Essay
Mujer que lee a hombres
COLUMN/COLUMNA

Mujer que lee a hombres

Gisela Kozak

Un meme en Facebook despertó mi interés. Se trata de la imagen de una mujer con el cabello recogido en un moño y un tapabocas puesto. De uno de sus ojos salen lágrimas mientras le miden la temperatura con un termómetro digital, situación convertida en cotidiana a razón del COVID 19. Un texto reza: “Bórreme el recuerdo de esa amarga educación literaria basada en la lectura exclusiva de poemas, cuentos y novelas escritas por hombres”. Firma: @poesiademorras. El termómetro en la mano enguantada, convertida en  un arma que lanza rayos, haría las veces de eficaz remedio para esta memoria ingrata.  El meme puede causar risa, molestia o indiferencia según quien lo vea. Dio  pie a una de las tantas discusiones sin sentido  en Facebook que sustituyen los antiguos intercambios entre vecinos y vecinas.  Me toca romper una lanza por el meme de @poesíademorras: el machismo literario que me ha tocado soportar ha sido lo suficientemente importante como para que haya dedicado parte sustantiva de mi trabajo a las mujeres.  Ahora bien, decir que una educación literaria “basada en la lectura exclusiva de poemas, cuentos y novelas escritas por hombres” es amarga se las trae. Es una afirmación retrospectiva, es decir, quien dice tal cosa evalúa desde el presente su educación pasada ¿Se está hablando de textos obligatorios en la formación de infantes y adolescentes? ¿Se trata quizás de las lecturas de la carrera de Letras? ¿De los catálogos de las bibliotecas? ¿El fondo de las librerías? ¿Por qué a pesar de tan “amarga educación” se siguió el camino de la literatura? Por supuesto, dudo que las autoras del meme estuvieran planteando estas preguntas pues simplemente arrojaron un guante para comenzar un duelo. Sí, estamos frente a  un desplante, al estilo de un graffiti provocador en una pared, un hackeo burlón, un niple o los bigotes en la Gioconda, de Da Vinci, obra de Marcel Duchamp.  Una boutade, un gesto antisistema. No obstante, el meme es un buen pretexto para hablar del tema de la lectura, la escritura, la apropiación cultural y el pasado desde una perspectiva personal: cuál ha sido mi relación con la literatura escrita por hombres. No mencionaré a las innumerables mujeres importantes en mi vida literaria, solamente a los varones en esta oportunidad.

La verdad es que en mi infancia el tema del género de quien escribía llamaba mi atención pero no especialmente. En el cuento infantil y la literatura para adolescentes de ese entonces había mujeres escritoras pero lo que  a mi me interesaba era el disfrute de la historia, condición de la especie humana dada a la narración como arma  de vida. Los hermanos Grimm y Hans Cristian Andersen me mostraron el horror de las verdaderas historias detrás de las versiones edulcoradas de sus cuentos de los estudios Disney. Mención especial merece Charle Perrault que reescribió y adaptó la antigua historia de Barba Azul, entre tantas otras como La Cenicienta y El gato con botas. Barba Azul es una de los relatos más brutales y aterradores que he leído en mi vida: un aristócrata poseía una colección de cadáveres de esposas curiosas, quienes se habían atrevido a abrir la puerta de la habitación a la que él expresamente les había prohibido que entraran, aunque les daba la llave. Un prodigio de técnica narrativa y misoginia absoluta. Como lectora busqué respuestas en mi entorno: se me indicó que Barba Azul era un criminal y sus acciones condenables. La curiosidad en mi caso sería castigada por no ser la dama femenina que se espera en una cultura como la que me tocó. Que relatos como estos estuviesen dirigidos al público infantil nos habla de tiempos muy distintos a los nuestros; de hecho, Perrault en el siglo XVII  recopila y, aunque sea difícil de creer a los ojos actuales, suaviza cuentos  populares dirigidos a la infancia en Europa. El venezolano Luis Eduardo Egui también entretuvo mi niñez y releí yo no sé cuántas veces El pequeño mundo de Juan Luis pues a esa edad nos creemos sujetos de eternidad y releemos sin remordimiento.  Lugar especial merece la biografía Simón Bolívar, de Gerhard Masur, con la cual mi madre me compró la voluntad: pudo hacerme los rulos en el cabello y sentarme sobre un montón de cojines con la cabeza metida en un secador cuya cúpula caliente siempre me recordaba la ciencia ficción. Grandes expectativas tendría mi madre sobre la menor de sus hijas al ponerme aquel libro en las manos a los siete años y se cumplieron: mi cabellera quedó preciosa ese día. Qué educación tan patriarcal: rulo y patriotismo. Hay que decir que desarrollé muy buenas capacidades lectoras, lo cual agradezco en el alma a mi madre, que soñaba con una educación universitaria para sus hijas.

