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Crónica de un putsch anunciado

Crónica de un putsch anunciado

Efraín Villanueva

La Bürgerbräukeller, una cervecería de Múnich, en el estado sureño de Baviera, fue inaugurada en 1885. Tenía, como es habitual en estos establecimientos alemanes, un sótano y un jardín abierto donde servía sus productos, además de un considerable salón de eventos. En la noche del 8 de noviembre de 1923, este salón estaba a tope. La élite, política, militar y social de la ciudad se reunió para celebrar el aniversario de la caída, en 1918, de la monarquía alemana y el inicio de la República de Weimar. Afuera permanecían centenas de personas que no pudieron ingresar.

Un Mercedes Benz se estacionó frente a la cervecería y de él se apeó, junto con otros acompañantes, Adolf Hitler, el líder no oficial, en ese entonces, del Partido Nazi. Hitler se acercó a los policías que custodiaban la entrada y les pidió dispersar la multitud. A los pocos minutos, una centena de miembros de la Sturmabteilung, el brazo paramilitar armado nazi, rodeó la cervecería y alistó varias posiciones con ametralladoras.

Adentro, Gustav Ritter von Kahr, el comisario general estatal, daba su discurso. Hitler se acercó, se subió a una silla y disparó al aire. Una vez en el estrado aseguró con firmeza: “El gobierno bávaro ha sido derrocado. El gobierno federal ha sido revocado. Un gobierno provisional ha sido formado”. Hitler daba inicio a su golpe de estado.

Una semana antes, la hiperinflación había llegado a su punto más crítico: los billetes de 5 y 50 billones de marcos alemanes eran la moneda estándar. El declive de la economía alemana empezó en 1918, luego de la derrota en la Primera Guerra Mundial.

Imposibilitado a pagar las indemnizaciones posguerra, Francia y Bélgica decidieron, a principios de 1923, invadir la zona del Ruhr, al noroccidente de Alemania, la región más industrializada del país. El líder del gobierno federal, el canciller Wilhem Cuno, llamó a una “resistencia pasiva” que llevó a huelgas que terminaron empeorando la crisis.

El descontento social fue aprovechado por políticos populistas como Hitler. Entre más gente se empobrecía, más sentido adquirían sus arengas en contra del capitalismo y de usureros judíos, su principal chivo expiatorio. En noviembre de 1923, el Partido Nazi alcanzó los 55.000 miembros y se constituyó en una de las fuerzas de derecha más dominante en Baviera. Aunque algunos segmentos del gobierno estatal veían la amenaza potencial a la estabilidad política y social de la nación que podrían traer los ideales nazis, el presidente del estado, Eugen von Kniling, desestimaba el poder de Hitler.

En enero de 1923, sin embargo, Kniling intentó restringir la conferencia anual nazi por rumores de un golpe de estado. Pero Hitler logró convencer de lo contrario a Otto von Lossow, comandante del ejército a cargo de Baviera. Lossow veía las tropas paramilitares nazis como una reserva para el futuro y admiraba el patriotismo que transmitían a la población.

En abril, Hitler fue acusado de “formar una turba armada” de 2.000 paramilitares para sabotear las marchas del Día del trabajo del Partido Social Demócrata y de los sindicatos –la policía logró detener cualquier acto violento. Pero cuando Hitler amenazó con revelar el pacto secreto entre sus tropas y el ejército estatal, la investigación fue archivada. “Una instancia más”, como lo estima Volker Ullrich, uno de los biógrafos de Hitler, “de cómo el complaciente gobierno bávaro [de centroderecha] fue completamente incapaz de frenar al demagogo”.

En agosto, cuando la inestabilidad económica y el malestar social eran insostenibles, el canciller Cuno renunció y Gustav Stresemann, del Partido Popular Alemán, asumió como nuevo canciller. Una de sus medidas fue el cese de la “resistencia pasiva” del Ruhr para reactivar la industria y la economía. Para la derecha, en todas sus formas, esta fue una traición al país a favor de intereses extranjeros.

En protesta, el gobierno estatal Baviera, que no se sentía representado por el gobierno federal de Berlín, declaró un estado de emergencia que instauró a Kahr como comisario general estatal con poderes casi dictatoriales. Kahr afianzó su posición con alianzas con Lossow y con Hans von Seisser, el jefe de la policía estatal. A pesar de los desacuerdos entre Kahr y Hitler, ambos tenían una meta común: imponer una dictadura nacional luego de la caída de la República Weimar. La diferencia de opiniones radicaba en el cómo.

Kahr creía que un gran cambio se estaba gestando en el gobierno federal y que su partido debía mantenerse fuerte, y paciente, para formar parte del nuevo régimen. Para Hitler la revolución debía empezar en Baviera, derrocar los poderes de Berlín e instaurar un gobierno con Múnich como capital. Lo motivaban las numerosas cartas de sus seguidores implorándole acciones reales y las multitudinarias protestas de la derecha en Nüremberg en contra de las medidas económicas del gobierno nacional. “No podemos seguir preparando a nuestra gente para la causa y echándonos para atrás”.

