San Gregorio Atlapulco, Xochimilco: donde la solidaridad volvió a tener significado
Irma Gallo
Era jueves. Habían pasado dos días del acontecimiento que rompió en partecitas la Ciudad de México, igual que hace 32 años. Muchas brigadas de voluntarios se fueron a las colonias Roma y Condesa, en donde el saldo fue catastrófico. Pero por redes sociales empezaron a circular las noticias sobre un pequeño pueblo; se decía que ahí las cosas estaban graves.
San Gregorio Atlapulco es parte de la delegación Xochimilco, famosa por sus zonas de chinampas y sus trajineras, donde visitantes del país y del extranjero disfrutan de un paseo por los canales, mientras escuchan música de mariachi, banda o reggaeton, beben tequila y comen carnitas, barbacoa, botanas o tacos de canasta.
A pesar de su cercanía geográfica, este escenario bucólico está lejos de la realidad cotidiana de San Gregorio: un pueblo de gente modesta, trabajadora, a la que el sismo del 19 de septiembre pegó de lleno. La devastación se extendió por sus calles angostas: la iglesia principal sufrió graves daños, y algunas casas aledañas se vinieron abajo. Como un golpe sordo y seco, la vida de los habitantes de San Gregorio se transformó en unos minutos.
Hay una sola vía de acceso vehicular hacia este pueblo. A dos días del terremoto estaba completamente congestionada. Lo mejor era dejar los carros en cierto punto y a partir de ahí caminar. A la par de nuestros pasos sonaban los de gente de todas las edades cargando cajas de cartón y bolsas con despensas, garrafones de agua, botiquines médicos. No sabíamos hasta donde podríamos llegar pero estábamos dispuestos a intentarlo; el paisaje se transformaba conforme avanzábamos: había casas sin techo, sin ventanas; había sillones, juguetes, ropa, trastes, álbumes de fotos en las calles. Había puestos improvisados con mesas que la gente sacó de sus casas, con un mantel blanco que bien podía haber sido una sábana, en donde se ofrecía comida gratis a los brigadistas y voluntarios –¡y hasta los pocos periodistas que recorríamos la zona con nuestras cámaras, grabadoras y micrófonos!–. Eran tortas, bolsas de arroz preparado, plátanos, botellas de agua, tacos dorados y de guisado; era la manera en que la gente de ahí agradecía a los extraños que habían ido a ayudarlos.
De pronto ya no pudimos avanzar más: enfrente de nosotros estaba el primer derrumbe. La calle cerrada, y sólo pasaban los que trajeran casco. Con las identificaciones de prensa nos dejaron acercarnos un poco más. Íbamos Francisco Bram, camarógrafo, José Meléndez, que tomaba fotos y video con otra cámara y yo. Un voluntario quiso hablar: “Aquí mucha gente viene a hacer turismo del terremoto: se toman la selfie con los escombros detrás y se van”, dijo. Se le veía cansado y no disimulaba su enojo. Estábamos grabando su testimonio cuando un trabajador con casco y overol anaranjados cayó al suelo y empezó a convulsionar. Llegaron corriendo hombres cargando una camilla, mujeres vestidas de enfermeras; nos sacaron de ahí. No supimos qué pasó con el trabajador.
Entonces, un capitán de la Marina que lo había visto todo nos dijo que lo acompañáramos para que nos dejaran pasar a las calles aledañas a la iglesia, porque enfrente había un edificio que también se derrumbó.
Construida por los franciscanos en 1559, la parroquia de San Bernardino de Siena perdió su portón y parte de la barda que cercaba el atrio. Enfrente, de lo que era un pequeño edificio de tres pisos, quedó solo un montón de escombros entre los que varios brigadistas se afanaban por encontrar a alguien con vida. Nos detuvimos justo en el momento en que levantaban el puño cerrado, señal de hacer silencio, porque puede que alguien estuviera, todavía, respirando entre los pedazos de yeso y varilla, entre la montaña de polvo.
