Infierno frío
Daniela Tarazona
El otro día, mientras navegaba por Instagram, me aparecieron dos publicidades encontradas entre sí: el anuncio de un llavero con gas pimienta y un tambor chamánico. Primero me sorprendí ante ambos productos, después, me asombré por la estructura del pensamiento que tuve y por la línea final que lo concluyó: “soy rara”, me dije, con mi propia voz dentro de la cabeza.
Contaba ya con cierta idea acerca de mi rareza, pero la defensa personal y el rezo no son amigos mutuos en mis pensamientos. Se puede rociar con gas pimienta a alguien, aunque resultaría extraño ir luego hacia un templo y tocar los tambores como chamán.
Pasé al Whatsapp y me quedé boquiabierta. Había un mendigo recibiendo dádivas de un empresario. Lo raro era que el empresario en cuestión parecía Santa Claus. Ya a esas alturas o en esas llanuras entendía poco del mundo. Deslicé el dedo para ver qué otra cosa descabellada me deparaba el destino del escroleo. Llegué a dar con la imagen de una mujer bailando, y luego otra y, más allá, otra. Eran casi idénticas entre sí. Solté un poco de baba, en señal de gesto solidario, y me di de bruces con la fotografía de un niñito al lado de un estanque.
El tema del confinamiento es peculiar, se sabe. Pero a diferencia de otros tiempos, lo que nos sobran son ventanas. Cientos de miles de imágenes sin conexión entre sí que terminan siendo la misma fotografía. Gestos demostrativos de lo que creemos ser. Alusiones al pescado al horno, confituras con dulce de leche, sopotocientas transas que enseñan zapatos maravillosos, tetas turgentes y piernas al sol. Se ven muchas cosas, se sabe. El asunto es que hay un virus. El tema es que, de maneras raras, estamos impedidos a hacer lo que llevábamos a cabo antes, tan orondos sobre nuestras dos piernas. Tal vez sería tiempo de irnos a las cuatro patas. Entiéndase que esto es la meta del fin del mundo. Se dice bastante, no es que yo exagere. Las personas pensamos que quizá los tierraplanistas tengan razón y estamos en la orilla del planeta, de su Historia.
El confinamiento es raro porque las pantallitas nos hacen tragarnos la ilusión de que estamos viéndolo todo, pero no. No vemos casi nada. El asfalto que hemos colocado sobre la piel de gran parte del animal gigante sobre el que habitamos, de nuestro planeta, atrapa a la tierra. Debajo del material gris, más allá del cemento, palpita la tierra misma, sí, pero se halla atrapada por nuestras ideas que, por desgracia, no son peregrinas.
Cuando llegué al final del escroleo en mi página colorida de Instagram me encontré con una pregunta verdadera: ¿los escritores quieren seguir escribiendo? ¿Tenemos ganas de contar historias nuevas? Lo pregunto bien en serio porque la sustancia que cubre la realidad: esa película pegajosa que distinguimos aún los miopes, quiere decirnos que ya no hay nada que se pueda contar. ¿Quiere usted hablar de las minucias de una relación? Tendrá que hacerlo en plural o en higiénico, dos maneras del habla. ¿Quiere usted, en cambio, hacer ciencia ficción? No se esfuerce porque ni la ciencia funciona ni la ficción le interesa a nadie. El mercado que hemos sostenido dicta las palabras que deben escribirse. Por lo mismo, la irresponsabilidad es un estilo literario y un estilo de vida, también. Estamos siendo tan taimados que preferimos un estado de la cuestión en donde nos digan qué sí podemos decir y —esto es lo peor— cómo debemos decirlo. ¿Pero quién dicta estos mandatos de comportamiento, de uso del lenguaje, del ejercicio de la sexualidad? No sé la respuesta. Me inclino a pensar que se trata de los mismísimos patriarcas de la Aldea Global: unos señores a los que imagino divirtiéndose con el cambio de paradigma que han disfrazado de tolerancia. (Perdone, querido lector y lectora, semejante confusión.)
Se me atraviesa el veganismo de los textos, me disculpo. No me importa si se sacrifican animales en la imaginación para escribir y tampoco si se experimenta con ellos. Lo peor ocurre cuando la crueldad que caracteriza a nuestra especie se asume como perversión reprobable y se escribe a partir de esto. No hay texto literario que haya trascendido a la Historia que no incluya el gargajo que nos compone el alma. Que los que sean buenos no escriban demasiado o que no publiquen, no vaya a ser que se llenen las librerías de buenas intenciones y de infiernos fríos —aunque algunos podríamos echarle gas pimienta a quien se atreva a ser bueno y además tocaríamos el tambor chamánico para quien se arriesgue a ser distinto—.
Daniela Tarazona es narradora y ensayista. Fue jefa de redacción del suplemento Hoja por hoja del periódico Reforma y ha sido colaboradora de las revistas Luvina, Letras Libres, Crítica y Renacimiento (Sevilla, España) y de los suplementos Laberinto del periódico Milenio Diario y El Ángel de Reforma. Es autora de dos novelas: El animal sobre la piedra (Almadía, 2008) y El beso de la liebre (Alfaguara, 2013). Su Twitter es @dtarazonav
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Posted: November 3, 2020 at 10:05 pm