La virgen cabeza (fragmento)
Gabriela Cabezón Cámara
En 2009, Eterna Cadencia publicó la primera novela de Gabriela Cabezón Cámara, que habría de convertirse en la punta de lanza de una nueva vanguardia argentina donde suenan Mariana Enríquez, Selva Almada, Samanta Schweblin, y autores publicados en Nitro/Press como Kike Ferrari. Así como la Virgen de Guadalupe se le aparece a Juan Diego en México, una virgen morena, la Virgen Cabeza [Cabeza Negra], se le manifiesta a Cleopatra, una transexual en una favela argentina, la villa de El Poso. La novela narra las delirantes e hilarantes consecuencias de esta aparición y el amor que surge entre Cleopatra y Qüity, una periodista que llegó a El Poso por un motivo ajeno, y se quedó sin planearlo. Contada a dos voces, este capítulo da cuenta de ambos personajes y ambas voces.
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Qüity: “Todos rezaban”
Todos rezaban. Se sabían la oración y la decían en voz alta, mirando para abajo. Me quedé afuera. Yo también conocía esa plegaria pero nunca pude, ni siquiera entonces. Recuerdo la impotencia de sumarme al coro que tomaba el aire de la villa y lo llenaba de “Dios te salve” que se metían en las casillas por los agujeros de las chapas, de “bendita tú eres” acariciando las latas con malvones y los “ruega por nosotros” entre todo lo que nace y se descompone con la impudicia de la vida en El Poso, “ahora y en la hora de nuestra muerte, amén”. Cleo sigue jurando que la Virgen cumplió su parte y que rogó y sigue rogando por aquellos de nosotros que murieron. No me engañan Cleo ni su Virgen: Dios es un invento antiguo, hecho a imagen y semejanza de un tirano y como un tirano le da rienda suelta a su furia cuando la siente. Y no hay súplica que valga.
“Hola, tía”, a pesar de la ropa de lycra aleopardada que la debía estar asfixiando y del vino y las pastillas que le dificultaban la modulación, Jéssica no perdía la compostura. “Ahora que estamos todos, empecemos”, dijo Cleopatra y ahí nomás empezaron y pensé que no iban a terminar nunca. Hasta Daniel rezó. Hasta Kevin. Balbuceaba fragmentos de la oración de vez en cuando y me miraba buscando aplauso. No pasaba nada más que eso: rezaban y yo los escuchaba. Me asombraba que no supieran que los “Dios te salve, María” no los oía nadie más que yo. Después entendí: no los escucharía ningún dios, pero se escuchaban ellos juntos y esa unión era fuerza, y eso de que “los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera” en la Argentina lo saben hasta los analfabetos.
Al rato dejé de pensar y me dejé arrullar por las avemarías y me acordé de mí en mi época de Dios. Una nena de túnica blanca y pelo largo, ondeado en la frente, la fiesta de comunión, hacía calor. Había esperado algo que no pasó, no sé bien qué, alguna clase de éxtasis. La hostia me decepcionó como algunos años más tarde me decepcionarían las drogas, aunque insistí más con la merca que con Dios. Cuestión de lecturas: durante bastante tiempo me resultaron más accesibles los beatniks que San Agustín. Era un día muy caluroso, presumo que un 8 de diciembre, como se acostumbra. Mi mamá hizo una fiesta. Vinieron mi tía, mis primos, los vecinos, no sé quiénes más; podría preguntarle a mi mamá si me importara pero lo que me importa es que nunca entendí nada del catecismo, si era Dios, ¿cómo se dejaba hacer eso? Soy un animal más primario que Dios yo, no puedo entender que se deje torturar alguien que puede evitarlo.
“Es malo eso”, le tuve que decir a Kevin, que parecía dispuesto a enterrarse en el barro y a sacarme de mis cavilaciones. “No podés meter las manos ahí, es un asco”. Pensé que iba a llorar, le armé una pelota de papel y se puso a patearla. Nunca falla. Tan opaca como el catecismo me resultaba la santidad: alguna fantasía de ser misionera en el África tuve, pero más por Tarzán y por el prestigio de viajar por el mundo que por complacer a ningún dios inútil. La muerte me quedaba muy lejos y Dios me servía sólo para desear con interlocutor. Creo que no volví a desear tanto como para armarme otro a quien pedirle. No sé por qué se recuerdan ciertas cosas y no otras, ni cómo se encadenan las asociaciones, pero tengo la certeza de haber sentido, en el justo momento en que estaba pensando en desear y en Dios, un perfume, el de Jonás, mi dealer y mi amante. Y me acuerdo de la calentura, “Te tengo en la mira”, me dijo, “Disparame entonces”, le contesté: los diálogos no eran nuestro fuerte. Me abrazó por la espalda y el cuerpo le latía a él también, “No podés bajar la guardia así”. A veces puedo, hay una felicidad en el cuerpo, a veces. ¿Qué hacía ahí?
