerca del tema. Y no es un asunto del presente, desde luego, pero las culturas actuales favorecen el cultivo de la vanidad y de la popularidad como un valor esencial (en varias acepciones a la vez del término valor) de los seres humanos. La era es narcisista, como puede ver cualquier persona que se asome a los sitios adecuados de las redes sociales o que reconozca —aun si no tiene las palabras para describirla— la constante presión por figurar, por destacarse, por estar encima de los demás, que produce exactamente el efecto contrario cuando todo el mundo lo intenta al mismo tiempo.

Apenas estamos empezando a articular las frustraciones enormes que causa ese fracaso constante, de cientos o miles de millones al mismo tiempo. Nunca antes en la historia humana hubo más personas obsesionadas con acreditar su existencia mediante algo, cualquier cosa, proveniente de fuera de ellas mismas. Hace una década circulaban memes con el presunto número de servidores en las redes sociales dedicados exclusivamente a guardar contenido acerca de Justin Bieber o Kim Kardashian: las vidas individuales, querían decir, se miden en gigabytes, en la cantidad de esfuerzo y de tiempo que otros les ofrendan para celebrarlas. Pero ahora, como entonces, incluso las vidas que no son celebradas por nadie se vuelven agujeros siempre abiertos a los que se arroja todo, a todas horas, sin que salga nada más que calor y bióxido de carbono: veneno literal y metafórico.

Foto de Михаил Секацкий en Unsplash

Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego,  Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal

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Posted: May 16, 2023 at 9:59 pm

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