Interpretar
Lolita Bosch
En la novela del Kenzaburo Oe Arrancad las semillas, fusilad a los niños (Anagrama, 2006), unos adolescentes son fusilados en el momento exacto de la novela en que el lector ya es capaz de comprenderlo y asumirlo. ¿Pero cómo se consigue que un lector concluya que un menor de edad debe ser fusilado? Para responder, recurro a una película que todos hemos visto y que tiene recursos evidentes y muy fáciles de comprender: ET. El extraterrestre (ET) se queda en la tierra cuando su nave espacial se va sin él, se esconde en casa de un niño llamado Eliot y trata de contactar con su planeta para pedir que vengan a rescatarlo. Y durante el tiempo que pasa en casa de Eliot, sabe que cuando la mamá de su amigo entra en la habitación tiene que hacerse pasar por un muñeco de peluche. ¿Pero cómo lo sabe? O dicho de otro modo: ¿cómo le cree el espectador y por qué? ¿En que momento podríamos pensar que ET tiene algo que ver con un muñeco de peluche? En ninguno. Pero a medida que transcurre la película, el espectador se va dando cuenta de que Eliot quiere a los muñecos de peluche y que la mamá los pone en orden sin prestarles la misma atención que les presta él. ET no sabe que los muñecos no están vivos, pero entiende que si se hace pasar por uno de ellos la mamá apenas lo mirará. Es un ejemplo sencillo, pero así es como se establecen los códigos que permiten a un lector interpretar nuestra novela. Es más, el lector puede interpretar a pesar de no hacerlo de manera consciente.
Hay que entender, no obstante, que lo que se ve, se entiende, genera empatía y se interpreta no es lo que se dice, sino lo que va sucediendo ordenada y paulatinamente, generando el mundo que le es propio a la novela concreta que estamos escribiendo. Porque todos, absolutamente todos nosotros, cuando nos planteamos un texto literario estamos tratando de crear sentido. Es nuestra intención literaria, que se activa y se pone a trabajar. Y mi consejo, cuando eso sucede, es detenernos, reconocerla y hacernos dos preguntas fundamentales: 1. ¿Estamos consiguiendo que sucedan los cuatro objetivos iniciales (ver, entender, empatizar e interpretar)? 2. ¿Pensamos en qué provocan en el lector y para qué podemos utilizarlos en el proceso de escritura?
Cuando me preguntan qué pasa en una novela que estoy escribiendo, siempre quiero contestar que lo que de verdad pasa es el tiempo. Pero en una novela pasan cosas que resulta sorprendente difícil saber cuáles son. Nos sucede con las novelas que leemos (pregunta a tus amigos lectores qué pasa en una novela concreta y verás cuántas respuestas distintas surgen) y nos sucede, sobre todo, con las novelas que escribimos. Y esto ocurre porque más allá de la historia que transcurre, en las novelas le pasa algo distinto a tres personas: el personaje, el lector y el escritor. Porque si sólo le pasara algo al personaje no estaríamos haciendo una novela sino un ejercicio de narrativa, es decir: caduco. Sin habernos preguntado ¿qué es el hecho narrativo? ¿Y el hecho literario? ¿De qué modo crees que pasa el tiempo en ambos hechos? ¿Cómo dirías que avanza, si es que en efecto avanza?
Pero el mundo es francamente incomprensible y cada uno de nosotros, vistos de muy cerca, también. Esa unicidad no tiene por que ser inteligible ni transferible, pero el lector tiene que poder identificarse con ella para entender que construir la unicidad del otro es decirle la verdad. Y que por eso él, nuestro lector, es también un ser único. “La verdad tiene estructura de ficción”, insisto en que decía Jacques Lacan. Que es un resumen perfecto para desmentir la supuesta verdad social que compartimos y enaltecer la estructura de la ficción como la única estructura capaz de construir algo que sea, en efecto y para siempre, verdadero. Es decir, comprensible.
En mis seminarios de creación y pensamiento, cuando pregunto a mis alumnos y alumnas cómo saben que están diciendo la verdad, en qué momento sospechan que la están construyendo, me dicen que lo que le ocurre a alguien es siempre verdadero (como si fuéramos capaces de entenderlo y transmitirlo), que la vida siempre es verdadera (como si fuéramos capaces de abarcarla), que el avance del tiempo es verdadero (como si supiéramos aprehenderlo) o que la verdad literaria es aquello que se corresponde con la intención del escritor. ¿Por qué?, les pregunto. ¿Acaso la intención del escritor es consciente? Y digan lo que digan, debatamos lo que debatamos en clase, siempre acabamos llegando a la misma conclusión: Obviamente, no. La intención del escritor no es consciente y la verdad no se puede decir pero sí se puede construir. Y ésa, en última instancia, es la función de una novela: construir un mundo comprensible. Y porque es comprensible, es verdad. Y porque es verdad nos permite mirar el mundo en que habitamos de otro modo. Más humano, más próximo, más empático. Porque verdad es lo que somos capaces de comprender profundamente y nos hermana. Verdad es lo que somos capaces de deducir en los demás porque nos identificamos. No porque nuestra historia haya ocurrido en la realidad ni porque un escritor tenga una intención pura o porque los personajes sean coherentes, sino porque el lector es capaz de deducir en el mundo que lee una verdad. Y esto le permite, en última instancia, interpretarlo.
El escritor mexicano Emiliano Monge me lo resumió un día diciendo que lo increíble de la literatura es que logra hacer algo mejor que el escritor, más terminado que el escritor, más comprensible que el escritor y más pragmático que el escritor. Es decir, que lo increíble de la escritura es que logra sacar del escritor un mundo comprensible. Y eso nos debería parecer casi un milagro en el sentido en el que los pensaba Einstein cuando nos decía que hay dos modos de entender la vida: pensar que todo es un milagro y pensar que nada lo es. Y comprender este tránsito de un ser humano hacia otro podría pensarse como una transmisión milagrosa (no divina). Pero ocurre porque cada uno de nosotros solo podemos creer lo que somos capaces de construir o deducir con esa subjetividad única y extraordinaria en la que cada lector, sin duda, es capaz de encontrarse y reconocerse.
En resumen, se trataría de encerrar un trozo de mundo dentro de una lazo, tal y como decía Camus. Y hacer que lo que queda dentro del lazo le ocurra a una persona (que no es lo mismo que personalizar un suceso en una persona, como suelen hacer, de manera cada vez más abusiva, los grandes medios de comunicación). Es por eso que ese mundo se vuelve comprensible, porque lo único que es verdad es lo subjetivo. Lo que responde a la pregunta fundamental para que la creación de un mundo sea posible: ¿dónde estoy yo aquí?
Lolita Bosch nació en Barcelona en 1970, pero vivió mucho tiempo en Albons (Baix Empordà). También ha vivido en Estados Unidos, India y, durante diez años, en la Ciudad de México. Ha publicado, entre otras novelas, Tres historias europeas, La persona que fuimos, La familia de mi padre o Esto que ves es un rostro, así como su antología personal de literatura mexicana Hecho en México y el ensayo narrativo Ahora, escribo. Su Twitter: @LolitaBosch
Posted: January 25, 2017 at 10:20 pm