Essay
Qué ironía
COLUMN/COLUMNA

Qué ironía

Alberto Chimal

Hace tiempo leí la reseña de un libro mexicano en un blog español. Me llamó la atención que, según el texto, el libro reseñado intentaba representar la realidad mediante la ironía, “un recurso que en México introdujeron Antonio Ortuño y Juan Villoro”. La cita no es textual (ya no encuentro la reseña en línea), pero es exacta, palabras más o menos. La idea central es que antes de esos dos escritores la ironía no se utilizaba en estas tierras.

No recuerdo nada de la reseña más allá de ese comentario, el cual es memorable, claro, por ignorante. Quiero decir que en la literatura mexicana hay ironía en abundancia, y ni hablar de la vida cotidiana del país. No es una figura retórica desconocida: aun si no sabemos su definición, o que existe siquiera, la hemos visto utilizada en incontables historias, memes, etcétera. Aquella parte de la reseña, pues, estaba hecha sin reflexión alguna, a partir de una simplificación y un sesgo absurdos aunque fáciles de comprender. No estoy totalmente seguro de que la persona que escribió la frase tuviera una mentalidad colonialista; sí estoy más convencido de que no conocía nada de literatura mexicana fuera de la obra de Villoro y Ortuño, y no le interesaba tratar de hacerlo. Para qué.

Nada de esto es terriblemente importante, pero me acuerdo ahora porque estoy pensando que la ironía es, de hecho, uno de los recursos favoritos de la literatura y la cultura popular en todo el mundo. ¿Seguirá teniendo sentido utilizarla? Me explico: aun si no es verdad que un puñado de autores son sus inventores o propietarios, ¿habrá gente que lo piense, y que considere una imitación o un robo su aparición en cualquier otra parte? Más interesante todavía: ahora que casi todos la usan y casi nadie la entiende, ¿sigue teniendo la misma utilidad, la misma potencia que en el pasado?

Mi generación aprendió la ironía en autores como Jorge Ibargüengoitia, quien muchas veces la utilizó en combinación junto con otra figura: la que en inglés se llama understatement y en castellano atenuación, y que consiste en disimular, disminuir o no expresar lo que realmente se quiere decir, para que su efecto (al comprenderse lo que se calla) sea aún mayor.

Un ejemplo clásico está en el cuento “La ley de Herodes”. Ibargüengoitia junta ironía y atenuación cuando su narrador, un macho mexicano, es humillado dos veces, en privado y en público (reproduzco el texto del libro con el mismo título, de 1967):

 

(…) —Hínquese sobre la mesa —me dijo.

Esta vez no obedecí, sino que me quedé mirando aquellos dos dedos envueltos en algodón. Entonces, me explicó:

—Tengo que ver si tiene usted úlceras en el recto.

El horror paralizó mis músculos. El doctor Philbrick me enseñó las hojas de la Fundación que decían efectivamente “úlceras en el recto”; luego, sacó del armario un objeto de hule adecuado para el caso, e introdujo en él los dedos envueltos en algodón.

Comprendí que había llegado el momento de tomar una decisión: o perder la beca, o aquello. Me subí a la mesa y me hinqué.

—Apoye los codos sobre la mesa.

Apoyé los codos sobre la mesa, me tapé las orejas, cerré los ojos y apreté las mandíbulas. El doctor Philbrick se cercioró de que yo no tenía úlceras en el recto. Después, tiró a la basura lo que cubriera sus dedos y salió del cubículo, diciendo: “Vístase”.

Me vestí y salí tambaleándome. En el pasillo me encontré a Sarita ataviada con una especie de mandil, que al verme (supongo que yo estaba muy mal) me preguntó qué me pasaba.

—Me metieron el dedo. Dos dedos.

—¿Por dónde?

—¿Por dónde crees, tonta?

Fue una torpeza confesar semejante cosa. Fue la causa de mi desprestigio. Llegado el momento de las úlceras en el recto, Sarita amenazó al doctor Philbrick con llamar a la policía si intentaba revisarle tal parte; el doctor, con la falta de determinación propia de los burgueses, la dejó pasar como sana, y ella, haciendo a un lado las reglas más elementales del compañerismo, salió de allí y fue a contarle a todo el mundo que yo me había doblegado ante el imperialismo yanqui.

