Fiction
Retorno al mar eterno

Retorno al mar eterno

Pablo Majluf

I

Abracé el alba en el valle de la Bekaa, me perdí en el bosque de cedros del Líbano, y me coroné en el palacio de Nuredín. Crucé: morí en las ciudades muertas y giré con las norias de Hama en Siria, encontré un hueso del pueblo elegido, comí y bebí; y cuando respiré tiempo en el muelle de Biblos, regresé tres veces al mar eterno.

Luego, mi destino cambió. Me enfermé. Breves episodios que me azotaron con agudeza. Potentes mareos me robaron la felicidad y me castigaron con el desvanecimiento de mi fuerza. La vista nublada, el sudor frío, el temblor en las piernas. El infierno. Sucedían diario y aunque eran efímeros, se suscitaban inadvertidamente, como rayos, en cualquier momento: caminando en el malecón, en los salones, durante mis lecturas, con mis amores. ¿Por qué? ¿Será mi castigo? Pensé que eran ángeles caídos robándome el alma.

Después de un fuerte episodio, Yara, cansada de mis especulaciones, fiel a la ciencia, me llevó con un médico que condenó mi esoterismo, se burló de mis consideraciones metafísicas, y me sacó sangre. Era casi azul. “No cabe duda, es hipoglucemia. Tu glucosa está muy baja. Cuando sientas el anuncio debes comer azúcar”, dijo el médico.

Pero quizá habría otra explicación: Jalil, un hombre religioso, me recibió al lado del santuario. Me vistió con una manta blanca y me acostó bocarriba sobre una suave alfombra. Me tocó el pecho, la frente, las manos y los pies. Me pidió respirar profundamente. “No cabe duda: es miedo…tienes poca fe…cuando sientas el mareo debes ir al templo…”.

Uno me diagnosticó falta de fe; el otro, hipoglucemia, Uno me recetó azúcar; el otro, acudir al templo. ¿Cuál era la Verdad? En la enfermedad existen todas las posibilidades: la alimentación, el ego, la maldad, el rechazo de Dios, el augurio de muerte, la desdicha del carácter, el sistema circulatorio.

II

Un mes lunar transcurrió sin la presencia de mi desgracia. Fui feliz y volví a viajar: llegué entre ríos a la Gran Ciudad acechada por guerras; levité en la ciudad roja de los Nabateos; comí una aceituna en el Getsemaní; superé al sol en el Monte Nebo; amé a una mujer en el Sinaí.

La luna en el Medio Oriente es más grande que el sol, y yo me creía más grande que la luna.

Regresé lleno de esperanza y ansioso por dar las buenas noticias a Yara: me he curado.

Pero mi salud duró un corto mes lunar. Otro episodio –el peor hasta entonces– se burló de mi soberbia y me vapuleó como nunca. Sucedió en la tienda de Elías: caí al suelo, desmayado, con los ojos desorbitados y la lengua de fuera. Apenas lúcido, vi a Yara, a Elías, y a cien hombres corriendo hacia mí con ánimo de ayuda. Gritaban, proponían y, al final, lloraban. Estaba muerto.

III

—¿En dónde reposará este buen hombre?, preguntó la multitud.

Yara, llorando, contestó que en el templo de Jalil, el amigo de Dios.

Mi alma se percató de todo: Jalil me vistió con una túnica blanca de seda suave y fresca. Me acostó bocarriba, en medio del templo, con la cabeza orientada hacia la Ciudad Sagrada y pronunció las siguientes palabras: en el nombre de Dios, el compasivo, el misericordioso.

Vi los patrones geométricos de inigualable complejidad y belleza, vi los jardines damascenos destellando momentos de gloria, hablé con reyes y reinas, con ricos y pobres, con buenos y malos, jugué con niños y viejos, oí la flauta sufí, los cánticos del jafiz, los vientos del desierto y supe que estaba en el paraíso. Ahí, la voz encantadora de Dios me dio la bienvenida: no temas más. Entonces, verdaderamente perdí el miedo.

IV

De pronto sentí mi sangre fluyendo, los huesos densos y el tejido vivo; luego, una vertiginosa caída. Cuando abrí los ojos seguía en la tienda donde había muerto.

Según el médico, sufrí un ataque hipoglucémico. “Estos ataques producen pérdida del conocimiento, alucinaciones y confusión”, aseguró.

Pero, según Jalil, el religioso, fue un milagro. “Tu deber ahora es dar testimonio del poder de Dios: salvador de muertos”.

Yara asegura que caí en la tienda, que ahí me quedé hasta que desperté; que nunca me llevaron al templo, que jamás morí.

Si me preguntan a mí, da lo mismo: reposé un instante ahí, en el mar eterno.

 

© Imagen: Wikimedia Commons. Ancient Cedar Trees In The Forest Of Lebanon / Source Internet Archive (28 September 2013)

 

Pablo MajlufEs columnista semanal de la revista Etcétera y escribe en Letras LibresReforma y Juristas UNAM. Panelista en “La hora de opinar”, de ForoTV, junto con Leo Zuckermann. Asimismo, conduce el podcast Disidencia. Estudió periodismo en el Tecnológico de Monterrey y Comunicación y Cultura en la Universidad de Sydney, Australia. Twitter: @pablo_majluf

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Posted: January 4, 2023 at 6:37 am

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