Holmes: el crimen como una de las Bellas Artes
Alejandro Badillo
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La historia del detective Holmes y de su creador Arthur Conan Doyle parece fruto de un accidente y no de un plan diseñado ex profeso, como una de las tantas coartadas que tenía que desentrañar uno de los personajes más famosos de la literatura detectivesca. Intentando emular a Walter Scott, uno de sus escritores favoritos, Conan Doyle escribió con poca repercusión novelas históricas y de Ciencia Ficción que permanecieron por muchos años a la sombra del personaje que habita Baker Street y que, con el tiempo, se convertiría en un icono de la cultura de masas. El detective que nunca, al menos en los textos orginales, dijo “Elemental mi querido Watson”, cobró vida a pesar de la reticencia de su creador. El tiempo lo llevó al cine y a la televisión. Incluso ha tenido un espacio en la nueva ola de contenidos audiovisuales en internet, con la serie Sherlock estelarizada por Benedict Cumberbatch.
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La narrativa policial nace con la modernidad y la vida urbana. Con el tiempo tendrá vertientes como la novela negra en la cual el detective no se distingue mucho de aquellos a quienes persigue. El génesis de este tipo de historias es la ciudad, un territorio que promete a sus habitantes el progreso, pero que también corrompe y envilece. El buen salvaje imaginado por Rousseau, aquel ser unido íntimamente a lo natural, pierde su pureza cuando se interna en las calles grises, cubiertas de asfalto, llenas de desheredados dispuestos a hacer casi cualquier cosa para sobrevivir. Charles Dickens, otro famoso autor inglés, es un profeta de la modernidad: sus personajes viven sus existencias entre el humo de las fábricas y comienzan a ser víctimas de la ciudad que se expande y devora. La desigualdad inherente a este primer capitalismo industrial divide a la sociedad: los ricos en sus mansiones, una clase media que, a pesar de todo, aún puede subir en el escalafón social y una legión de pobres apretujados en buhardillas, sin más esperanzas que terminar la jornada con el estómago con un poco de comida. Sin embargo, para la clase dominante el progreso no puede detenerse. Hay que diseñar ciudades con ayuda de la ciencia y construir al ciudadano ideal. En este contexto nace la figura del detective que se erige como una especie de científico social, un investigador interdisciplinario que tiene que improvisar sobre la marcha para resolver el crímen en turno. Inventado por Edgar Allan Poe en su relato “Los crímenes de la calle Morgue”, el género detectivesco será, a partir de entonces, el espejo de una realidad incómoda. Curiosamente, en el relato del autor norteamericano, el crímen no es cometido por una persona sino por un animal salvaje que, de alguna forma, es la metáfora del hombre que se abandona a sus instintos más primordiales. Poe, más allá de su vida trágica que muchas veces roza la caricatura, era un escritor interesado en la ciencia y en los últimos adelantos técnicos. Gracias a esta vocación, muchos cuentos involucran no sólo elementos trágicos sino juegos y acertijos que deben ser descifrados a través de la ciencia para llegar a la conclusión del relato. Las matemáticas, la geometría, la química, la estadística, la medicina, entre otras disciplinas, son las herramientas que, además de resolver crímenes, permiten conservar la fe en la civilización occidental. Por eso Auguste Dupin −el detective de Poe− y Holmes, son paradigmas de su tiempo. Ambos representan los mecanismos que sirven para extirpar un cáncer que se infiltra y corrompe a la población. A ellos se acude cuando la enfermedad es demasiado virulenta. Si los realistas y naturalistas franceses nos enseñaron que un entorno corrupto engendra males irremediables, los detectives de la era de la razón son el remedio final para cortar de tajo aquellos caminos que ponen en duda los mecanismos de la nueva civilización.
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Conan Doyle creó un detective con una alta dosis de excentricidad que contrastaba con la sociedad de su tiempo. La época Victoriana, famosa por la rigidez de sus costumbres, tenía una vida privada escabrosa que pocos admitían en público. Londres era una gran fachada y, tras bambalinas, ocurría cualquier tipo de excentricidades que, a la postre, desembocaban en robos y asesinatos. En ese submundo se mueve Holmes. En algunos episodios tiene que camuflarse en ese entorno para poder atrapar al culpable. De esta forma conoce mejor el ambiente en el que se mueve el ladrón o asesino. El detective, alejado de un aura de pureza, experimentando los ambientes que dan origen al crímen, adelanta lo que pasaría en la novela negra, en la que la corrupción uniformiza a todos.