Me encantó Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, cuando tenía unos diez años. Saltaba el expresionista capítulo sobre Lorenzo Barquero –babeante, alcohólico y decadente– en posteriores relecturas. Aplaudía a la doña, por supuesto. La infancia, me atrevo a generalizar, se divierte con personajes malvados y complejos, generalmente más interesantes, y yo también quería montar caballo como ella. Oscar Wilde era un ídolo entre las mujeres de mi familia. Mi entrada a la adolescencia fue marcada por El retrato de Dorian Grey, una historia absoluta y escandalosamente adulta, cuyos significados más complicados escaparon a mis ojos de lectora púber; no obstante,  jamás he olvidado su esencial mirada sobre la belleza y el poder en el mundo.  Ni hablar de los cuentos de Wilde, algunos tan sabrosamente cursis como “El ruiseñor y la rosa” o fundadores del terror con humor al estilo de “El fantasma de Canterville”. Horacio Quiroga me fue presentado por mi hermana Alena, quien murió hace poco y era diez años mayor que yo. Solía perseguirla para hacerle pormenorizados resúmenes de “La gallina degollada”, un cuento espantoso y genial como todos los de Quiroga. “El corazón delator”, de Edgar Allan Poe, me dejó con mal dormir algunas noches y 24 horas en la vida de una mujer, de Stefan Zweig, iluminó  una forma de vivir la madurez femenina ajena a mi mundo. Así mismo, su biografía sobre María Antonieta me presentó mujeres muy distintas a las que yo conocía, como ocurrió con Cleopatra, de Emil Ludwig. Ni hablar, desde luego, de Julio Verne. Puedo contar todavía con alguna seguridad la historia de Los hijos del capitán Grant.

Soy feminista, no misándrica, diferencia que a veces las más ortodoxas no entienden. Además, los hombres han hecho literatura porque las mujeres existimos y viceversa;  no es solo testimonio del patriarcado sino testimonio de cómo hemos vivido en el mundo.

La lectora precoz leyó la Ilíada y la Odisea, de Homero, así  como la Divina Comedia, de Dante, fuente de diversión, miedo e imágenes tan impactantes como las del cine. Todas las diosas griegas me parecían modelos porque hacían lo que les daba la gana a diferencia de las mujeres mortales, pero tenían un límite llamado Zeus. Cuidado con Afrodita, indicó alguien burlonamente. Charles Dickens dejó partida mi alma con Oliver Twist tanto como marcó una manera de ver el relato fantástico con su Canción de navidad, por no hablar de la precoz lección política de Historia de dos ciudades. Ernesto Sábato con El túnel puso balance a mi decepción total respecto a María, de Jorge Isaac, aunque perdí el interés en su obra. Ni hablar de las carcajadas a causa de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. Era una jovenzuela de risa fácil aunque de alcance trágico. Por supuesto, Herman Hesse era mi ídolo, el descubridor de mi propia naturaleza de loba esteparia, y sus personajes femeninos ofrecían cierta complejidad inquietante, pero en todos estos casos  me identificaba con los personajes masculinos, un drama muy típico de la mujer lectora de clásicos. Cuando leí La náusea, de Jean Paul Sartre, yo también pensé que para qué tantas existencias si todas se parecen. Así hablaba Zaratustra, de Nietzsche, dio vuelo a mi ateísmo pero se gastaba una frasecita que no he olvidado:“¿Vas con mujeres? No olvides el látigo.” No voy a entrar en detalles sobre los alcances reales de esta afirmación en la vida y obra de Nietzsche. Lo escrito, escrito está. El filósofo señero de la modernidad encendida recomendaba el látigo para las mujeres como cualquier hijo de vecino machista y el personaje que da el consejo en el libro es una mujer mayor.

