José Emilio Pacheco en voces de sus lectores
Diversos autores
La metamorfosis incesante de Alberto Ruy Sánchez
Entre todas las imágenes que conservo de José Emilio me gusta especialmente recordarlo en esos instantes que se volvía imprevisible y cambiaba el signo de lo que te contaba y lo aflijía. Cada vez que comenzabas a hablar con él y le preguntabas cómo estaba te decía que muy mal y te recitaba, no sin razón, un apocalipsis en varios ámbitos: de su salud, de la parte de la ciudad que compartíamos o de alguna otra, del país, del mundo. Pero a la menor oportunidad surgía en la conversación exactamente lo contrario: un tema interesante, un descubrimiento que acababa de hacer leyendo a alguien, un recuerdo luminoso, una cita exacta, un poema que iba cuajando, una idea que te sugería desarrollar en la edición o en la creación. Y todo brillante. Una vez le dije que él era un hombre a dos tiempos, por lo menos (como en el danzón donde hay danza y contradanza) y que quienes no se daban el tiempo de escucharlo o leerlo se quedaban algunas veces con la idea de que era un pesimista radical. Entonces me dijo, “Sí, cuando me dicen eso normalmente citan mi poema donde digo a los que tienen dicha y placer que mañana tendrán amargura y pesar. Yo insisto en que ese poema funciona en dos direcciones, la amargura y el pesar también se convertiran en dicha y placer, las dos cosas coexisten en el mundo. La vida no te da una sin la otra.” Me contó que cuando se propuso escribir con tenacidad alabanzas a las cosas de la vida, vino el temblor del 85. Esa serie de poemas se llama Lamentaciones y alabanzas. Precedida en el libro Miro la Tierra por Las Ruinas de México. En la poesía de José Emilio, como en su conversación, todo es metamorfosis incesante, no de la contradicción sino de la paradoja: de lo negativo que dice con más fuerza y dimensiones lo positivo y viceversa. Como en ese breve poema y aforismo suyo que conservo como un fetiche: “Sólo el árbol tocado por el rayo guarda el poder del fuego en su madera.”
El rostro de José Emilio Pacheco Berny —ese rostro de niño aplicado con lentes, súbitamente sorprendido por la madurez— es el de un palimpsesto: igual que la cara de su estilo. Siempre fiel a sí mismo, siempre en imperturbable constante movimiento. Pero, ¿quién es José Emilio Pacheco? ¿Se esconde algo — ¿qué?¿quién?— detrás de su estilo impersonal y personalísimo, detrás de la sintaxis su rostro? Se diría que la de José Emilio Pacheco es la cara no del hombre rebelde sino la del hombre revuelto, traducción más afín a las raíces y al francés que la corriente que pone al hombre de Camus más cerca de la rebeldía que de la re-vuelta. Hombre que, para ser fiel a sí mismo, cambia de cara como varía el tiempo las estaciones.
Hombre que encara a la circunstancia para medirse con ella, hombre que se descara abismándose en las adoloridas semejanzas con el animal, hombre de silencio a veces y de reveses, de obra poética y narrativa que vuelve una y otra vez sobre sus pasos, como el animal que vuelve al lugar de la herida o como si supiera que se hace camino al andar… de regreso de una infatigable caminata de la nostalgia. No extraña que se encuentre en este lector del Eclesiastés y de los libros de Isaías una profunda sensibilidad histórica: sensibilidad para lo profundo que se hace historia. Sensibilidad a los signos frágiles y leves de lo cotidiano, al remolino de polvo suspendido en la luz, a los sucesivos cambios o mudas de piel que protagoniza la serpiente urbana de la cual el poeta es el notario —no olvido que su padre lo fue— y el cantor, el cronista y el agonista: el hombre revuelto y calladamente rebelde, el que encara y se descara al denunciar la historia.
El último hombre de Ernesto Lumbreras
Pienso en José Emilio Pacheco como, tal vez, nuestro último hombre letras. Desde sus primeras colaboraciones de finales de la década de los cincuenta a su último “Inventario” sobre Juan Gelman, la suma de cuartillas acumuladas en la poesía, el cuento, la novela, la traducción, la crónica, la reseña, el ensayo de divulgación, los estudios antológicos, el guión cinematográfico, los prológos, las ediciones críticas representan, por una parte, una memoria vitalísima, pero también, una renovada presencia crítica en torno de los avatares y de las encrucijadas del hombre contemporáneo. ¿Vendrán las obras completas de Pacheco? ¿Se rescatará y ordenará su trabajo periodístico desperdigado en revistas y suplementos culturales? Mientras esa hora llega, cada lector dispone de una selección arbitraria y personalísma. A mí, por ejemplo, Morirás lejos y No me preguntes cómo pasa el tiempo, me resultan dos libros imprescindibles en el recuento de la novela y la poesía mexicana del siglo XX.
La generosidad de José Emilio Pacheco de Miguel Ángel Quemain
El primer momento de Malva Flores
Flotas en la bruma
Densa
De la pertenencia
La última vez que te vi en MARCO me dijiste que querías mostrarme tus notas sobre Eliot. Más que humildad tu gesto era como alas desprendiendo los vestigios del inicio. Eras un río necesario, la barca sobre la que todos navegamos en este océano infinito. Tú mismo viento o halcón rondando fangosas grietas. Nada pudo sostener el lamento de tu cauda, nada pudo tolerar el peso de tu cuerpo muerto. Eras el tiempo en un desierto de sombras, granizo azul ardiendo al centro, el cielo que todos querríamos alcanzar si no fuera porque el hielo y todas las arenas habían libado ya la última flor del invierno.
Le desesperación de los peces de Alicia García Bergua
La poesía de José Emilo Pacheco reflexiona casi siempre sobre esa ansia humana de abarcar y afianzarnos de un tiempo que no nos pertenece porque es de la naturaleza; la embarcación donde nacemos y a la que pertenecemos todos los seres humanos y en la que vivimos y morimos destruyéndola con nuestra obstinación. Su preocupación moral se centra precisamente en ese intento inútil y desesperado del ser humano de aclarar sus propias tinieblas creyéndose distinto de la naturaleza. En No me preguntes cómo pasa el tiempo hay un poema que se titula “Rondó 1902” y que tomando esta forma musical, reflexiona sobre esto. Calles de niebla y longitud de olvido Tibia tiniebla en donde todo ha sido verdor salobre y avidez impune Hora del cobre que al partir reúne calles de niebla y longitud de olvido tibia tiniebla en donde todo ha sido verdor salobre y avidez impune.
Y precisamente en ese mismo libro hay un apartado titulado “Los animales saben” donde el agua del acuario también medita sobre tema y se titula “Tratado de la desesperación: los peces”.
Siempre medita el agua del acuario
piensa en el pez salobre
y en su vuelo
reptante
breves alas de silencio
el entrañado en penetrables / líquidos
pasadizos de azogue
en donde hiende
su sentencia de tigre
su condena
a claridad perpetua
o ironía
de manantiales muertos tras dormidas
corrientes de otra luz
claridad inmóvil
aguas eternamente traicionadas
o cercenado río sin cólera
que al pensar sólo piensa en el que piensa
cómo hundirse en el aire
sus voraces
arenales de asfixia
ir hasta el fondo
del numeroso oleaje que rodea
de neutra soledad
por todas partes.
El maestro Jose Emilio es todo un genio para todo.