El silencio era pesado, solemne, expectante. Pero no duró mucho. Esa vez la esperanza se volvió chiquita, hasta que desapareció.
Del otro lado de la iglesia se organizó el mayor centro de acopio de San Gregorio Atlapulco. A pesar de que empleados del gobierno de la Ciudad de México, soldados y marinos que entregaban las despensas insistían en que “hay suficiente para todos”, la gente estaba desesperada: se saltaba la fila, se empujaba, hasta se formaba dos veces.
Tan sólo unas calles más atrás, Fabiola Mendoza, una mujer joven con playera rosa y una cachucha para taparse del sol, se quejaba de que allá no llegaba la ayuda: “Nuestros vecinos de acá enfrente están obstruyendo el paso. Estamos en el lugar más afectado. La maquinaria pasa, hay carros de volteo, cascajo, y entonces no pueden pasar. La ayuda la están dejando en las orillas del pueblo y en el centro. También viene gente que no es del pueblo, que no es de por aquí, y se está llevando la comida”. Al final se le quebró la voz. Se le humedecieron los ojos. Nos dijo “Perdón”, como si hubiera hecho algo mal, y se fue, a seguir trabajando, a seguir ordenando la poca comida que había llegado a su calle.
Más adelante, los marinos y los soldados habían establecido un puesto de control. El teniente Vicente Contreras, del ejército, estaba a cargo: “Aquí en San Gregorio Atlapulco lo primero que se hizo fue prestar atención médica, que eso lo hizo inmediatamente la población local. Cuando nosotros arribamos, contribuimos. Ahorita la situación que prevalece es la falta de agua”.
La gente no tenía con qué bañarse ni con qué lavar los trastes. Pero eso era lo de menos: “Sacamos dos personas fallecidas del edificio”, dijo el teniente, como si dijera cualquier cosa. No lo culpé. Supongo que eso es lo que hay que hacer para que el estrés no gane en momentos como éste.
Salimos caminando del pueblo. Había mucha gente ayudando a remover escombros y como cadenas humanas, a sacarlos con las manos. No todos llevaban guantes ni cascos. Otros pasaban ofreciendo bolsas de plástico con un sandwich, un plátano y una botella de agua. No había luz en la mayoría de las casas, pero había una en donde rentaron una planta. Afuera, en un letrero, se leía: Recarga de celular. Sólo 30 minutos.
Ahí la solidaridad no fue el nombre hueco con el que uno de los expresidentes más odiados de este país (¿cuántos más se acumularán?) bautizó un programa social en 1988; ahí fue más que una palabra: fue la mesa llena de medicinas como consultorio improvisado detrás de la iglesia en donde una doctora y una enfermera de la UNAM atendían a niños, mujeres, ancianos, con ataques de ansiedad o presión alta; fue el grupo de motociclistas que cargaban cajas llenas de alimentos no perecederos, papel de baño, jabón, pasta de dientes y ropa; fueron los brigadistas de la refinería Lázaro Cárdenas que vinieron desde Minatitlán, Veracruz, y al principio las autoridades de Protección Civil no les dejaron ayudar, hasta que de tanto insistir, no les quedó de otra que aceptarlos; fue un letrero en una casa a la salida del pueblo que decía: El pueblo de San Gregorio Atlapulco les agradecemos (sic) infinitamente todo el apoyo brindado y las muestras de solidaridad. Dios los bendiga.
Irma Gallo es periodista y escritora . Colabora para Canal 22, Gatopardo, El Gráfico, Revista Cambio, y eventualmente para otros medios. Es autora de Profesión: mamá (Vergara, 2014), #yonomásdigo (B de Block, 2015) y Cuando el cielo se pinta de anaranjado. Ser mujer en México (UANL, 2016).
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Posted: September 28, 2017 at 9:54 pm