Salvación del salvador. Un texto olvidado de Sergio Pitol sobre Alfonso Reyes
Adolfo Castañón
I. Hace un año murió en Xalapa el 12 de abril Sergio Pitol Demeneji. Adiós Serguei, adiós Serge. Nuestro hombre en Varsovia y en Moscú, el agente secreto del desfile del amor en Roma y en Londres, el mexicano que tomó por asalto Barcelona desde las trincheras de Cracovia y Budapest, el que hizo suyas las leyendas de Praga y de Zúrich, el artista adolescente que tomó baños en Baden-Baden y en Trieste, en Fortin de las Flores y en Huatuso, el que nos trajo de regalo a Gombrowicz y a Von Rezzori, a la cruzadas de los niños de Andrejewsky y a las tramas secretas de Tibor Déry, el trotamundos sedentario…, el ruso que se hacía pasar por veracruzano, el polaco que conocía las historias de los aristócratas austriacos y de los arribistas totonacos…, el nómada de los cuadernos, el traductor, el enamorado de los perros y de las chamarras de gamuza, el fino y corrosivo, que nos dejó una obra, es decir, una mansión de innumerables piezas, tantas como libros escritos, traducidos, leídos. Sergio Pitol, el que nos enseñó a reír de nuevo a carcajadas catárticas contando las tonterías de los insignificantes, el viajero, el diplomático, el que se sabía de memoria poemas de Alexander Serguei Puschkin y de los dos Milosz, el Joseph Brodsky mexicano, el peregrino en su patria, el huérfano, el que no tuvo hijos sino lectores, nosotros, ustedes, algunos otros semejantes y hermanos. Más allá o más acá de los premios. Por donde pasaba Sergio había fragancia de gardenias, él olía a nuevo y a persona recién salida del baño, con la frescura que da la autenticidad, olía Sergio a pureza artística. Como Borges, como Arreola o Rulfo… En Sergio se consagraban las hablas populares y los modos cortesanos en la prosa recreada por un oído infalible que sabía que en cada frase se esconde o anida un personaje. Para traducir a los más de cincuenta autores que pasaron por sus ojos, oídos y dedos, tuvo que haber leído por lo menos a otros cien en varios idiomas… sin dejar de tener conciencia de que su Ítaca era el español de México, el de Agustín Yáñez y de Sergio Galindo, el de Monsiváis y el de Agustín Lara, el de Margo Glantz y el de Ricardo Garibay, el güiri güiri incesante de Ibargüengoitia y de Jorge López Páez, de Alfonso Reyes y de Mariano Picón Salas… Dije que hace un año Sergio fue traducido a la otra orilla, pero parecemos no habernos dado cuenta y todavía tomamos el avión hacia Varsovia o hacia Moscú sin saber que con su muerte se nos acabó la visa, y que tenemos que volver a aprenderlo todo, como si nos hubiera fulminado un ictus y sólo nos quedaran esos cuantos minutos de la ventana de oro que él supo abrir para nosotros de par en par. “Nuestro deber es pensar menos en la muerte de Sergio Pitol que en las circunstancias de su obra que, en este caso, es perdurable y gloriosa” para frasear las palabras que dijo Borges sobre Carpentier cuando éste falleció.
II. Tuve la suerte de descubrir y leer a Sergio Pitol como autor sin que nadie me recomendara su lectura. Mi primer encuentro fue con la novela El tañido de una flauta, que me pareció y sigue pareciendo extraordinaria. Tuve la suerte de que Carlos Monsiváis publicara en La Cultura en México de Siempre! el testimonio de mi lectura. El tema de la novela es el arte, la imposibilidad y dificultad de la obra artística, es una novela escrita o pensada desde la familiaridad que tenía Pitol con ese género del kunts-roman, relacionada con Dr. Faustus de Thomas Mann pero también con Lampedusa y con Evelyn Waugh. Seguí teniendo suerte y leí sin conocer todavía al autor de El nocturno de Bujara. Me enamoré de esta obra, me cautivó, es decir, me volví prisionero voluntario de su construcción, pues me recordaba y recuerda la ciudad de Istanbul, que conocí en mi errancia por Europa a principios de los años 70. Los libros de Sergio Pitol forman parte de mi educación sentimental e intelectual. No soy capaz de juzgarlos ni menos de sojuzgarlos, pues ellos me sojuzgaron durante años.