La frase clave, por supuesto, es “El doctor Philbrick se cercioró de que yo no tenía úlceras en el recto”. No hace falta explicar cómo se hizo la comprobación, y la imagen sugerida, nunca descrita, tiene implicaciones de contacto homosexual que, evidentemente, son las que más molestan al personaje de Ibargüengoitia, a quien el doctor “se chinga” —para decirlo en buen español mexicano— de una manera literal, física. Los hombres de por acá (los cisgénero y heterosexuales, se entiende; esas precisiones no se hacían en 1967) aprendimos durante siglos a evitar hasta la menor insinuación de que otro hombre pudiera violentarnos, poner en entredicho nuestra fortaleza y estatus, al “someternos” como lo hace el tal Philbrick. Para mucha gente, esta masculinidad increíblemente frágil e insegura era la base misma del “ser” del mexicano. Nada menos que Octavio Paz escribió su ensayo más famoso a partir de estos conceptos. Se puede imaginar que el narrador de Ibargüengoitia, quien presume sus lecturas al comenzar el cuento, también leyó a Paz, y que de cualquier manera sus racionalizaciones son todas inútiles. Igual le metieron el dedo. Dos dedos.

El cuento de Ibargüengoitia sería un chiste obsceno de escuela secundaria (escuela secundaria del siglo XX, al menos; de los que contaban los niños cis hetero de la época, fingiendo ser muy atrevidos y conocedores del mundo) de no ser por la atenuación y la ironía. Gracias a ellas, “La ley de Herodes” llega a mostrar cómo los deseos del personaje lo llevan a someterse a la exploración del médico a pesar de su postureo político y nos lleva a ver que sus protestas de rectitud moral y postura crítica al “imperialismo yanqui” son pura palabrería. Es una solución elegante, que amplía la caracterización del personaje y refuerza la visión crítica, durísima, del mundo que tiene su autor.

Dicho todo lo anterior, sin embargo, me quedo con una sospecha curiosa: que esta explicación tal vez no hubiera sido necesaria en la época en que la ironía no estaba por todas partes. Su presencia constante nos impide verla. Llevamos décadas entendiéndola no como una desviación del habla y el pensamiento rutinarios, sino como una estrategia habitual y tal vez hasta una forma básica de comunicación. Millones de personas han aprendido primero las versiones irónicas de toda clase de obras e ideas, simplemente por sido sujetas a 30 años de parodias de Los Simpson. Peor todavía, la atenuación como herramienta retórica me parece, esa sí, definitivamente muerta, porque cada vez tenemos menos capacidad de atención e interés en reflexionar acerca de lo que leemos (o escuchamos, vemos, jugamos, etcétera).

Así que me pregunto, con toda sinceridad, si en la actualidad la intención de una historia como “La ley de Herodes” quedará todavía clara, si seguirá siendo efectivo su humor. No lo sé. Tal vez sí y me preocupo de más. O tal vez el cuento, la narrativa escrita en general, ya no pueden realizar ninguna crítica significativa para el grueso de la población de la Tierra, y lo único que puede llamar suficientemente la atención es la estructura más simple y directa de un video de TikTok, un meme de “siéntese señor” o alguna otra cosa parecida.

Este artículo suena como otro meme de influencia simpsoniana: el del “viejo gritándole a la nube”, pero contiene una preocupación que me parece válida. George Orwell escribió del tema del estrechamiento del lenguaje, que a su vez reduce el alcance del pensamiento, ya en 1949, en una novela a la que se hace referencia en más de un reality show.

 

-Foto de Clay Banks en Unsplash

 

Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego,  Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal

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Posted: July 4, 2023 at 8:27 pm

There are 2 comments for this article
  1. J. Andrés Herrera at 2:43 pm

    Cito: Este artículo suena como otro meme de influencia simpsoniana: el del “viejo gritándole a la nube”… No es cierto. No te preocupas solo. A menudo, basta la reunión presencial, física, con amigos de la edad, del ámbito, del contexto de uno, para calmar algo de esa preocupación. Gracias por tus letras.

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