Óxido[1]
Sandra Lorenzano
1.
Tartamuda la lengua bate sus alas
Y hace de otro cuello el mapa sutil del deseo
2.
Resbalan las palabras por la garganta
caen una a una
las escucho en el latido
sin nombres
ni pérdidas
como si de fuera llegara el ladrido de un perro
(banal)
Podría ser un pacto:
a cambio de esas voces abrazadas por la tráquea
se harán inteligibles las lenguas del naufragio.
3.
No es algo nuevo. Podría decir que está ahí desde siempre.
No: es una sensación repentina: en la garganta. Como si algo la tapara. La cerrara. O alguien. (¿Alguien?) Nada permanente. ¿Un instante? (¿Cómo se mide “un instante”?) El tiempo justo para que llegue a sentir el sabor de herrumbre. Una moneda oxidada. La palabra “óxido” con sus ocres. Debe, entonces, aspirar con más fuerza. No pensar. Sólo respirar.
Así…
de a poco…
4.
A veces se despierta en un ahogo, como si en sueños reprodujera la pesadilla de un náufrago. ¿Quién de todos esos hombres de traje oscuro y mirada desconfiada supo de la violencia de los vientos en altamar? ¿Cuál se enfrentó a la ira de los dioses marinos? La fotografía fue la última que se tomaron juntos los hermanos antes del largo viaje. Una maleta de cartón y la promesa del regreso.
5
La respiración y la voz, y un murmullo que quizás se disuelva buscando el camino. Un ritmo infantil. Las palabras aún no escuchadas. Antes del aire, el espacio es de sonidos marinos.
6.
¿Qué lenguas habrá conocido ese torrente que hoy le inunda la voz? ¿Qué arrullos habrá escuchado y cantado? ¿Desde dónde esa memoria que se vuelve óxido, nombres, silencios?
El balbuceo es sendero oscuro.
No hay azogue que contenga su aliento.
7.
Cierra los ojos y desliza el nombre amado por el paladar.
Como en el antiguo ritual, el nombre es cuerpo, memoria y deseo.
Ceniza vuelta historia bajo la lluvia.
La tierra amazónica deglute a sus ancestros, dicen. La antiquísima tribu amasa con cenizas el pan del recuerdo. Y cada uno es el universo. Y cada uno es huella. Rastro.
8.
Se le cruza otra imagen. Otra historia:
Hubiera querido que la bajada no terminara nunca. Que las ruedas de la bicicleta giraran cada vez a mayor velocidad y que el grito que ella daba se perdiera en el viento. Esos pocos segundos en que se lanzaba al vacío eran su territorio de libertad. El único. Ese bebé que ni siquiera llegó a ver y que había hecho que su madre no se levantara de la cama desde hacía semanas se había llevado consigo el mundo conocido. De la euforia de los preparativos – la cuna, los pañales, los escarpines que había tejido la abuela – al silencio. La muerte se había adueñado de la vida de todos. Era una sombra que les pesaba al caminar, al hablar, al comer. Sólo la bajada a toda velocidad, la bicicleta y el grito valían la pena.
Además descubrió que a ella la muerte le daba vergüenza. Era como llevar un manto oscuro que la cubría, pero no la ocultaba: la señalaba. No estaba bien que cantara ni que riera ni que corriera en el recreo. El manto negro la delataba y enseguida veía la cara de reprobación de la maestra. ¿Qué le pasaba? ¿No pensaba en el dolor de su madre? ¿En ese pequeño que la miraba desde el cielo? Pero si ni siquiera tenía nombre, quería gritarle. No era mi hermano todavía.
(Lo enterraron en algún cementerio de provincia. NN)
Aaaaaaaaaaaahhhhhhhhhh… gritaba con fuerza. La bicicleta era roja y ella se tiraba a toda velocidad para desprenderse del manto, de las miradas, de los comentarios.
Se lanzaba al vacío y gritaba. Una vez. Y otra. Y otra. Aaaaaaaaahhhhhhhh… Hasta quedar afónica.
Y le daba vergüenza.
9.
“El corazón, si pudiera pensar, se pararía”. ¿Y el de ella? ¿Se pararía como el del bebé? ¿Qué era lo que no debía pensar? No hablaba. No decía. No nombraba. (NN) Así quizás dejaría de existir lo que existía: el vacío. Y sus ganas de gritar al viento.
10.
Como siempre, pierde el hilo. No a los ocho años. Ahora. Comienza el relato y pierde el hilo. Y la voz. Y las palabras. Y piensa que quizás nombrándolo las recupere.
No sabe cómo.
Se rodea de apalabras ajenas. Pero la voz no aparece. Ni las palabras. Ni encuentra el hilo que la conduzca de regreso.
Un manto oscuro. La señalan. Y ella esconde en los puños la energía de los ocho años. Para después. Para cuando todo vuelva a ser como antes. Como antes de los preparativos. De la euforia. De la lista de nombres. No era mi hermano todavía. Gritaría. Si pudiera. Si la vergüenza no le tapara la boca.
