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Saga de la imposibilidad del ser

Saga de la imposibilidad del ser

Leticia Herrera

Cuando me dijiste que tú no eras Dios

sentí miedo por primera vez.[1]

 

La literatura es ficción. El sujeto literario crea el ser literario, le da vida, lo hace padecer o gozar, preguntarse o inmolarse, que de eso se trata la literatura: de poner en el lenguaje las pasiones del ser, sus vicisitudes, sus arrebatos y preguntas, y presentárnoslo con el candor del primer ser que pobló la tierra.

Dicho esto, hagamos nuestra lectura de este Inventario de fósiles, de Sergio Pérez Torres.

Podríamos decir que asistimos a la lectura de una saga imposible, con algunos elementos que permanecen como rescoldo: el arrobo, la imposibilidad de que el amor perdure, el misticismo pagano; el entendimiento.

El mundo es el espacio del descreimiento, el lugar del sinsentido perpetuo, en el que habitamos por haber nacido involuntariamente a la luz, en un doble sentido: en el nacimiento, y en la conciencia. El amor es una entelequia; si nace, lleva en sí mismo su destrucción, merced a la disparidad que puede existir entre el ser que ama y el ser amado; si no existe una exacta correspondencia en el nivel de enamoramiento de ambas partes, ya se perfilan el drama, el sacrificio, la inmolación. La necesidad de ser poseído, amado, tomado, expropiado del propio ser, generará un dolor imposible de eludir y aunque el amante lo sepa, está a merced de lo que se ha desencadenado y de lo que espera, al menos, salir vivo:

Me deja comer su sufrimiento

como el girasol devora lo que contamina

y a cambio florece.[2]

En Inventario de fósiles se narra la entrada del sujeto al amor, a la pasión imposible de alguien que está y no está, de alguien que quiere quedarse y quiere irse, de alguien que nos deja el desgarro, la imposibilidad, la cancelación del ser antes independiente y voraz. El hecho de saberse inerme frente al otro no implica poder irse; por el contrario, se va a la pasión como a la muerte, voluntariamente:

En su abrazo aspiro

del modo en que solo el adicto al polvo sabe.

Sé bien a lo que olerá mi muerte cuando llegue.[3]

La discontinuidad del ser, como bien dice Bataille, le genera al ser humano la necesidad de buscarse en la comunión con el otro, a sabiendas de que se trata de una lucha perdida de antemano. Dice el autor de El erotismo:

Le parece al amante que sólo el ser amado […] puede, en este mundo, realizar lo que nuestros límites prohíben; la plena confusión de dos seres, la continuidad de dos seres discontinuos […] La pasión nos repite sin cesar: si poseyeras al ser amado, ese corazón que la soledad oprime formaría un solo corazón con el del ser amado.”[4]

En el forcejeo del abandono, del dejarse llevar, hay un trayecto. El ser amado se representa como lo divino, lo inalcanzable, la luz que ciega y a la vez ilumina, y ¿quién no querría estar en el lado iluminado de la Tierra? Pero también es lo que se nos niega, lo que se escurre entre los dedos, el claroscuro como norma:

Levanta los brazos como si él sostuviera el mundo,

entre la ceniza ya esparcida

y los otros hombres que parecen como muertos,

su respiración devora el aire disponible.

Me quedo inmóvil,

cerca de este barro,

para florecer una palabra

o un cardo que toque su espalda.

No tengo un lugar ahí,

se alza más como esos árboles que toman todo el sol

y beben la humedad en el desierto.[5]

 

Una vez instaurada la dependencia, hay una suerte de resignación de que el amor es así —como dice la canción—, que así como viene, se marcha:

Dejé que en mí manara el don de su destierro

como el precio que una flor de plástico paga

porque no marchite nunca su esplendor,

un perfume que solo enciende la lluvia

de sed recién saciada.[6]

Otra vez recurriendo a Bataille, que dice que el único medio de acercarse a la verdad del erotismo es el estremecimiento;[7] pensemos entonces que si encontramos aquello que nos hace estremecer, no es de dios que nos vayamos corriendo al otro extremo: más bien, con el corazón contrito, hay que aceptar que la finitud es lo único certero de la intensidad, y aun así, quedarse, pagar el precio, aunque a lo que aspiremos es a la permanencia:

Cuando él está hundido en este foso

no canta ni reza para no caer en el verano de mi suerte.