De regreso a la noche de la insurrección en la cervecería, Hitler llevó a Kahr, Lossow y Seisser a un cuarto adjunto en donde intentó conseguir su apoyo. Cuando la multitud empezó a protestar, Hitler regresó al estrado y, como lo describe el historiador Karl Alexander von Müller, presente en ese momento, logró calmar los ánimos “casi como un abracadabra, un truco de magia”. Con su retórica hipnotizante, Hitler puso de su lado a los asistentes y Kahr, Lossow y Seisser se unieron a la rebeldía.

Una vez sellado el trato en público, Hitler abandonó la cervecería y dejó a Kahr, Lossow y Seisser bajo la custodia de Erich Ludendorff, famoso general de la Primera Guerra Mundial, quien los dejó ir. Liberados de la presión nazi, el trío de dirigentes inició contramedidas. Transmitieron un comunicado radial rechazando el golpe de estado y se ordenó el arresto de sus líderes. Esto no impidió que tropas de Hitler destruyeran propiedades judías, arrestaran ilegalmente a políticos de izquierda y judíos y crearan caos general.

Al día siguiente, el 9 de noviembre, Hitler entendió que sin el apoyo del gobierno bávaro su golpe de estado había fracasado. Hermann Kriebel, uno de los conspiradores, propuso una marcha como último recurso y miles de seguidores se tomaron las calles, alentados por centenas de transeúntes –Hitler llegó a creer que no todo estaba perdido. Pero cuando se encontraron de frente a un contingente policial, un disparo anónimo desató una balacera en la que murieron cuatro policías y catorce rebeldes. Uno de estos últimos fue Baron Theodor von der Pfordten, un abogado que trabajaba en la Corte Suprema Bávara. En su bolsillo se le encontró el borrador de una constitución que entraría en rigor luego del golpe de estado y delineaba planes para campos de concentración.

Entre tanto, Hitler se dislocó el hombro y logró escapar de la ciudad, refugiándose en la casa de Edgar Hanfstaengl, uno de sus más fieles seguidores. Con su cuerpo adolorido, traicionado por Kahr, Lossow y Seisser, pero sobre todo derrotado y humillado, intentó suicidarse con su revolver. Helene, la esposa de Hanfstaengl, logró arrebatarle el arma.

Georg Neidhardt, el juez asignado al juicio de Hitler y sus conspiradores, era un admirador de los ideales nazi y le permitió a Hitler explayarse en discursos antigubernamentales. Ludendorff fue absuelto y Hitler declarado culpable de alta traición y sentenciado a un mínimo de cinco años en prisión –solo estuvo recluido nueves meses, en los que escribió Mein Kampf (Mi lucha), su manifiesto político e ideológico. El veredicto de la corte estableció que Hitler “actuó con espíritu patriótico, llevado por la voluntad más noble y desinteresada”. El periodista Hans von Hülsen catalogó el juicio como “la versión de Múnich de un carnaval político”.

Ni el fracaso del golpe de estado ni el éxito de las reformas económicas del nuevo gobierno federal (que trajeron consigo un periodo de estabilidad) lograron disminuir las simpatías ciudadanas hacia Hitler y al partido nazi. Hitler, como bien lo sabemos hoy, tampoco se dio por vencido. Como lo explica Ullrich, “la lección más importante que aprendió” fue que “necesitaba asegurar, al menos, la pretensión de legalidad en cooperación con el ejército”. Diez años después, en 1933, Hitler finalmente logró posicionarse como canciller alemán. No se olvidó de Neidhardt: lo nombró presidente de la Corte Suprema Bávara.

 

* Con información de Hitler – Ascent (1889 – 19339), Vintage Books, 2017) de Volker Ullrich

 

Efraín Villanueva. Escritor colombiano radicado en Alemania. Ha publicado los libros Tomacorrientes Inalámbricos (Premio de Novela Distrito de Barranquilla, 2017), Guía para buscar lo que no has perdido (XIV Premio Nacional de Libro de Cuentos UIS, 2018) y Adentro, todo. Afuera… nada (Mackandal, 2022). Es Magíster en Escritura Creativa en español de la Universidad de Iowa y tiene un título de posgrado en Creación Narrativa de la Universidad Central de Bogotá.

Sus trabajos han sido publicados en diversas antologías y medios como Granta en español (España); ArcadiaEl HeraldoPacifista!ViceRevista Corónica (Colombia); Revista de la Universidad de MéxicoRoads and KingdomsIowa City Little Village MagazineLiteral MagazineIowa Literaria (Estados Unidos); entre otros.

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Posted: November 9, 2023 at 9:38 pm

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