11.
Pero hubo un después. También de eso podría hablar. Pero no encuentra la voz. Algo le tapa la garganta. Aunque se rodee de palabras ajenas. Esa sensación no ha cambiado. Y ahora no hay bicicleta ni bajada a toda velocidad que la ayuden a gritar. Óxido en la garganta. (¿Qué historia quiere contar? ¿No es más fácil quedarse con las palabras de otros? Las historias tartamudas no interesan. Las de las manchas en el papel. Las de las idas y vueltas por los renglones, donde cada letra es el dibujo del todo. Del adentro y del afuera. ¿Ha visto ella que hay un mundo afuera?)
12.
Olvidar las cenizas. El pan ácimo que hornea el Amazonas. Olvidar a los que nunca llegaron a existir, a los que no tuvieron nombre, ni memoria. Empezar por los veranos, quizás. Por el sol. Por las cigarras que inundan el calor. Y el polvo. La tierra seca por la que pedalea a toda velocidad a la hora de la siesta. O los secretos al caer la tarde. Alguien riega los malvones.
13.
La risa, dicen. Es ahí donde aparece el eco: el puerto en el principio de los tiempos, un idioma que empieza a sonar familiar, la calle. Cuerpos. Y al final siempre la risa. Fácil. Clara. Como risa sin historia. La misma que explotaba luminosa en el rostro de su madre.
14.
“Hurgar”, dicen unas líneas. Hurgar en la voz. Si no hubiera óxido en la garganta, tal vez. Canto tartamudo.
15.
Hubiera elegido no ver, me decía la abuela.
La hermana menor: la soga: el hotel.
Había nacido de este lado del mar. Y el cuerpo marcado.
El nombre en la boca. Ella. Ciega. Yo. Me decía.
No es pampa la de los cuartos oscuros.
No es sol. Cielo. Aire.
El hollín enturbia el canto. Y las lenguas.
La lengua que la recorre adolescente
Masca pedazos del libro. Trampa.
Cierra la garganta el rezo no dicho
Ahorca.
16.
Las palabras no dichas.
Los nombres no dichos.
Los deseos no dichos.
Las historias no contadas.
Los secretos encerrados.
Los cuerpos jamás acariciados.
Las fotografías recortadas.
Las páginas arrancadas.
Los libros enterrados.
Un sabor a óxido le tapa la garganta.
17.
Poner los pies en la tierra.
(tierra seca del verano: el sur. Alguien riega los malvones)
La orden es tajante.
Demasiados pájaros en la cabeza.
(una mañana, la noticia más importante fueron los pájaros muertos en esta ciudad. No “suicidados”, como los de Hitchcock. Muertos. Por falta de aire. Tapada la tráquea diminuta)
Las palabras enloquecen. Que lo digan los gritos desde el ático.
Tiran del hilo de Ariadna (ella lo pierde) hasta romperlo. Entonces: tejen trenzas. A 10 la trencita.
El cuerpo en tierra (fin del verano). Los brazos en cruz. La cabeza hacia el Oriente.
La ropa desgarrada. La nuestra.
18.
Será para no pensar. Para no sentir. Ahora. Para no mirar: los cuerpos. Toda imagen es distancia. Ficción. En la pantalla. La pupila refleja la historia. Horario estelar. Parpadeo. Invención triple A. Masticar. Deglutir. Adentro, los pájaros vuelan tras las palabras. Sueltas.
19.
Alguien puso ya el título: Una voz que viene de la otra orilla.
Quisiera encontrar su voz. Un día cualquiera descolgar el teléfono y escucharla. Aunque fuera en una grabación. ¿A quién se le ocurrió borrar el mensaje de la contestadora? Hubiera llamado una y otra vez hasta aprehender cada instante del paso del aire por su garganta. (…) palabra / respiración: (…) palabra / respiración (…) Lo suavemente rasposo de las cuerdas vocales (¡no he hablado aún de las cuerdas vocales!). El pequeño tropiezo – casi nada, imperceptible – en el 3 (t – r – e – s). Pero no está. No hay ya mensaje grabado. No hay bienvenida para las llamadas telefónicas. No de ella.
A cambio, tengo grabadas las canciones más tristes. En ruso.
20.
Grita en la bicicleta roja del duelo
Aaaahhhhhhh hasta quedar afónica
Porque no tenía nombre y estaba oscuro
Porque ni siquiera era todavía su hermano
Porque tenía las manos perfectas de los muñecos
Y a ella que tiene las manos manchadas de las viejas
Le da vergüenza
21.
Como si por mi voz hablase el viento
con su frágil y desmemoriada alegría
– tábula rasa del aire que respiro –
hasta puedo hacer volutas con tu nombre
deletreado dulcemente
o sumergir el aliento entre tus piernas
y ser sólo murmullo fresco
(diciembre a la orilla de otro mar)
Y cada uno es huella. Rastro.
(1) Óxido tos del libro inédito Herencia.
Posted: July 8, 2013 at 5:18 am