–¿Qué hacés vos acá? –preguntó primero.
–Vine a conocer a Cleopatra.
Me alegraba verlo, no podía sacarle las manos de encima cada vez que lo encontraba. Kevin nos rescató cuando estábamos por tirarnos en ese barro de mierda para coger sin preocuparnos por la pequeña multitud que seguía rezando avemarías. “Agua”, dijo. “¿Querés Coca, Kevin?”, el nene sonrió, “Coca”, y Jonás le dio la botellita. “Es mi tía, Cleopatra”.
–Qué familia religiosa, tu mamá también era medio mística, ¿no?
–Sí, pero Cleopatra es hermana de mi papá.
–Debe estar orgulloso.
–Ahora. Antes decía boludeces tipo “en esta familia seremos faloperos pero putos no”. La noche del milagro estaba en la comisaría uno que trabaja con él, que después le contó todo y el viejo se quedó pensando. “Cleopatra la loca de El Poso”, declaró después de un rato, “tiene que ser el puto del orto de mi hermano Carlos Guillermo”. Lo impresionó mucho, vino a pedirle perdón y a proponerle vengarse de los que la habían violado. Cleopatra le explicó que no, que hay que perdonar, que ojo no le habían sacado ninguno y los dientes los había perdido hacía mucho. Por suerte no aceptó la revancha, el viejo boqueó, ni en pedo iba a poder reventar a una comisaría entera con detenidos y todo.
Recuerdo, con la leve incredulidad que causa recordar amores, que la verga de Jonás se me hacía norte. Mi cuerpo tendía hacia ella con una certeza de brújula, de agua que cae. Otra vez Kevin, llorando porque se le cayó la Coca-cola. Fuimos a comprar una. “Kevin también es sobrino de Cleopatra, hijo de Jéssica”. “Sobrino-nieto, entonces”. No seríamos publicitarios, pero parecíamos una familia feliz los tres rumbo al quiosco.
Un aullido de Cleopatra interrumpió el llanto de Kevin, nuestro camino y el coro religioso. Volvimos al corazón del potrero, al silencio con epicentro en la figura de Cleo arrodillada en el barro con los brazos desplegados en pleno diálogo con el más allá. Nosotros, por supuesto, sólo escuchábamos su parte.
–¿Qué? ¿Qué dices, Madre Santa?
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–No, no os entiendo bien. Que sembremos, ¿pero dónde vamos a sembrar? Acá mucha tierra no tenemos, salvo que nos mudemos, claro. Explícame, madre de Dios.
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–¡Pero agua tampoco tenemos, por la Virgen Santa!
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–Perdón, perdón, bondadosa y clemente vencedora de la serpiente, voy a callarme la boca, os lo juro.
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–Ay, no, no juraré más en vano, por favor habladme, madre mía.
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–Sí, creo que entiendo, oh divina genia. Pescados, claro.
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–Claro, pescados no. Peces, en El Poso. Seremos pescadores, ¿más o menos como los apóstoles, madre mía?
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–Seré vuestra Pedra, llevaré sobre mi espalda el peso de tu iglesia. Dios te salve, María, llena eres de gracia, el señor es contigo…
… y bendita tú eres entre todas las mujeres y benditos todos volvieron a rezar dominando la curiosidad por miedo nomás de que se enoje la Virgen o se enoje Cleo y se frustrara la enorme carga de esperanzas que portaban las voces de todos esa mañana. Hubo algo sagrado en el momento.
–Yo os lo agradezco, madre, ¿pero eso cómo se hace?
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–Ah… sí, tenéis razón, si seré boluda, perdón, gilipollas, tenemos que llamar a un ingeniero. Gracias, Virgencita, qué buena que sos, ¡encima pensáis en todo!
La pregunta nos hermanó en silencio, pude participar de eso, fui parte de la comunidad interrogante hasta que un nuevo aullido rompió otra vez el silencio. No hay dudas: la fe, cuando es grande, se expresa a los gritos.
–¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡No lo puedo creer! ¡Dios existe! ¡Mírenme las piernas!
La silla parecía eléctrica: Susana Giménez pataleaba, se reía a carcajadas y gritaba: “¡Voy a caminar, voy a volver por la escalera de mármol, gracias, Virgencita, gracias, Cleo, diviiiiiina!”.
*La Virgen Cabeza, Gabriela Cabezón Cámara. Nitro/Press – Secretaría de Cultura. México, 2018.
Gabriela Cabezón Cámara nació en Buenos Aires en 1968. Además de La Virgen Cabeza, que ha sido traducida al inglés y al italiano, ha publicado, entre otros, la nouvelle Le viste la cara a Dios, la novela gráfica Beya —con ilustraciones de Iñaki Echeverría— y las novelas Romance de la Negra Rubia y Las aventuras de la China Iron.
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Posted: October 29, 2018 at 10:35 pm