Signos en el cielo
Alberto Chimal
En los últimos meses, es probable que les hayan llegado muchas notas, videos o memes acerca de ovnis. El tema se ha puesto de moda una vez más, como sucede cada cierto tiempo en la cultura pop. Reconocerán las publicaciones que lo tratan porque suenan a “teoría” conspiratoria o éxito de Hollywood: ¡LA NASA ADMITE QUE EXISTEN LOS OVNIS! ¡EXTRATERRESTRES VIVEN ENTRE NOSOTROS! ¡LOS EXPEDIENTES X TENÍAN RAZÓN!, etcétera.
(Si Los Expedientes X no les suena a nada, no se preocupen. Era una serie de antes de que ustedes nacieran. Pasaba en la televisión y no por internet, imagínense.)
Como en días recientes hubo aún más publicaciones al respecto, investigué un poco y encontré que el origen del furor actual es una especie de maniobra política. Un comité de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos ha estado organizando audiencias públicas para que diferentes personas hablen de sus experiencias con ovnis, siguiendo eventos similares el año pasado y luego de medio siglo de que el tema no se mencionara en semejante entorno oficial. La audiencia más destacada por los medios hasta hoy es la de un tal David Grusch, exfuncionario del Departamento de Defensa, quien el 26 de julio dijo… más o menos lo que dicen los memes. Es decir, los ovnis existen, son naves extraterrestres, el gobierno estadounidense tiene restos de esas naves, ¡tiene también restos no humanos de los pilotos!, ¡y desde hace décadas le oculta la verdad a la gente!, ¡LE IMPIDE CONOCER LOS MISTERIOS DEL ESPACIO Y LAS DIMENSIONES SUPERIORES!, etcétera. Según Grusch, hasta el papa Pío XII estuvo implicado en algún momento. You can’t make this stuff up –“estas cosas no se pueden inventar”–, como han dicho incontables personajes de películas y series: de tan absurdas que parecen, han de ser ciertas.
Grusch no ofreció evidencia de ninguna de sus afirmaciones, y declarar en un acto oficial, incluso bajo juramento, no equivale a decir la verdad ni a tener razón. Pero eso es lo de menos, por supuesto. La mayoría de quienes se han enterado se ríe con el asunto; algunos, los más supersticiosos, encuentran nuevas razones para mantener sus creencias, y los políticos que organizaron las audiencias –del Partido Republicano–pueden decir que el gobierno entero de su país –encabezado en este momento por un presidente del Partido Demócrata– es perverso y corrupto. (Decir que todos los miembros de un grupo un grupo son malvados y mentirosos, mientras se es miembro de dicho grupo, es un acto de disonancia cognitiva de lo más raro, pero no es infrecuente en esta época. Ya sabemos que lo importante es el volumen al que se gritan los argumentos, y no su coherencia.)*
Aquí debo hacer una aclaración de índole personal: cuando era niño creía en los ovnis. Uso el verbo deliberadamente: las historias de la época sobre alienígenas, que se difundían sobre todo por la televisión y por medios impresos, estaban hechas como las de ahora, para entretener y arrebatar, y yo estaba –como muchas otras personas– muy arrebatado y muy entretenido.
No era una fe coherente, articulada: un sistema del mundo que definiera por completo mi identidad y mi visión del mundo, pero lo cierto es que únicamente las personas más fanáticas tienen fes así. Para aquel niño, igual que para mucha gente de hoy, la noción de los objetos voladores no identificados (que se resisten en la imaginación colectiva al nombre propuesto más reciente y vago de “fanis”: fenómenos anómalos no identificados) estaba en el mismo nivel que los dibujos animados de la televisión o las historias populares de la Llorona, el Coco o cualquier personaje semejante. Al margen de la presunta importancia de la existencia de las civilizaciones extraterrestres, o de los oscuros poderes fácticos que deseaban ocultarla, o de las auténticas experiencias límite que algunas personas pueden tener, y que al menos subjetivamente son reales…, al margen de todo esto, a mí lo que me gustaba era mantener esas historias en una zona intermedia de mis pensamientos, entre lo aceptado y lo obviamente falso, como una fuente de inquietud y de incertidumbre. Es decir, mi objetivo era asustarme.
Editorial Posada, una extinta empresa mexicana, publicaba no una, sino dos revistas acerca de “fenómenos paranormales”, Duda y Contactos extraterrestres. Yo me las compraba o hacía comprar siempre que podía, para alternarlas con cualquier libro que tuviera conmigo. Las leía en un parque cerca de mi casa, y en ellas me enteré de toda la mitología horrible del “fenómeno ovni”; de entonces, desde clásicos como el caso del matrimonio Hill (Betty y Barney, secuestrados por un ovni, víctimas de lavado de cerebro para “olvidar” el hecho, sujetos de hipnosis para “recordarlo”) hasta variantes más modernas, como el caso de un planeta llamado Ummo que se aparecía en España (ya sé que suena absurdo, así lo recuerdo) o el de una tal Semjase, alienígena bienintencionada venida de las Pléyades, en la que creyó el mismísimo Juan Gabriel.