¿Querrá dormir aquí conmigo,

donde siempre es de noche, aunque el sol ciegue?

Por alcanzar un trozo de su piel endurecida

me haría quemar en una hoguera,

cambiaría todo el oro de mi hambre

por los años más negros de un cielo forrado de plomo.[8]

Y más adelante, se reitera la súplica:

¿No querrá morir aquí a mi lado,

que nos sepulten juntos tomados de las manos,

encima de la tierra de los padres de sus padres

y del polvo que también ya son los míos?[9]

A modo de epílogo, encontramos el término de la pasión, su inabarcable silencio, lo que ha de dejarnos: la nada; lo inmarcesible de la nada:

¿Esto es la felicidad, este fuego calcinador de huesos

que me pulveriza el tiempo antes y el tiempo después?

Acaricié sus músculos como a una guitarra nueva,

esta melodía omitió notas, los silencios formaron olas duras,

del tamaño de la soledad de Dios los viernes en la noche,

ya no me quedan fuerzas para combatir su sangre,

lo dejo entrar, lo dejo venir dentro de mí, lo dejo partir

como al nacer aprendí cómo sería cada respiración,

como en mi niñez dejé ir al globo rojo que latía entre mis manos.[10]

Sin embargo, la fusión que en el amor se buscaba se traduce en crecimiento, en ese darse a luz en una especie de segundo nacimiento, el real, del yo que será. El poeta retrata a un Jonás posmoderno, superviviente del amor.

Dentro de este mamífero marino llamado amor

le digo a Dios que olvidaré ese otro nombre

pero no puede escucharme detrás del latido de ballena.

¿Volveré a nacer de algún vientre?

¿Seré dado a luz sobre una ola más triste

o seré dado a la oscuridad de su cabello?

Esta caja torácica me salva de la libertad,

el color de su inocencia me recuerda a mis huesos,

ahora sé que moriré en una tormenta blanca,

tal vez yo también salga de mi propia piel.[11]

 

Leticia Herrera (Monterrey, 1960). Poeta, periodista y promotora cultural. Estudió Sociología en la UANL. Es autora de Pago por ver (STUANL, 1984), Canto del águila (UANL-Preparatoria 1, 1985). Poemas para llorar (Gob. del Edo. de Nuevo León, 1993), Caracol de tierra (Ediciones Castillo, 1996), Vivir es imposible (CONARTE-Nuevo León / Verdehalago, 2000), Hace falta que llueva (Ediciones Castillo, 2002), Por lo que también vendrán (spi, 2005), Poemas incompletos 1984-2006 (Universidad de Guanajuato, 2006). Ha trabajado como editora de páginas culturales y editoriales y ha sido colaboradora en los periódicos El Diario de Monterrey; El Nacional (edición Nuevo León) y El Porvenir; redactora de Coloquio. Colaboradora de Aquí vamos, Blanco Móvil, Coloquio, Contraesquina, Deslinde, El Matamoscas, El Volantín, La Hormiga Herrante, Papeles de la Manscupia, entre otros. Becaria del Centro de Escritores de Nuevo León, 1991; y del FOECA-Nuevo León, en ensayo, 1994. Sus poemas han sido traducidos al alemán, búlgaro e inglés.

 

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[1] Pérez Torres, S. Inventario de fósiles, p.34.

[2] Ibíd., p. 13.

[3] Ibíd.

[4] Bataille, G. El erotismo, p. 25.

[5] Pérez Torres, S. Ibíd., p. 38.

[6] Ibíd., p. 41.

[7] Bataille, G. Las lágrimas de Eros, p. 88.

[8] Pérez Torres, Ibíd., p. 50.

[9] Ibíd., p. 69.

[10] Ibíd., p. 68.

[11] Ibíd., p. 71.


Posted: October 21, 2022 at 10:20 am

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