La isla sobrenatural del fin del mundo
Ricardo López Si
Hasta hace un lustro, según documentó John Carlin en sus crónicas, el índice anual de homicidios registrados en la isla era inferior a cinco y la población carcelaria total era de 118. Su cuerpo de policías no ascendía a 100 elementos. Y de momento sigue siendo el único miembro de la OTAN sin fuerzas armadas, luego de que fueran abolidas en el siglo XIII.
«El único criminal que existe en Islandia es el clima», me dice Fernando, oriundo de Oporto, con una media sonrisa mientras esquiva a un par de forasteros que caminan bajo la lluvia pertinaz por la vereda de la playa de Sólheimasandur, que más que a playa se asemeja a una superficie lunar. «Este camión militar que compré en Berlín —añade— me permite vivir de transportar pasajeros que van rumbo al avión». El avión al que se refiere es un Douglas DC-3 del ejército estadounidense. Quedó abandonado y semienterrado en las playas de arena negra tan características de la costa sur islandesa desde el otoño de 1973, tras un aterrizaje forzoso, y hoy constituye uno de las postales turísticas más emblemáticas de la isla. El solo hecho de opositar a ser la mejor postal de una isla brumosa y de aspecto nebuloso que presume de géiseres, glaciares, campos de lava, cráteres, cuevas, acantilados, columnas basálticas, picos nevados, piscinas geotermales, cascadas, trozos de hielo gigantes, auroras boreales y amaneceres infinitos, y que encima posee el posee el típico carácter sobrenatural del fin del mundo, tiene un mérito indiscutible.
Islandia fue condenada al aislamiento por una geografía que provocó que se mantuviera inhabitada hasta el el año 874. Antes fue explorada. De hecho, los primeros en desembarcar en «la isla con témpanos de hielo» del Atlántico Norte fueron los griegos, comandados por Piteas, seguidos de monjes irlandeses. Pero los que la colonizaron y se asentaron definitivamente fueron los vikingos provenientes de Noruega, a la que pertenecieron de 1262 a 1397, con las intermitencias y turbulencias propiciadas por la formación de la Unión de Kalmar, un estado dinástico que consolidó las monarquía danesa, noruega y sueca bajo el manto protector de Margarita I. Con la unión disuelta por las revueltas perennes de los suecos, pasó a formar parte de Dinamarca hasta 1944 —tiempos de la ocupación nazi—, cuando se convirtió, oficialmente, en una república independiente.
Hasta hace un lustro, según documentó John Carlin en sus crónicas, el índice anual de homicidios registrados en la isla era inferior a cinco y la población carcelaria total era de 118. Su cuerpo de policías no ascendía a 100 elementos. Y de momento sigue siendo el único miembro de la OTAN sin fuerzas armadas, luego de que fueran abolidas en el siglo XIII. Tienen, eso sí, una base militar estadounidense en Keflavik, al suroeste del país, que ha funcionado con algún periodo de excepción desde los tiempos de la Guerra Fría. No le guardan rencor alguno a los daneses ni a los noruegos por haberlos mantenido subyugados durante tantos siglos. En las escuelas se estudia danés a la par del islandés —un idioma inalterable desde la época vikinga— y Copenhague sigue siendo el destino natural de la fuga de cerebros islandeses. Cuando le pregunto a Ole, uno de los guardianes del Vatnajökull —el glaciar más grande de Europa y que ocupa cerca del 10 por ciento del territorio islandés—, sobre el origen noruego de su nombre, tiene a bien a devolverme un tímido gesto de aprobación.
Quizá eso sea, además del sugerente catálogo de paisajes naturales, lo que imanta a los viajeros de otras latitudes que llegan por largas temporadas, o de por vida. En el sofisticado edificio del Museo Perlan, el gran reclamo cultural que remata la colina de Öskjuhlíðme, me sorprende escuchar un acento latinoamericano. «Pregúntale a la colombiana», vocifera uno de los dependientes al ser abordado por un turista mexicano, aunque en realidad se refiere a María, una afable salvadoreña de cabello negro y ojos redondos que lleva más de una década instalada en la isla. «Me fui de mi país por las mismas razones que todos se han ido», dice. «Ni siquiera el clima me ha obligado a volver». A diferencia de la violencia, con el frío se puede ser permisivo.
