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MI VIDA NO VALE NADA

MI VIDA NO VALE NADA

Mónica Maristain

“La vida no vale nada”: Escucho la canción de Pablo Milanés y resuena en mi mente con el ritmo de una gota que horada la piedra. Estoy un poco distraída pensando en cuánto vale una vida para uno. Quiero decir: la vida es todo. La muerte es nada. No hay en ese sentido un término medio, no hay algo con lo que uno pueda negociar.

Hace 20 años que llegué a México. O 21. Fue un 11 de noviembre de 1999, faltaba poco para el 2000, la gente iba y venía por las calles; llegué a la noche, cuando el Zócalo estaba vacío y no había distancia entre ese mundo que se abría ante mí como un extraño y esta mujer que en los 30 y pico andaba buscando un lugar donde vivir.

Conocí a muchos grupos de rock, me hice del Cruz Azul, lo he intentado, pero no puedo con los picantes, he tenido éxitos, fracasos, algunos amores y ciertos malentendidos, extraño poco, vale decir, extraño lo que está muerto: A mi madre, a mi abuela, a esa juventud que me parecía eterna…

Hoy siento que mi vida no vale nada. Poco antes de la pandemia del coronavirus renuncié a mi trabajo: un jefe que me hacía la vida imposible ganó la partida, aunque en cierto modo a veces creo que he ganado en libertad, en la falta de sentir esos gritos y esos insultos que se daban un día sí y el otro también.

Lo cierto es que cada uno por su camino, como debería haberlo hecho desde hace muchísimo tiempo. ¿El tiempo? Ahora me parece como un collar de cuentas que se va pulverizando en mis dedos. Las cuentas se restan y no aparecen más.

Pensaba hacer mi propio medio (lo hice, se llama MaremotoM), pensaba ir a todas las ferias que me invitaran, pensaba que la vida tenía una nueva puerta para mis ansiedades y –probablemente– para mi cierto talento, pensaba que la ventana me mostraba el limonero real que existe en mi patio y algunos colibríes que van y vienen dependiendo del clima.

Todo lo que pensaba está hecho. Lo no pensado es lo inesperado. Antes de que la pandemia viniera a mí con esa fuerza dinámica de alguien que lo está decidiendo casi todo, escuchaba que hay un virus que salió de China, que en tal país ordenaron confinamiento, que viene por los viajeros…

Recuerdo que alguien de Argentina me dijo que su esposa y su hijo tenían pasajes para Playa del Carmen y yo, por supuesto totalmente ajena a todo lo que vino después, le contesté: –Acá en México no pasa nada, que venga tranquila.

¿No pasa nada? En estos momentos, hay 129.000 personas muertas por el Covid 19; mi colonia está en rojo, luego de las fiestas decembrinas los muertos aumentarán, los contagios se dan en la compra del mercado, en los servicios públicos, allí donde la gente se “amuche” aparecerá este virus mortal. Las cifras dicen que hay un millón y medio de casos positivos en nuestro país.

La gente habla del “poder ciudadano”, otros no creen en las vacunas que tímidamente han empezado a llegar a esta zona, hay mucha pobreza y poco sabemos de los muertos: ¿Cómo ha sido? ¿Qué dejan atrás?

Como siempre, yo sigo negociando entre la vida y la muerte, donde no tengo una sola carta: guardo mi respirar a cada instante, pero si me distraigo, si compro algo que no esté “sanitizado”, si alguna lava del Diablo acontece en la puerta de mi casa, ya está: expiré.

Decía Susan Sontag que la muerte era la extinción. Y razón que tenía. ¿Qué me importa si después de muerta me queman o me entierran? ¿Dicen de mí algunas cosas buenas aquellos que dijeron de mí sólo cosas malas mientras vivía?

Pero estoy triste y enojada. No se puede hablar de la muerte cuando se supone que hay cadenas por donde frenarla, por donde esconderse, al cabo todavía soy joven y tengo mucho que escribir. A veces quisiera decir que tengo mucho por viajar, pero eso ahora es pecado.

La poeta Guadalupe Grande acaba de morir a los 55 años. El periódico El País dice, a propósito de su deceso, a tan temprana edad: “la derrota innecesaria”. Es cierto, quizás tengo algún poder de negociación para ralentizar mi fallecimiento.

Aunque aquí, en México, es como tratar de echar agua en una planta que está podrida. Aunque debo decir que en la temporada de lluvias en este país, las plantas “ya terminadas” renacen con una nueva primavera. Como si todo volviera a empezar.

No tengo seguro médico. Tengo que ir a renovar ese seguro, pagándolo yo misma o asociarme al INSABI, que hace poco Luis Chigo, un colega de Puebla, me avivó que está en reemplazo de lo que conocíamos como Seguro Popular.

