Rara Avis
Tanya Huntington
Getting your Trinity Audio player ready...
|
Hay retos humanos que son tan atemporales como el hambre, la guerra o la enfermedad. A la vez, cada época se nos presenta con un nuevo abanico de cuestiones urgentes que la caracterizan y la vuelven particular: cada generación su apocalipsis. Ahora que el calentamiento global se ha incrementado de manera notable, hace falta tomar la temperatura no solo de nuestro estado financiero, emocional y metafísico, sino también de cuáles son las causas urgentes que ameritan nuestro respaldo. Aunque han evolucionado a lo largo de mi vida, desde hace tiempo las mías se han centrado en temas de género, tolerancia y medio ambiente. Y si este ensayo tuviera efectos sonoros, aquí es donde comenzarían a sonar las alarmas, porque con respecto a este último rubro, el pánico ante el apocalipsis que viene resulta difícil de conjurar.
Esta semana, acaba de salir un estudio devastador del World Wildlife Fund que indica que a lo largo de los últimos cincuenta años –un periodo un poco mayor al de mi vida hasta el momento–, se han perdido el 73% de las poblaciones de vida silvestre (en América Latina y el Caribe, esta cifra alcanza un alucinante 95%). Dos millones de especies, según un informe del año pasado que emitió la ONU, enfrentan actualmente el borrador devastador y terminante de la extinción. Debo confesar que dado este panorama, y sobretodo desde que leí La sexta extinción: Una historia nada natural de Elizabeth Kolbert, ha sido difícil para mí sostener lo que los ecologistas llamamos un “optimismo radical” con respecto al futuro. A veces no basta con opinar. La naturaleza aguda de estas problemáticas exige alguna forma de protesta.
Últimamente en algunos países europeos, se ha recurrido a cometer actos de “ecovandalismo” en lugares públicos con tal de señalar las amenazas catastróficas que se han desatado por causa del cambio climático. Con el fin de subrayar la presencia en los consejos museográficos de patrocinadores aliados con la sobreexplotación de combustibles, estos actos han incluido por ejemplo el ataque con sopa de tomate al cuadro Girasoles de Van Gogh dentro del National Gallery de Londres en 2022. Cuando sucedió, lo introduje como tema de debate dentro del curso que estaba dando en una universidad privada, dedicado a recorrer la historia del arte moderno. De manera unánime, mis alumnos opinaron que era una estrategia equivocada –incluso cuando les señalé que, hasta el momento, ninguna de las obras elegidas como blancos por los manifestantes ha sido dañada (aunque en parte haya sido pura suerte, dado que esa sopa podría haberse filtrado por debajo del vidrio protector de la obra).
Por debajo de la atención mediática que recibieron los activistas, quienes recibieron hasta dos años de cárcel, yace la duda que se plantea en un artículo del New York Times sobre la viabilidad de utilizar el arte como forma de protesta. En efecto, cabe preguntar si la viralización mediática en sí vale la pena cuando resulta enajenante o chocante para un público mayor. Los representantes de museos consultados por el Times indicaron que no solo había, según ellos, una disonancia cognitiva entre la defensa del clima y el ataque al acervo cultural de la humanidad, sino una fuerte posibilidad de que el resultado no fuera a parar la maquinaria del “gran petróleo”, sino más bien restringir el acceso a los museos, o claudicar la posibilidad de observar de cerca y con detalle sus obras (como ha sido el caso con la Mona Lisa, por ejemplo, que a estas alturas solo puede ser percibida a través del filtro incómodo que representa un cubo a prueba de balas, como si fuera una obra de arte más conceptual que tradicional.)
