Libros hermanos
Andrea Chapela
En las vacaciones de Navidad leí dos libros, uno detrás del otro. El primero fue Tarantela de Abril Castillo Cabrera y el segundo Entre los rotos de Alaíde Ventura Medina. Ambos narran una historia de familia, de silencios, de hermanos y de muerte. Se acercan a estos temas de manera muy distinta, pero encontré tal parentesco que pensé: si no son libros hermanos por lo menos son primos.
No es azar que los leyera uno detrás del otro. Desde el principio los pensé como libros conectados. Quizá esta conexión nació en la presentación de Tarantela en la FILO donde Ventura presentó el libro de Castillo y se intensificó aún más en la FIL cuando volvieron a encontrarse en el escenario para presentar Entre los rotos. Al oírlas hablar de sus respectivas novelas me daba la sensación de estar espiando una conversación comenzada meses antes.
Tarantela, publicada por Ediciones Antílope en 2019, presenta la investigación de la protagonista a partir de las tarjetas del Memindex de su abuelo. Reproduce aquellas que escribió durante noviembre de 1986 y abril de 1987 cuando Jano, su hijo (y tío de la protagonista) se envenenó con talio. Las tarjetas son a la vez el detonador de la búsqueda y el lugar donde la protagonista espera encontrar respuestas. La novela de Castillo oscila entre la prosa, el ensayo y la poesía, narrando la obsesión de su protagonista por encontrar respuestas sobre la muerte de su tío, que rompió a todos los miembros de su familia. Una ruptura que también afecta a la narradora y a su hermano Lucas en el presente.
Por otra parte, Entre los rotos, ganador del premio Mauricio Achar de Literatura Random House 2019, arranca con la protagonista revisando una caja llena de fotografías que su hermano había guardado. De allí se narra una historia en fragmentos que sigue a una narradora que va contando su vida y la de su hermano Julián desde la infancia. Una infancia ensombrecida por un padre violento e imprevisible que marcará el futuro de los hermanos. Las fotografías sirven como un ancla, nunca las vemos, pero la protagonista describe cada imagen con cuidado antes de contarnos qué se esconde realmente detrás de ellas, cómo la violencia de su padre o el silencio de su hermano ha empañado cada uno de los recuerdos.
Las dos novelas narran el encuentro de la protagonista con una caja de documentos físicos, que despierta más preguntas que respuestas. Busca allí un secreto que explique la ruptura de su familia, algo para disipar el silencio. Porque el silencio es un punto de contacto y, aunque se enfrenten a él de maneras muy diferentes, al final el silencio es el mismo. Ventura dice: “El silencio es un vacío, pero pesa. Es la neblina que cubre el mundo. Empaña la vista. Ahoga. Es un cansancio compartido y transmisible. La falsa calma que precede a la masacre” y Castillo le responde o más bien agrega: “Eso es el silencio: / Una línea que se aleja de nosotros. / Un espasmo que descansa y luego vuelve. Siempre vuelve. / Una idea. / Un dolor. / Un duelo que no acaba nunca. / Un veneno que no se cura. / Un río que no se seca aunque sólo tenga tierra. Su agua se ha vuelto lluvia que se ha ido y un día volverá.” El silencio del pasado y de los miembros de la familia aplasta a ambas protagonistas y queda la sensación de que escribir es la manera de romper estos silencios.
Otro rasgo de parentesco es que ambos libros tienen una estructura fragmentaria. Tanto así que en algunas partes podrían parecer poemas: el de Ventura utilizando listas, el de Castillo pausando las frases. Leyéndolos me da la impresión de que el fragmento es la estructura ideal para los recuerdos. ¿Cuántos de nosotros tenemos memorias continuas? La naturaleza de los recuerdos es que son cambiantes, que se reestructuran, que cambian, se fragmentan y se contextualizan a lo largo de la vida. Incluso podemos tener recuerdos falsos. De alguna manera al optar por estructuras rotas, las autoras espejean los temas de sus libros, mostrando que los silencios familiares crían gente rota que sólo puede contarse desde el fragmento. Y sólo desde allí pueden volver a armarse.
Sin embargo, el tratamiento de los hermanos en estos libros es distinto. Mientras que la protagonista de Castillo tiene un cómplice en su hermano Lucas, tanto que dice que quiere “aspirar a un amor que tenga la confianza y libertad de la hermandad”, la protagonista de Ventura se siente oprimida por el mutismo de Julián, que se niega a dejarse conocer. Entre los rotos narra los intentos fallidos y rabiosos de la protagonista por acercarse a su hermano, mientras que de alguna manera los hermanos de Castillo son un frente ante el mundo de la manera en que la narradora de Ventura añora desde el primer párrafo del libro: “Es importante tener un cómplice. No es indispensable, pero parece buena idea contar con alguien que también provenga de aquel lugar. Ojos que conocieron la misma guerra, que perdieron la misma patria”. Tal vez es esta diferencia entre los dos pares de hermanos lo que sella destinos tan distintos para Lucas y Julián.
Mientas leía los dos libros pensé mucho en la autoficción, un género al que las dos autoras se acercan, pero de manera muy diferente. La protagonista de Ventura permanece anónima, que podría ser la autora o la misma lectora o un personaje más, mientras que la de Castillo comparte el nombre Abril con su autora. Cuando pienso por qué el libro de Ventura se lee también en clave de autoficción sospecho que es porque conozco a la autora y algunos detalles de su vida se ven reflejados en la historia. Más que eso, creo que este efecto nace en el uso de documentos, en la referencia a un mundo real, externo al libro y conectado con la vida de la protagonista que nos hace unirlos a la autora. O tal vez es sólo en tono confesional de ambos libros. En las dos presentaciones a las que asistí se habló de este aspecto y ante la pregunta de la autoficción, ambas autoras usaron la misma metáfora, una que probablemente encontraron juntas mientras compartían la escritura de los libros. Dijeron que escribir autoficción era como una licuadora donde se meten algunos recuerdos propios y algunos recuerdos prestados. Luego se enciende y dejas que se revuelva todo para crear algo nuevo, una historia que es verdadera porque, más que los hechos, el sentimiento es verdadero. Al final en el acto de recordar, de narrarnos nuestra propia vida, todo es ficción y todo es verdad. Y así pasa también en la literatura.
Andrea Chapela (Ciudad México, 1990) es autora de la tetralogía de fantasía juvenil Vâudïz (Ed. Urano, 2008-2015), el libro de ensayos Grados de miopía (Tierra Adentro, 2019) y de los libros de cuentos Un año de servicio a la habitación (UdG, 2019) y Ansibles, perfiladores y otras máquinas de ingenio (Almadía, septiembre 2020). Ha recibido el premio Nacional de Literatura Gilberto Owen de cuento 2018, el premio Nacional de Literatura Juan José Arreola 2019 y el premio Nacional de Ensayo Joven José Luis Martínez 2019. Ha sido becaria del FONCA en dos ocasiones (2016-2017 y 2019-2020) y del Ayuntamiento de Madrid en la histórica Residencia de Estudiantes (2017-2019). Sus cuentos y ensayos han aparecido en antologías y revistas como Tierra Adentro, Samovar, Este País y Literal Magazine.
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Posted: February 26, 2020 at 10:17 pm