J.M. Servín: El arte de escribir desde la rabia de la ciudad
Irma Gallo
Ávido lector de “la segunda” de Ovaciones y los Populibros de La Prensa por influencia de su padre, pero también de Robert Louis Stevenson y los Cuentos populares rusos de la tradición mujik, gracias a su hermana, J.M. Servín es un autodidacta que solo estudió hasta el primer semestre de preparatoria. “Los libros y las ciudades han sido mi escuela hasta hoy”, escribe. Con una poderosa intuición adolescente guiada nada más que por un hambre voraz de conocimiento, fue trazando su geografía literaria a partir de la ciudad en la que le tocó nacer, “un verano de 1962 a mediodía”, en la colonia Morelos: la Ciudad de México. Su libro Nada que perdonar. Crónicas facinerosas (Literatura Random House, 2018) da cuenta de esta cartografía pero, sobre todo, de esta relación apasionadísima con la ciudad más grande y, probablemente más oscura, del mundo.
“Cualquier autor del cual pueda hablar, habrá cien mil escritores atrás de mí que ya lo leyeron”, cuenta, en entrevista, mientras tomamos un capuchino cargado. “Yo creo que, como contacto con el lector, a mí me interesa más armar un vínculo de dialogo a partir de experiencias comunes que creo que son las que muchísima gente en esta ciudad vive día con día, que son, a partir, insisto, de esta resistencia a los imponderables. Y esos imponderables también tienen que ver con la tragedia, con tragedias colectivas o personales, como los registran estos periódicos que creo que son los amanuenses del infierno”.
Cada domingo, en la calle Granada de la colonia Morelos, y luego en la unidad habitacional de Infonavit (Infiernavit, como le dice el autor) en Iztacalco, a donde se mudó la familia a partir de mediados de los setenta, el padre de Servín compraba El Heraldo de México, “y en una de las páginas finales del periódico publicaban las historietas de (Alejandro) Jodorowski, las Fábulas pánicas, que eran bastante escatológicas, absurdas. Y yo no entendía un carajo, pero me gustaba mucho ver a los muñequitos que se devoraban a sí mismos”.
Fue esta visión, combinada con las caricaturas de El show de Porky y sus amigos, Scooby Doo y Tom y Jerry, que veía sin parar en una tele a blanco y negro, lo que empezó a delinear el imaginario de Servín, irreverente, desolador, irónico, que encontró su punto culminante en las calles pobladas de prostitutas, borrachos, ladrones, baches, basura y accidentes, de la Ciudad de México.
Por eso se compara con el mirón de las fotografías de Enrique Metinides, el fotógrafo de nota roja más importante del siglo XX mexicano: “captó muy bien en sus fotografías la gran tragedia capitalina. Yo creo que nadie como él para narrar la vida y las condiciones sociales de esta ciudad”. En las fotografías de Metinides, dice Servín, “hay un montón de gente que está de mirona: con el accidentado, con el decapitado, con el que se ahogó, con el detenido, sangrando. Esa es mi historia también desde niño con esta ciudad”. Es la historia de miles de morbosos, dice el también autor de DF Confidencial (2010) “en una ciudad en donde la tragedia nos ronda a todos y nos puede elegir como otro de sus protagonistas en cualquier momento, todos tenemos esa compulsión de voltearnos a ver y decir, hasta con alivio: ¡híjole, qué bueno que no fui yo!”.
En este libro, con un prólogo y 22 crónicas, J.M. Servín narra historias de su familia en el infierno, como el día en que su hermano “moriría en un solitario cuarto del hospital de Xoco”, el 21 de marzo de 2014, porque “siempre iba más allá de nuestros límites; bebía sin control”.
“Es la ciudad que me ha dado muchas cosas”, dice el escritor, con una piochita canosa, vestido de guayabera blanca y con su inseparable sombrero negro, mientras toma otro sorbo de su café, “pero también me ha quitado muchas cosas importantes, valiosas, entrañables. Para empezar, familia, hermanos”.
Pero en Nada que perdonar, Servín no solo escribe su autobiografía rabiosa, a mordidas. También cuenta las historias de otros personajes que trazaron el rostro despiadado de esta ciudad. Por ejemplo, la de Pancho Valentino, a quien apodaron el matacuras, porque en un asalto a una iglesia, en la que por cierto no encontraron ni el oro ni los dos millones de pesos que supuestamente hallarían ahí, él y su banda, a finales de la década de los cincuenta, torturaron y asesinaron al padre Juan Fullana Taberner.
En otro texto, titulado “Mi alter ego”, J.M. Servín escribe sobre sus perros. Kato y Doctor Gonzo. Pero especialmente sobre Kato, que les costó (a él y a su entonces compañera de vida, Bibiana), 8 mil pesos y lo pagaron “en módicos abonos hasta completar la deuda dos años después”. De la historia de amor y lealtad de Kato, el perro al que llama “mi conciencia y mi pasado”, el autor se sirve para narrar cómo una crónica sobre peleas de perros en San Juan Ixtayopan, Tláhuac, lo llevó a ganar el Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez en 2014. “Un perro es nuestra alma gemela, nuestro nagual y nuestra guía al mundo del Mictlán”. Escribe el autor de Al final del vacío (2007). “No puede pedirse más de un amigo”, y remata con una frase demoledora por lo vacía de auto compasión, “Bibiana se fue, Kato sigue conmigo”.
En otra de sus crónicas, “Salud para gente del abismo”, Servín visita clínicas y hospitales públicos de la ciudad. Aunque ha tenido experiencias que describe como “escalofriantes”, se propone hacerlo sin perjuicios. Su recorrido inicia durante las primeras horas de la mañana, cuando todo está oscuro y algunos miserables amanecen muertos en el parque que rodea la Ciudadela, donde él aborda el metro en la estación de Balderas que lo llevará a la Clínica de Especialidades 5, afuera de Salto del Agua. Después de horas de espera, se acerca a una trabajadora social para preguntarle cuándo lo podrán atender. La mujer apenas y se despega, malhumorada, de su ensalada de frutas para decirle que “aquí no hay urgencias, y la atención es con cita”.
Completan esta colección de visiones de la ciudad una crónica sobre las tocadas en Neza, Naucalpan y el Toreo Cuatro Caminos y los Jueves de Rock en El Chopo, en la que Servín cuenta cómo los policías, al puro estilo de “el Negro Durazo”, lo subían a la patrulla a él y a sus amigos bajo amenaza de llevarlos detenidos si no reunían el dinero suficiente para un soborno, y cómo los bajaban poco después, encabronados, por lo poco que habían podido juntar “esa bola de jodidos”.
“Es una ciudad fascinante y siniestra. Esta es una ciudad de sobrevivientes para sobrevivientes”, me dice Servín, para terminar la charla. En su taza solo quedan rastros de espuma, ligeramente pintada de café.
Se levanta, y antes de irse, se burla –solo un poco– del título del libro del escritor al que voy a entrevistar en seguida (y que no ha llegado todavía), haciendo un juego de palabras con el término “hipster”.
Hay quienes dirán que Servín es desagradable. Yo creo que no. Para mí es simplemente un hombre al que no le interesa quedar bien con nadie.
Irma Gallo es periodista y escritora . Colabora para Canal 22, Gatopardo, El Gráfico, Revista Cambio, y eventualmente para otros medios. Es autora de Profesión: mamá (Vergara, 2014), #yonomásdigo (B de Block, 2015) yCuando el cielo se pinta de anaranjado. Ser mujer en México (UANL, 2016).
©Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.
Posted: September 13, 2018 at 8:08 pm