Hablando del arte conceptual, poco después dentro de ese mismo salón de clase exploramos el significado del dibujo que Willem De Koonig regaló en 1953 a su alumno estrella del Black Mountain College, Robert Rauschenberg, quien procedió luego a borrarlo y titularlo, sobre un marco diseñado por Jasper Johns, “Dibujo borrado de De Koonig”. En esa pieza se unieron elementos de minimalismo (el arte como un proceso que en lugar de poner algo nuevo en el mundo va restando elementos a través de la borradura como técnica) y de teoría psicoanalítica (la liquidación paulatina de una figura paterna en un acto freudiano para manifestar una voz artística propia).
Curiosamente, Rauschenberg había comenzado a experimentar anteriormente con el acto de borrar sus propios dibujos, pero no lo satisfizo. Recurrió a la obra de su maestro debido a que, gracias a su renombre, sus creaciones ya eran considerados obras de arte “en sí”. Allí fue donde se me ocurrió una idea: qué tal si, en lugar de atacar obras de arte ajenas para aumentar la conciencia general sobre los retos ambientales que encaramos, ¿por qué no revisitar la idea de autoborrarse? En este caso, habría que trazar una conexión directa entre el acto destructivo de la obra y el contexto de esa borradura mayor que ejerce la extinción, algo que mis alumnos (y, según el Times, los dirigientes de los museos) habían añorado con la relación sopa de tomate/cambio climático de los integrantes de Just Stop Oil.
Así nació Rara avis, una serie de obras mías en proceso que busca retratar algunas aves que habitan las Américas y que se encuentran en peligro como especies. Elegí una paleta de escalas grises para señalar que se trata de un tema lúgubre y urgente y para indicar, a través de su ausencia, que sin estas especies nos quedaremos con un mundo mucho menos colorido. Empecé con esta maravillosa criatura llamada popularmente la coqueta crestirrufa, cuyo territorio abarca Bolivia, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Panamá y Perú:
En cuanto hubiera terminado un álbum completo de estos retratos en grafito, pensé, podría exhibirlos y proceder a borrarlos, dejando únicamente su contorno sobre el fondo gris del gouache.
Poco después, gracias a la recomendación de un amigo mío, el artista y caricaturista político magistral Darío Castillejos, recibí una invitación de La Máquina, un taller ubicado a un costado del templo de Santo Domingo en Oaxaca de Juárez, para realizar una litografía bajo sus auspicios. Fundado por Christian Bramsen y Francisco Limón, La Máquina corre gracias a una prensa Voirin de 1909 que pesa alrededor de 9 toneladas. Había experimentado antes con la litografía en un taller llamado Malgré Tout de Pátzcuaro, hace ya varios lustros. Gracias a eso sé que la litografía impone mucho. Inventada en vísperas del siglo XIX por un alemán emprendedor llamado Alois Senefelder, quien buscaba sobretodo una manera más ágil de reproducir partituras musicales y mapas, el proceso litográfico no solo implica dibujar una imagen sobre la superficie de una placa sólida de caliza, lo cual se siente más como la cáscara de un huevo irrompible que la textura vellosa del papel, sino dibujar una imagen ¡al revés! con un lápiz grasoso sin equivocarse, porque los errores en este medio difícilmente pueden borrarse. Además, hay que emplear una guía de madera que se coloca sobre la piedra, porque descansar la mano (o incluso estornudar) dejaría manchas. Por la dificultad de preparar la tinta, posicionar la piedra, colocar el papel y calibrar y alimentar la impresora, se requiere la colaboración de un equipo adiestrado, fuerte y de ojo preciso –lo cual La Máquina posee, afortunadamente— para asegurar la calidad de la serie limitada de impresiones.
La Máquina en acción, Oaxaca de Juárez, 2024
En lo personal, es una técnica que adoro por la calidad de la imagen resultante, que luce como un dibujo minucioso –algo que se casa bien con mis propias tendencias preciosistas o hasta anal retentivas— y también por la conexión que tiene con nuestras técnicas plásticas más antiguas, que involucraban un diálogo con la piedra como soporte dentro de las cavernas de la Edad de Hielo. Sentí allí una profunda relación geológica con el tema ambientalista, además tal vez de un eco del esfuerzo de ciertos vanguardistas –como los dadaístas Hans Arp o Paul Klee, por ejemplo— de buscar en nuestros orígenes una especie de botón de reinicio para así aliviar los síntomas que nos aquejan –en el caso de Arp y Klee, la primera Guerra Mundial; en el nuestro, el ecocidio. Acepté la invitación con una mezcla psicosomática de azoro e ilusión.
