Oír voces
Ramón Cote Baraibar
Eduardo Chirinos,
Humo de incendios lejanos,
Editorial Aldus, México, 2009.
Humo de incendios lejanos es el libro más personal de su autor, el poeta peruano Eduardo Chirinos. Esta atrevida –e inútil– aseveración, mirada fríamente, no dice mayor cosa pues, se da por hecho que todo libro de cualquier poeta es personal por definición. Pero en el caso específico de Eduardo Chirinos existe un cambio de tonalidad, una alteración en el registro que lo lleva a otras regiones donde jamás había llegado. Pareciera como si el autor hubiera querido inventar un nuevo pentagrama para su poesía, donde la abrupta interrupción de los versos, donde la falta premeditada de puntuación le permite entrar a otro reino que la propia poesía le tenía deparado.
La poesía peruana, como también la chilena, parece haber establecido desde las vanguardias una necesidad por inventar una nueva manera de cantar, un nuevo modo de establecer una relación con la poesía. Los chilenos Huidobro, el Neruda de las Residencias y Pablo de Rockha, junto con los peruanos Westphalen, Moro y Eielson, entre otros, se enfrentan a la escritura con una actitud fundacional: quieren hacer algo distinto con el lenguaje, quieren moldearlo de otra forma, quieren, en definitiva, fundar algo nuevo. Y lo lograron. Precisamente en este libro, Eduardo Chirinos –aunque lejos de los malabarismos de las vanguardias– también hace acopio de esa desobediente tradición de fundadores. Pero si en los otros prima la expresión de una voz en alto, la sorpresa que estalla en la cara del lector, en el caso de Chirinos hay un tono deliberadamente sereno, callado, aunque no menos afilado, cortante.
Lo que ve o registra el lector está constantemente alterado por la manera en la cual el poeta concibe el poema: un poema fragmentado pero unitario a la vez, donde la cesura y el encabalgamiento parecen tener sus propias reglas y ceñirse a sus propios principios, y donde el lector tiene que habituarse a esos constantes cambios de ritmo. O mejor, donde el lector tiene que habituarse al fluir de los versos que, en una segunda lectura, empezarán a tener un brillo especial, del todo distinto a lo escrito por este poeta peruano nacido en 1960.
Hay ecos del Eliot de la Tierra baldía, del García Lorca de Poeta en Nueva York, de Piedra de sol de Octavio Paz, de su gran admirado Rubén Darío. Todos aparecen aquí y allá como refl ejos especulares en este fascinante collage donde se escucha una música ensimismada, un hilo de pensamientos que “fluye como sus aposentos”.
Pareciera que en este libro Eduardo deja de ser Eduardo para ver otro Eduardo. Por eso insisto en que este libro es su título más personal, en el sentido en que estamos más cerca que nunca de sus pensamientos, de su discurrir solitario. Pero este “discurrir solitario” a veces alcanza tal grado de extrañeza que el poeta se abandona a sí mismo, como si un heterónimo se apropiara de su escritura. El gran maestro del género, Fernando Pessoa, alguna vez escribió: “Ser poeta no es una ambición mía, es mi manera de estar solo”. Estoy seguro que Eduardo lo suscribiría sin chistar.
Aquí está Eduardo Chirinos, otro Eduardo Chirinos, un tal Eduardo Chirinos que se hace pasar por Eduardo Chirinos, invitándonos a ver, como sucede en muchos cuadros de los pintores flamencos –Patinir, el Bosco, Bruegel– ese extraño mundo que arde diminuto en las esquinas y que solo se advierte por ese “humo de incendios lejanos”.
Posted: April 21, 2012 at 11:26 pm