En la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela transcurría la década de los ochenta. En uno de mis primeros cursos leímos Tonio Kröger, de Thomas Mann, y El pozo, de Juan Carlos Onetti. Sin el menor empacho, el profesor se preguntó si de verdad la mujer podía considerarse artista en el profundo sentido de la palabra. Nadie le llevó la contraria y cuando lo intenté cortó la conversación con un “no lo tome literalmente”.  Igual, La muerte en Venecia, de Thomas Mann, adaptada al cine por Luchino Visconti, me ayudó a comprender la naturaleza de mis propias pasiones e inclinaciones. El mundo de Thomas Mann es una lección gigantesca de arte moderno aunque él amase la precisión y grandeza clásicas. El Dr. Faustus es un libro que retrata fielmente por qué tantos hombres y mujeres hemos sido capaces de quemarnos en el fuego de la ruptura, en ese acuciante ir más lejos sin mirar los límites. No obstante, sus personajes femeninos eran flojos, apenas reflejos de los valores de su época. La lectura de El siglo de las luces, de Alejo Carpentier, inclinó la balanza hacia el latinoamericanismo y me sumergí de lleno en la literatura de la región. Caí enamorada sin remedio de Sofía, la protagonista. Gran sertón: veredas, de João Guimarães Rosa me sacó un grito cuando caí en cuenta de que Diadorim era una mujer. La impronta homosexual de la novela era dejada a un lado con el viejo recurso del travestismo femenino. ¿Por qué tenía que ser Diadorim una mujer y no un hombre? Preguntas, preguntas de una joven lectora de hombres.

La profesora Márgara Russotto comenzó a plantearse la crítica feminista como problema en la Escuela de Letras e introdujo nada más y nada menos que a Clarice Lispector. Poeta e investigadora, Russotto era cuestionada en la escuela porque planteaba una relectura de la tradición y una presencia mucho más importante de las escritoras en las asignaturas dictadas. Gran lectora, fomentaba una ampliación del canon más que una impugnación del mismo. Finalmente de esto se han tratado los últimos cien años, de ampliar el canon con las literaturas emergentes de todo el planeta y con los múltiples registros del lenguaje como arte verbal o, simplemente, como expresión humana. La vida ha sido generosa conmigo porque he leído, estudiado y tomado de modelo la obra de mujeres extraordinarias a las que no les llego ni a la uña del pie en talento. Por eso he hecho lo que le corresponde a una feminista inclasificable y libérrima: me he organizado con otras mujeres para cambiar las cosas pero no me someto a ortodoxia alguna. Me distancio del feminismo puritano: para monjas, Santa Teresa, mística, voluntariosa y expansiva. Si he escrito sobre literatura, feminismo y lesbianismo y he sido activista es porque prefiero ampliar la riqueza de la vida que conformarme con lo establecido.

No quiero borrar a Borges, Dante, Cervantes, Gallegos y Shakespeare de mi cabeza. Supongo que las chicas de @poesíademorras se referían a la perspectiva machista, esa que dudaba de la condición de “verdadera escritora” de la mujer como mi profesor de Letras antes mencionado. Al fin y al cabo estas morras (un mexicanismo para referirse a las jóvenes pero resignificado desde la rebeldía) forman parte del espíritu de agitación estética (o antiestética) que ha marcado la vida literaria en los dos últimos siglos pues la tensión entre la literatura escrita por hombres y la escrita por mujeres no es nueva ni privativa de esta centuria. En todo  caso, ya estoy muy grandecita para amargarme por lecturas pasadas. Soy feminista, no misándrica, diferencia que a veces las más ortodoxas no entienden. Además, los hombres han hecho literatura porque las mujeres existimos y viceversa;  no es solo testimonio del patriarcado sino testimonio de cómo hemos vivido en el mundo. La rebelión feminista contra la preponderancia de la literatura escrita por varones cuenta con  más partidarias, y también partidarios, que los que nunca tuvo. El asunto es  complejo porque atiende a los modos de hacer, leer y pensar la literatura en un momento en que las escritoras contamos con una presencia  mucho mayor que la que teníamos en otros tiempos. La pregunta para alguien como yo es esta: ¿qué hacemos con el pasado? Pues devorarlo, deglutirlo y hacerlo nuestro, dejando atrás lo que ya no diga nada. ¿Renunciar? ¿Amargarse? No. Los hombres –de cualquier nación, raza o condición–  no son dueños exclusivos de ninguna manifestación creativa y las mujeres podemos participar de ellas como legítimas oficiantes e interlocutoras. Lo estamos haciendo, de hecho.

 

Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace (Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales (Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak

 

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Posted: November 17, 2020 at 11:00 am

There are 2 comments for this article
  1. Yelitza at 11:28 am

    Gracias por el artículo.
    He tomado nota de los libros que menciona, que aún no he leído, y comparto sus recuerdos de otros de su lista.

  2. Mariel at 4:36 am

    Jajaja de un meme salió tan larga veneración a los penes pensantes. Siga leyendo usted literatura de machos que nadie la va a frenar. Mientras yo les recomendaría hermanas,leer a mujeres siempre y siempre.

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