Quizás, uno de los aspectos más importantes de Holmes, más allá de sus raros pasatiempos que asombran al doctor Watson, el portavoz que nos cuenta cada una de sus aventuras, es que rara vez hay un asomo de conmoción o de sentimiento ante los asesinatos. Para el detective el crímen es un juego y no elucubra ideas que vayan al ámbito de lo moral. En este sentido, como se especula en algunas adaptaciones que se han hecho a partir de su figura, estamos ante un diletante del crímen. Como narra Thomas de Quincey en su clásico ensayo El asesinato como una de las bellas artes, hay un goce estético en el acto de producir un crímen. Siguiendo la idea de De Quincey podríamos decir que el detective es un crítico de la obra de arte que tiene frente a sus ojos. Cuando termina la partida el acto creativo tiene una pausa que, sólo se reanuda, cuando hay un nuevo caso tocando el 221B de Baker Street.
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Un elemento fundamental en la narrativa de Conan Doyle y que se valora cuando se compara a otros autores de la época o posteriores, es la atmósfera que crea para rodear las aventuras de Holmes. La historia es delineada con esmero: alguien solicita el auxilio del detective y, después de algún breve titubeo, se enfrasca en su solución. Todo, por supuesto, es visto a través de la perspectiva del doctor Watson, un narrador testigo que tiene las mismas dudas que cualquier lector. Hay grandes lapsos en los que el detective se ausenta de la narración. En esos momentos crece la interrogante y el lector, siempre llevado de la mano por Watson, elucubra sus propias teorías. Al final no hay detalles olvidados y todo encaja a la perfección, no hay ningún cabo suelto. Sin embargo, el lector no se queda sólo con una trama solucionada con eficacia, como si estuviera ante la resolución de una ecuasión matemática. Párrafo tras párrafo, asistimos a un despliegue lleno de descripciones densas, detalles macabros y paisajes sugerentes. En “El intérprete griego”, uno de sus mejores relatos, leemos el testimonio de un intérprete que acepta un trabajo misterioso. Para hacer la traducción le vendan los ojos y lo llevan en un carruaje a las afueras de Londres. El viaje termina cuando llegan a una mansión sumergida en penumbra. En ese lugar, casi anónimo por la falta de luz, entran en juego las sensaciones. Conan Doyle, a través del intérprete, describe no sólo el interrogatorio que le realizan a una víctima de origen griego, sino que capta aquellos detalles que contribuyen a crear una atmósfera plena de referencias sugerentes: el tic nervioso de uno de los captores, la alfombra mullida, los muebles cuyos perfiles apenas se adivinan en la oscuridad. El crímen, como sucede en las historias de Holmes, se resuelve, pero queda abierta la atmósfera enrarecida y la sensación de estar en un lugar polvoso y antiguo. Imagino a Conan Doyle deleitándose con cada uno de los detalles de la casa en penumbras. El autor sabe que el convencimiento no sólo consiste en disponer las fichas de un juego planificado, en no dejar ningún cabo suelto, sino en aprovechar elementos en apariencia intangibles. Me parece que el juego planteado en “El intérprete griego” es un buen ejemplo de por qué la narrativa de Conan Doyle sigue seduciendo a lectores de otro tiempo y otras geografías.
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Un colofón interesante y, además, contradictorio, de la vida de Arthur Conan Doyle, fue su firme creencia en el espiritismo y en el mundo de las hadas. Parece que el trabajo metódico y científico, en algunos autores, los lleva a buscar un mundo en el que la razón sea excluida. Alfred Russel Wallace, naturalista inglés que había llegado, casi en paralelo, a las mismas conclusiones que Darwin sobre la evolución, terminó creyendo en una teoría mística que intentaba explicar el origen de la inteligencia en el hombre. Conan Doyle viajó dando conferencias sobre el espiritismo e, incluso, defendió el caso de Elsie Wright y Frances Griffiths, unas niñas que aseguraban haber fotografiado hadas y cuyas imágenes motivaron un gran debate en su época. Quizás la ferviente defensa del mundo sobrenatural fue una manera de contrarrestar la influencia que Holmes había tenido en su vida.
Alejandro Badillo, es escritor y crítico literario. Es autor de Ella sigue dormida, Tolvaneras, Vidas volátiles, La mujer de los macacos, La Herrumbre y las Huellas. Fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha sido reconocido con el Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela. Su Twitter es @alebadilloc
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Posted: February 6, 2018 at 11:09 pm