Todo eso es anterior a mi conocimiento de la persona llamada Sergio Pitol, al que finalmente traté y conocí a principios de los años 90 siendo yo editor del FCE. Pitol era y sigue siendo para mí un autor de referencia, no una cantidad sino un número primo, no una palabra más sino, en cierto modo, una letra del alfabeto. Me tocó ser el editor, es decir la persona que recibió al autor, traductor y diplomático que le propuso al FCE uno de sus libros más entrañables: La casa de la tribu, su reunión de ensayos rusos o sobre autores rusos. Esa propuesta resultó iluminada por una coincidencia. Iría yo a visitar la entonces Unión Soviética a una Feria del libro acompañado y guiado de Selma Ancira, la traductora del ruso. El viaje fue como un cuento de las 1001 noches en el que se le devuelve la vista a un pobre ciego que abre los ojos al mundo por primera vez. Esto se lo debo al hecho de que Selma, nuestra querida y reverenciada Selma, haya tenido la paciencia de llevarme en Moscú a cada uno de los lugares evocados o citados por Sergio en La casa de la tribu, las casas de Tolstoi, Pushkin, Maiakovski. Al regresar a México, bendije a Pitol y a Selma. Leí y he leído sus libros con devoción y admiración. Uno de los que más me ha tocado ha sido El arte de la fuga, donde Sergio Pitol combina el ensayo, la confesión y la narración. Pero Pitol es además y por si fuera poco un traductor eminente y consistente hasta el punto de que ha sido posible armar una biblioteca personal de Sergio Pitol con el sello de la Universidad Veracruzana. Gracias a él, el viento fresco de la literatura de Europa oriental, la de Gombrowicz y Andrejewski, ha llegado a nosotros, es decir, a la lengua de Cervantes.
III. Me dice una dama-duende que cuando a Sergio Pitol le anunciaron que había ganado el Premio Cervantes lo conmovió la sorpresa. Más allá del estremecimiento inmediato, lo embargó una emoción singular. ¿Hasta qué punto —me dice la dama que Sergio se preguntaba— los jurados se habían dado cuenta de que desde hacía años cervanteaba —para invocar a Juan Goytisolo— y seguía la huella paródica y el rastro humorístico del que va desdoblando el mundo para exponer sus costuras involuntariamente humorísticas? ¿Hasta qué punto los jurados conjurados se habrían dado cuenta, además, de que esa veta paródica y humorística es uno de los puentes que unen a la literatura española de Cervantes con la de cierta escuela literaria mexicana, y en especial veracruzana, que ha sabido hacer del contrapunto carnavalesco e irónico —como en las obras de Sergio Galindo, Juan Vicente Melo y Jorge López Páez— la materia de una fabulación que, por cierto y para mayor revelación, tiene sus ecos y vertientes en las letras rusas de Nicolai Vasilievich Gogol y de Anton Chejov, autores cultivados y armados por Sergio Pitol?
IV. No es casual que en las primeras páginas de El mago de Viena, el autor de El tañido de una flauta (1973) se invoque la figura de H. Bustos Domecq, la bicéfala creatura fraguada por los cuatro hemisferios cerebrales de Jorge Luis Borges y de Adolfo Bioy Casares? Y precisamente en la maquinaria deseante de la parodia estriba el artilugio transparente de la imitación que se desdobla y sabe acechar el espejo, para ver aparecer ahí su propio rostro tanto como la cabeza del gato que va desapareciendo hasta dejar esfumada en el aire su irónica sonrisa.