En Reikiakiv, la capital más septentrional del mundo y donde se concentran dos tercios de los poco más de 300 mil islandeses que habitan el país, no se habla demasiado de la nostalgia del presente que patentó Jorge Luis Borges, ni de su predilección por las kenningar —una figura retórica parecida a la metáfora, utilizada como distintivo estilístico en la poesía escáldica— o de su fervor por democratizar la Völsunga Saga —textos en prosa de origen oral sobre las aventuras épicas del héroe germánico Sigurd, que para muchos académicos simbolizaron el origen de la novela— como uno pensaría. Ellos tienen a su propio tótem contemporáneo: Halldor Laxness, una suerte de Juan Rulfo islandés, ganador del premio Nobel de 1955 por el famoso libro Independent people, una novela realista sobre un campesino que defiende la independencia como el atributo que le permite a cualquier hombre trabajar su propia tierra, en la que reverberan cantos épicos, trágicos y poéticos que reivindican a la Islandia medieval y exudan una inquebrantable relación de respeto con la naturaleza.
Hay dos cuestiones especialmente conmovedoras respecto al vínculo que tienen los islandeses con los libros. La primera es el hecho de que su historia, condición e identidad solo se puede explicar a partir de las letras, fundamentalmente con dos manuscritos: Landnámabók, o El libro de los asentamientos, un libro compilado por un cronista medieval y que no solo representa un documento histórico de valor incalculable sobre los primeros colonos noruegos, sino también sobre la genealogía del pueblo islandés. Y el Íslendingabók, o El libro de los islandeses, una obra indispensable para entender las causas y las repercusiones del turbulento proceso de cristianización de la isla, escrita por un sacerdote de principios del siglo XII. El otro es la Jólabókaflóð (Inundación de libros del Yule), la tradición islandesa de regalar y leer libros en Navidad, una circunstancia derivada de la crisis económica que sucedió a la Segunda Guerra Mundial, cuando lo único asequible para comerciar e intercambiar era el papel. Abonando a esto mismo, resulta obligado atravesar la calle principal de Laugavegur, caminar rumbo a Hallgrímskirkja —la iglesia de rito luterano de la ciudad que tomó su inspiración arquitectónica de las columnas de basalto que proliferan en Vik, un pueblecillo meridional de pescadores— y detenerse en Hús Máls og Menningar, una encantadora cafebrería con música en vivo, cócteles y paredes tapizadas de libros. O callejear y perderse en Bòkin Books, una librería de viejo en Klapparstígur, coronada por una generosa colección de literatura nórdica y retratos de Marilyn Monroe y Karl Marx.
Siendo una capital tan pequeña, supersticiosa y con esa peculiar aura tribal heredada por los vikingos, tiene sentido emprender una larga caminata por el Saebraut —el paseo marítimo— y fantasear con la posibilidad de encontrarse cara a cara con la Bjork que se inventó el cineasta Spike Jonze en el video musical de «It’s Oh So Quiet» —una versión alternativa de «Blow a fuse», de Betty Hutton. O advertir en el horizonte la cabellera rubia platinada de Eiður Guðjohnsen, el legendario futbolista. O, en el peor de los casos, tropezarse con Sigurjón Sighvatsson, el conocido productor asentado en Hollywood que trabajó con David Fincher. Pero nada de eso es posible. Reikiavik tiene un solo secreto: hay más despedidas que encuentros.
*Imagen de Mirek Sediaseck (All Creative Commons)
Ricardo López Si es coautor de la revista literaria La Marrakech de Juan Goytisolo y el libro de relatos Viaje a la Madre Tierra. Columnista en el diario ContraRéplica y editor de la revista Purgante. Estudió una maestría en Periodismo de Viajes en la Universidad Autónoma de Barcelona y formó parte de la expedición Tahina-Can Irán 2019. Su twitter es @Ricardo_LoSi
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Posted: December 20, 2022 at 10:43 pm