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Los dos Villoros

Los dos Villoros

Gaëlle Le Calvez

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• Juan Villoro: La figura del mundo (Ciudad de México, Random House, 2023, 239 pp.)

 

Hoy mi padre habría cumplido cien años. Mientras escribo esta línea una campana suena en la iglesia de mi barrio. En unos minutos, ahí se pronunciará la oración más reiterada de Occidente. –Juan Villoro

 

La figura del mundo de Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) es un texto que por un lado explora y deconstruye la figura paterna, y por otro, repara —a través del desacuerdo y de la escritura— una relación afectiva ríspida y compleja. El título encapsula dos de los conceptos sobre los cuales el escritor reflexiona a lo largo de este libro: el padre y el mundo. El “padre” es representado como una figura que responde acertadamente a las tres siguientes definiciones: “la forma exterior de alguien” (RAE, Def. 1), “una persona que destaca” (Def. 9), y “un personaje de ficción” (Def.11). Tres acepciones que apelan a una representación teatral del sujeto. Desde la perspectiva íntima y confesional del narrador, el padre es una figura contradictoria, a veces afectiva, otras distante pero imponente. La figura del mundo dicta “el orden secreto de las cosas”, como patriarca ordena y manda, sin necesariamente ocupar del todo el espacio de poder. Condicionado por sus propios traumas y carencias podríamos pensar que manda desde la ausencia, pero no es así, ordena, pero no manda, se desentiende. Antes de relacionarse afectivamente con su círculo más inmediato, su familia, se compromete y se aboca a causas políticas.

La historia de Luis Villoro está marcada por convicciones y su escritura está atravesada por guerras y movimientos sociales (la guerra civil española, el 68, el zapatismo). “Mi padre repudió el mundo conservador, de valores huecos y trato gélido en el que pasó su infancia” (50), el padre se construye en oposición y lo mismo sucederá con su hijo. La historia del hijo se revela al mismo tiempo que observa y cuenta la del padre. La narración puede leerse como una serie de revelaciones donde el hijo se hace sujeto frente al padre y frente al mundo.

El libro abre con un poema de Jaime Sabines que, a manera de epígrafe, adelanta o explica una historia de amor corroída por la soledad y el tiempo: Yo no lo sé de cierto, pero supongo/ que una mujer y un hombre/un día se quieren,/se van quedando solos poco a poco,/algo en su corazón les dice que están solos,/solos sobre la tierra se penetran/ se van matando el uno al otro. El poema sintetiza el tránsito del amor al silencio y traduce la perspectiva del narrador, testigo del desencuentro amoroso: “No tengo un solo recuerdo que revele que mis padres se amaron, tampoco uno que se refiera a un pleito. (77). Juan Villoro se aleja de la escritura filosófica y opta, como el poeta chiapaneco, por un lenguaje coloquial y directo. En la emoción desbocada, en el afecto, encuentra una forma distinguirse del padre:

Lloré con la separación de mis padres, lloré cuando perdió el Necaxa y lloré cuando le ganó al América en la final de Copa, lloré al ver mis calificaciones y lloré a escondidas al ver a mi madre llorar a todas horas, lloré cuando leí una historieta donde lloraba un superhéroe y lloré en la siguiente historieta por ser tan imbécil como para creer que un superhéroe podía morir, lloré cuando mi padre desapareció rumbo a una manifestación y lloré cuando lo vi regresar. Lloré demasiado en un país donde el valor cultural del llanto era bajísimo. Lloré en México, donde sólo lloraban los débiles. (74)

El llanto es quizás la expresión que más se aleja del lenguaje del padre y expresa todas esas pequeñeces que el filósofo desatiende: la pasión por el futbol, la cultura popular, las anécdotas, las pequeñas pérdidas cotidianas. La fascinación del filósofo por los grandes temas (la justicia, la igualdad, la integridad intelectual) contrasta con los sentimientos a flor de piel del escritor que no se contienen ni en el cuerpo ni en el texto. Por otro lado, la imagen de la separación y el destierro permanecen en el narrador quien intenta con la escritura darle un sentido al pasado, reconstruirlo espacialmente, como una escena de teatro. El recurso del montaje teatral le permite al escritor abismar los recuerdos en escenas:

Elijo un efecto de distanciamiento para la historia familiar; no recupero de manera integral ese momento, como quien se somete a un déjà vu, sino una escena interpretada desde el presente en el que escribo, una foto de grupo presidida, nada más y nada menos, que por el propio Bertold Bretch.” (45).