Claro, no tengo pasaporte hace tres años, cuando me lo robaron en el pesero y siempre digo: tengo que ir a sacarme el pasaporte, porque eso me traerá muchos problemas a la hora de los trámites. Así fue: no tengo el documento y sí problemas a la hora de los trámites.

Cuando el semáforo esté en naranja iré al INSABI. Dicen que con el CURP o con tu documento personal te puedes hacer inmediatamente socia. Tendré entonces al médico que tenía antes, me darán otra vez los remedios para la diabetes y de vez en cuando me harán un análisis para ver cómo ando.

Por ahora no. Porque todos los tratamientos en el seguro llevan horas de caminata, encontrar la oficina adecuada, ir a horarios tempranísimos, sacar una ficha, luego volver para cuando le toque el turno a tu ficha. En el medio, claro está: el Covid 19.

Digo esto porque es algo que pienso tener. No es lo que tengo. Ahora lo que tengo es un gran miedo y una enorme parálisis. A veces. Hay otros días en los que me levanto optimista y cuando respiro intento que entre el sol por mi pecho.

Voy al supermercado. Voy al mercado. Voy al Sanborn’s de la esquina. Voy al OXXO. Listo. No hay ningún otro lugar adonde vaya.

Estoy especializándome en comida. Siempre tuve exceso de peso, pero ahora es como si una bomba de gas me hubiera inflado. No me daba cuenta, pero es increíble lo que yo caminaba. Ahora, sin ese ir y venir por la ciudad, un globo se despachó en mi cuerpo.

No sé cocinar. Algunos amigos dirán sí que sabe hacer cosas deliciosas, pero no es lo mismo que cocinar todos los días para comer, en momentos donde la televisión y algún que otro bocado interesante constituyen tus únicas distracciones.

El ubereats es la muestra del capitalismo: pagas 400 pesos por algo que vale menos de la mitad y a los dos segundos te atragantas, tiras el resto, sigues teniendo hambre y no hay comida que te satisfaga en sus listas.

Ir al restaurante es eso: ir a esos lugares donde te sorprenden, donde te atienden como si fueras una princesa, estar en mi casa, con todos esos duraceles que te tapan el bocado, hasta que lo encuentras, es como si vinieran esos reyes magos a los tres días, cuando ya están vencidos, cuando no tienes expectativa de nada.

Entonces cocino. Algunas veces (unas cuantas) mi comida va a la basura, pero otras y con el gran auxilio de YouTube, llegan a buen puerto. Eso sí: la comida es mucha. No alcanzo a terminarla, porque al segundo día me aburrí de las croquetas de coliflor, ya no tengo interés en las milanesas de pollo, esa sopa verde que me mira desde un rincón del refrigerador me lleva a decir: Ay, no tengo nada que comer.

Insisto. Tengo que estar bien. Ni siquiera engriparme. No tengo dinero para pagar un médico privado y los médicos públicos no existen. Si me agarrara el coronavirus no solamente no sobreviviría, sino que ni siquiera podría luchar para vencer la enfermedad.

Cuando esta humanidad empezó no había médicos y las enfermedades venían y uno se iba con ellas.

Ahora, que la humanidad está por terminar: no hay médicos y las enfermedades nos llevan con ella.

¿Es el gran fracaso de la civilización? ¿Qué nos importa que el tendero de Amazon sea el hombre más rico del mundo, si cuando quiero hacerme el análisis rápido del virus tengo que levantarme a las 6 de la mañana, ir a un hospital que está cerca de mi casa para sacar una ficha (dan sólo 20 por día) y volver a las cinco horas, formarme sin ninguna silla, al frío de la mañana, para ser atendida?

Ay, perdón, Jeff Bezos es el segundo hombre más rico. El primero es Elon Musk, el dueño de Pay Pal y de no sé cuántas empresas más.

Ayer fue un amigo a hacerse el examen. Sacó la ficha, volvió a las 5 horas, esperó y salió negativo. Eso sí: de 20, 14 salieron positivo.

 

Mónica Maristain (Concepción de Uruguay, Argentina). Editora, periodista y escritora. Ha escrito para distintos medios nacionales e internacionales como Clarín, Página 12, La Nación y la revista Playboy. Ha sido colaboradora en las agencias EFE y DPA. En 2010 publicó “La última entrevista a Roberto Bolaño y otras charlas con grandes autores” . En n 2011, coordinó la antología El último árbol. Cuentos de navidadEl hijo de Míster Playa fue publicado originalmente por Almadía en 2012. Su título más reciente es Antes, poema largo editado por Literal Publishing en 2017.

 

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Posted: January 12, 2021 at 9:13 pm

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