Decidí probar mi suerte con otra ave; esta vez, el elusivo quetzal, una especie que solo había visto en persona una vez en circunstancias más bien deprimentes: dentro de la jaula de un zoológico destartalado cerca de Tikal, Guatemala. Es un pájaro altamente significativo en términos históricos, cuyo plumaje luce dentro de la mitología precolombina y también dentro del espléndido penacho de Moctezuma. Su nombre científico, Pharomachrus moccino, hace referencia a una “manta larga” y al apellido del naturalista novohispano José Mariano Mociño, cuya Real Expedición Botánica fue una de las empresas científicas más significativas de la transición entre los siglos dieciocho y diecinueve –una que coincide, justamente, con la invención de la litografía.
Pregunté a Polo Vallejo, un maestro en el arte exigente de la litografía y el encargado del espacio de La Máquina, si cabía la posibilidad de crear, después de realizar la serie de impresiones que habíamos acordado, una pieza única en que la imagen del quetzal se fuera borrando gradualmente, hasta dejar nada más su ausencia: un espacio en blanco. Esto lo expliqué con bastante torpeza a través de una serie de mensajes tecleados con ambos pulgares vía WhatsApp, pero afortunadamente Polo captó mi propuesta y la recibió con entusiasmo. Realizamos cuarenta impresiones del quetzal, seguido por dos obras de panel múltiple en que se va desapareciendo hasta dejar solo una huella sobre el campo visual del fondo grisáceo.
Por último, una confesión: Rara avis ha sido para mí una serie difícil de ejecutar. Las exigencias del arte comprometido quizás no sean mayores que las del “arte por el arte” que predicaba Gautier, pero en este caso son emocionalmente devastadores. Algo así como experimentar en carne propia un efecto Casandra –el de vaticinar un inminente futuro funesto que nadie puede (o quiere) ver. En el caso de esta litografía, a diferencia de los dibujos con los que arranqué el proyecto, mi concepto no implicaba la pérdida de la obra en sí; si yo misma no hubiera atacado la piedra con papel de lija, de todos modos la hubieran borrado después de mi estancia para que la usara otro artista (lo cual es otro detalle de la litografía que me agrada: la reutilización de materias primas.) Lo que sentí fue más bien el impacto catártico de un performance –el de borrar mi obra, soltando lágrimas, mientras Andrés, uno de los asistentes hábiles de La Máquina, echaba agua sobre la piedra para ir arrasando con la imagen gradualmente— lo cual también era alegoría del hecho de que, si no protegemos los bosques nublados que habita, el rango taxonómico del quetzal podría pasar antes del siglo XXII de bajo amenaza a vulnerable, y de allí a en peligro, y de allí a un estado crítico y finalmente, a la extinción.
Huntington is the author of Martín Luis Guzmán: Entre el águila y la serpiente, A Dozen Sonnets for Different Lovers, and Return. Her most recent book is Solastalgia (Almadía / UAA, 2018). She is Managing Editor of Literal. Her Twitter is @Tanya Huntington
©Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.
Las opiniones expresadas por nuestros colaboradores y columnistas son responsabilidad de sus autores y no reflejan necesariamente los puntos de vista de esta revista ni de sus editores, aunque sí refrendamos y respaldamos su derecho a expresarlas en toda su pluralidad. / Our contributors and columnists are solely responsible for the opinions expressed here, which do not necessarily reflect the point of view of this magazine or its editors. However, we do reaffirm and support their right to voice said opinions with full plurality.
Posted: October 17, 2024 at 11:55 pm