Los escenarios del padre van de las universidades a Chiapas: en una vida que alterna entre la reflexión y el compromiso político. El filósofo es descrito por sus seres más cercanos “como un muro”, “una caja fuerte”, “el desconocido de la familia, la persona que debía ser investigada”. Para el hijo, la escritura se convierte en una habitación vacía donde desentraña al padre. El espacio privado de la casa es reemplazado por los espacios públicos: la UNAM, los restaurantes, los estadios, la ciudad de México. En estos espacios se abre el diálogo, padre e hijo crecen y maduran intelectualmente, el poder del padre alterna con el poder que adquiere el hijo que asimila y digiere el conocimiento del padre.

“¿Es posible recuperar a alguien que dijo tan poco de sí mismo?” se pregunta el autor. El retrato paterno se va haciendo de afuera hacia adentro, da cuenta de la evolución intelectual del filósofo, de su activismo político, pero también revela a un hombre de muchas formas descolocado. “En la foto, mi padre aparece, como siempre, al margen del grupo. Mira hacia fuera de la cámara, quiere irse. Luce demasiado flaco, nervioso; lleva en el rostro anteojos pesados, de economista soviético.” (45). El hijo va descubriendo el verdadero rostro del filósofo en lo que no está registrado, en lo no-dicho. Es capaz de ver en los gestos más insignificantes al personaje emocionalmente limitado, al joven herido y apasionado. Puede ver el jardín detrás del muro. Desde niño descubre que el oficio de su padre es diferente al de sus compañeros, su padre está dedicado a “estudiar el sentido de la vida”:

“Había estudiado en internados jesuitas y su hermano era miembro de la Compañía de Jesús. Después de profesar una honda devoción cristiana, Luis Villoro buscó otro sentido para la existencia. Podía pasar días en soledad, sin más contacto que sus libros (19).

Describe a su padre como un ser excéntrico que se pasea con su traje gris hasta en la playa, que no sabe distinguir entre el cambio de estaciones, alguien que soporta resfriados sin la menor queja, un hombre que ocupa su tiempo en el ámbito de las grandes ideas y desatiende las necesidades cotidianas que interrumpen la actividad de su mente. Un estoico quien se sustrae de todo: de su familia, de su cuerpo, de sí mismo.

La escritura de este libro, de acuerdo con el narrador, “no es un ajuste de cuentas ni una hagiografía tampoco un estudio biográfico”, puede leerse como una genealogía familiar y un linaje intelectual y también como un espacio donde confluyen una comunidad afectiva y una comunidad política. El escritor busca salirse de la dinámica del juicio y del castigo y pensar desde ese otro que obsesionó al filósofo.

En 1994 Juan Villoro asiste a la “Convención de Aguascalientes”, primer encuentro del EZLN con la sociedad civil, y escribe: “Los convidados de agosto”. El filósofo se interesaría en esta crónica y, cada vez más, en “la historia que se producía en tiempo real” (125). El zapatismo anclaría su pensamiento en un aquí y ahora. En el zapatismo, el filósofo encuentra su manera de habitar el mundo. En el zapatismo, padre e hijo coinciden y se reencuentran.

El retrato del padre está construido desde un esfuerzo contante, por mantener una distancia crítica, sin reclamo. Observa al padre con ternura, despojándolo de su papel de soberano, vaciado de poder, como un personaje con sus contradicciones, en su dimensión humana finita y fallida. A lo largo del proceso de representación va sucediendo, tanto en el narrador como en el lector, una completa transformación de las emociones, sólo posible desde el perdón.

Juan Villoro retoma la noción de “mandar obedeciendo” zapatista y la traslada al terreno afectivo. Escribe contra la nociva monumentalización del líder intelectual y del militante. Se reconcilia con la noción de paternidad, por medio del ejercicio de la introspección y de la autocrítica, en la conciencia y en la responsabilidad que demanda —no el mundo— sino el ser patriarca.

 

Gaëlle Le Calvez es profesora e investigadora en la Universidad de Texas en Austin. Ha publicado Les émigrants/Los emigrantes (UAM-Écrits des Forges 2015), Otra es la casa (UAEM, 2000), Beirut o de las ruinas (Margen de poesía, 1998), y colabora desde el 2007 en Letras Libres.

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Posted: July 24, 2024 at 3:13 am

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