El sentido del humor alimenta vitalmente la savia del árbol cervantino y nutre también la de su lector y aliado mexicano —en el pleno sentido mágico de la palabra— quien llega a su lectura y escritura con oído fino de incógnito murciélago en compañía de un cortejo de narradores como pueden ser los mencionados Juan Vicente Melo, Sergio Galindo, Jorge López Páez y de otros más de la región como Emilio Carballido, o aun de otras regiones como el explosivo Jorge Ibargüengoitia, el versátil José de la Colina, el abrasivo Alejandro Rossi, o antes como un Ricardo Garibay y Carlos Fuentes, también Premio Cervantes como Guillermo Cabrera Infante, todos ellos genios de la parodia y la imitación. El contrapunto de la felicidad y de la desgracia recorre la obra del autor de La gitanilla, pero también la de estos autores nuestros y, en particular, la obra a la par singularísima y ejemplar de Sergio Pitol, el enamorado de las musas eslavas y mediterráneas, pero también el cautivo de las atrevidas y audaces dulcineas de la huasteca.
V. En cada una de sus novelas y cuentos, Sergio ha sabido transfigurar y salvar la realidad con su ingenio y fantasía. Pero Pitol no sólo fue lector de los rusos y los polacos, los italianos y los ingleses. Lo ha sido de los españoles y de los mexicanos. Me contaba la citada Selma que alguna vez le dio Sergio un consejo, para ponerse a traducir, leer una hora antes unas páginas de Benito Pérez Galdós. De joven leyó a Pedro Henríquez Ureña y a Alfonso Reyes, como muestra el poco conocido texto que adelante se presenta.
VI. Mi contacto con Sergio Pitol ha sido más bien a través de sus novelas, cuentos, ensayos y traducciones como El tañido de una flauta, Nocturno de Bujara, La casa de la tribu o El arte de la fuga. A Sergio Pitol también me ha tocado tratarlo como autor. Según dije renglones atrás, fui el editor o, más bien, el interlocutor editorial que designó el Fondo de Cultura Económica para seguir el proceso de edición de La casa de la tribu. Esto me permitió tratar en persona a este maestro y amigo de varios maestros y amigos míos como Carlos Monsiváis, de quien Pitol era cercano, o la ya citada Selma Ancira. A partir de ahí, se fue desarrollando un trato amistoso. Coincidimos en algunos viajes por América Latina, por ejemplo, Colombia, y tuve la oportunidad de visitarlo varias veces en sus casas en Xalapa o en México. Siempre me llamó la atención su sentido del humor y su capacidad para leer, no sólo para ver, el otro lado de la trama. Le debo además, como muchos otros, haber leído a autores como Witold Gombrowicz o Jerzy Adrejewzki. Ciertos lugares de la literatura de Pitol tienen que ver con estos escritores. Pero las letras de Sergio Pitol no están solas. Fue contemporáneo de Jorge López Páez y de Sergio Galindo con cuyas letras las suyas tienen algunas afinidades. Pitol recibió el Premio Alfonso Reyes. Pocos saben que las relaciones entre ambos fueron menos accidentales u ornamentales de lo que cabría pensar. Yo tampoco sabía hasta qué punto mi interés por la obra de Alfonso Reyes era compartido por Sergio, sobre todo por el joven Sergio Pitol. Cuando Alfonso Reyes publicó su libro Memorias de cocina y bodega, el joven Pitol hizo en Medio Siglo, la revista dirigida, entre otros, por Carlos Fuentes, una reseña entusiasta y acuciosa de ese libro. Quien se asome al Diario de Reyes verá cómo Pitol era uno de los jóvenes que, junto con su amigo Luis Prieto, iba a visitar a Reyes, al menos desde 1952. A Reyes le simpatizaba Pitol, y sin decirle nada estuvo detrás del viaje que éste haría a Venezuela, como se puede leer en las cartas cruzadas entre Mariano Picón Salas y Alfonso Reyes. Pitol sólo supo esto mucho más tarde, años después de muerto Reyes. Traigo esta anécdota a colación pues creo que Pitol tomó de Reyes esta inspiración de hacer el bien al otro sin estar pregonándolo. Creo que por eso era y es tan querido y admirado. Esa nobleza lo ha llevado a ayudar y aconsejar a los escritores y amigos, a decir y hacer el bien dentro y fuera de nuestras fronteras, a redactar con limpieza y buen humor las frases de la convivencia.
Puede decirse, con seguridad, de Alfonso Reyes, que nada que sea humano le es ajeno. Es una certeza que adquirimos al repasar el índice de libros de este autor. Ahí están para demostrarlo sus obras de investigación literaria, filosófica e histórica. Sus incursiones por Grecia, cada vez más fructíferas en hallazgos. Sus escritos de carácter social: sus monografías sobre temas de derecho internacional; sus cuentos; su poesía; en fin, su obra toda.
Don Alfonso ha estudiado al hombre, como sujeto capaz de pensar; capaz de escribir; como entre viviente en un momento histórico determinado; como ser gregario, perteneciente a una sociedad dada; sus cuentos se ocupan de él, como actor de episodios ficticios o reales. Ahora en éste, su último libro, el hombre aparece condicionado por otra dimensión, la del estómago.
“Memorias de cocina y bodega”, es un libro delicioso, sin precedentes en nuestra literatura, ya que en ella, algunos han ignorado que la mesa y la bodega, puedan ser surtidores de placeres dignos de ser cantados. Otros, los iniciados, no se han atrevido a llevar sus impresiones al libro, temerosos de que al hacerlo, su obra sea tildada de vana y poco seria. Alfonso Reyes, consciente de la bondad de su obra, no ha parado en mientes y ha escrito los diecisiete descansos que integran el libro. El resultado, un manual de gratísima lectura, donde la erudición que la materia exige, está sazonada con la palabra precisa, viva y jugosa. Es el estilo personalísimo de Alfonso Reyes, que hace viva y palpitante en igual forma una página de sus memorias, un capítulo sobre la crítica en la edad ateniense o un comentario sobre el mole poblano.
Para el lego en la materia —¡y somos tantos!— nada mejor que estas experiencias de gourmand, de un hombre a quien, las convulsiones políticas del país y el no transigir con el bárbaro régimen de Victoriano Huerta, llevan a Francia, donde pasa por una ligera iniciación en el arte de la buena mesa.
Más tarde, una estancia de dos años en España, enriquecerá esta incipiente afición a la gastronomía, con su cocina de penetrante olor de ajo y aceite, característica de Grecia e introducida a esta país por la huestes de Escipión; enriquecida por los árabes, que traen a tierras ibéricas, todos los aromas y condimentos de Arabia, Persia y la India y por las diversas frutas que los cruzados traen consigo del Medio Oriente. La vanguardia americana en España, la representaron la papa, el tomate, el chile, el cacao y el maíz. Con todos estos elementos de procedencia extranjera, la cocina española se fue forjando, con caracteres y sabores propios e inconfundibles.
Algún tiempo después, emprende nuevamente la conquista de Francia, con un paladar de catador experimentado, que le gana invitaciones a los convites de las sociedades gastronómicas, más exclusivas y de mayor prestigio en el país.
Un día, lo sabemos disfrutando de la suculenta comida sudamericana —brasileña, platense, chilena—, donde descubre ciertos denominadores comunes en la cocina mexicana. no terminan aquí sus conocimientos y experiencias; vendrán también, sus hallazgos en los grandes restaurantes cosmopolitas de París y Nueva York, de la cocina rusa, escandinava, alemana, holandesa, belga, inglesa y la china, en que cada plato consta de elementos heterogéneos, para dar por resultado una síntesis, en que, dice el autor, se aprecia el sabor de la resultante, mucho más que el de los elementos.
A lo interesante del tema y a la sobriedad y gracias del estilo, se aúna la belleza de las viñetas de Elvira Gascón, tan intencionadas y sugestivas (Medio Siglo, 3, jul-sep, 1953, pp. 118-119).
Estas son las páginas que el joven Sergio Pitol escribió para saludar las Memorias de cocina y bodega (Tezontle, México, 1953), de Alfonso Reyes, y que en cierto modo le abrieron las puertas del mundo.
Adolfo Castañón. Poeta, traductor y ensayista. Es autor de más de 30 volúmenes. Los más recientes de ellos son Tránsito de Octavio Paz (2014) y Por el país de Montaigne (2015), ambos publicados por El Colegio de México. Premio Alfonso Reyes 2018. Twitter:@avecesprosa
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Posted: April 28, 2019 at 5:09 pm
¡Qué delicia leerle Maestro! Larga vida repleta de salud para usted. Bendiciones.