No me pidan que les cuente de Fortunato Zanfretta, el velador italiano que no hizo honor a su nombre porque fue secuestrado no una ni dos sino tres veces (al menos) por alienígenas muy interesados en su anatomía. Y tampoco me pidan que les cuente de los libros sobre el tema. La editorial Planeta parecía publicar decenas cada año, que se encontraban hasta en los supermercados. Una colección completa de esos materiales
sería mucho más pequeña que las publicaciones de unos pocos meses sobre el tema en las modernas redes sociales, pero tendría mejor redacción, mejores ilustraciones… y sobre todo mayor coherencia. Menospreciarla es un serio error de nuestro tiempo. Uno la echa en falta incluso si no sabe definirla, como ocurre cuando vemos una película de franquicia por debajo del promedio, con un guión más descuidado y peor maquila de efectos digitales.
Menciono todo esto porque, si bien ya no creo en nada de todo aquello (y ni siquiera me parece bueno como material literario, salvo pocas excepciones), puedo entender el apego que el público actual de los ovnis, y del esoterismo en general, siente todavía por sus tramas, personajes y clichés favoritos. Y también noto un detalle que no se mencionaba entonces y no se menciona ahora, pero que me parece evidente. Las supersticiones tienen orígenes que pueden ser difíciles de encontrar y describir con certeza. Pero rara vez es difícil comprender su atractivo. Los seres humanos necesitamos certidumbres, alivio de las penas y los miedos, y si no los podemos encontrar, los inventamos, o bien seguimos a quienes los inventan por nosotros. El “fenómeno ovni” es un combustible para la paranoia o el apego a una masa, como el resto del pensamiento conspiratorio de esta época, desde los mitos antivacunas hasta el de la Tierra plana. Pero también es la huella de un trauma: uno que la cultura occidental (o tal vez las culturas cristianas de occidente) sufre desde hace siglos y del que no se repone.
Este trauma comenzó con el desarrollo de la astronomía, y en especial con los descubrimientos de Copérnico, Galileo, Kepler y otros, quienes a lo largo de varios siglos fueron destruyendo el mito de la centralidad de la Tierra en el universo. Este conocimiento fue perseguido y suprimido en diversos lugares y épocas diferentes por razones políticas y religiosas, es decir por razones de poder, pero también porque reducía la importancia de la especie: hacía sentir menos a muchos individuos, reducía sus certidumbres y su seguridad en un orden divino, prefijado, que no dependía de ellos.
En la actualidad, las sociedades occidentales se dicen racionales y seculares aunque no siempre lo sean del todo. Sin embargo, sí es cierto que la llamada Revolución Copernicana, con todas sus modificaciones y refinamientos posteriores, ha cambiado definitivamente el modo en que aprendemos a observar nuestro lugar en lo real. Al mismo tiempo, la pequeñez que ahora debemos aceptar sigue siendo intolerable para la mayor parte de los seres humanos. Basta con mirar las reacciones violentas que aparecen en las artes y los medios. Por ejemplo, La guerra de los mundos de H. G. Wells (1898) se publicó tres años después de que el astrónomo estadounidense Percival Lowell empezara a difundir su hipótesis (después impugnada y desmentida) de que en Marte había “canales”, grandes obras de ingeniería para conducir agua e irrigar el planeta. Lowell y Wells coinciden en pintar a una especie no humana, completamente ajena al modelo antiguo y ya invalidado del cosmos, y encima considerarla superior a los seres humanos, capaz de hazañas tecnológicas que para nosotros aún son imposibles. Otro ejemplo es la obra de H. P. Lovecraft, donde por una parte empieza a explorarse lo que realmente podría implicar la noción de formas de vida, experiencias y perspectivas completamente alienígenas –y con esto se anticipa toda una corriente literaria, con representantes tan variados como Stanislaw Lem, Jeff Vandermeer o Anna Starobinets–, y por la otra el miedo producido por esos hallazgos se liga con enemigos supuestos de una cultura dominante (en el caso de Lovecraft, la población blanca, anglosajona y protestante de su país).
En 1947, un piloto llamado Kenneth Arnold se hizo de fama mundial al reportar que, durante un vuelo, había visto objetos extraños en el cielo. Tenían forma de disco truncado o tal vez de ala, como los últimos prototipos de aviones de la recién derrotada Alemania nazi. Y se movían raro, dijo Arnold: parecían rebotar, como “platos” arrojados a la superficie de un río o de un lago. Los periodistas cometieron el error de quedarse con la descripción del movimiento y acuñaron el término platillos voladores. Aquellos intrusos fueron vistos como una invasión literal en un país que no había visto conflicto bélico alguno en su territorio durante la Segunda Guerra Mundial. Era un momento en el que la paranoia de aquel periodo estaba siendo reemplazada por la paranoia anticomunista, así que otra vez se repitieron los mismos malestares y las mismas reacciones de otros tiempos.
Las historias de miedo sirven, en el sentido más literal y llano del término, porque en ellas podemos examinar nuestros miedos y desahogarlos de forma segura, sin tener que enfrentar peligros reales. Existan o no, los ovnis –el nombre fue propuesto como una opción más formal que “platillos voladores”– son en el fondo parte de ese tipo de ficción, y en este momento se integran no solamente con las mitologías de la derecha neofascista, sino también con los miedos, cada vez menos difusos y más extendidos, a la destrucción debida al calentamiento global, a la caída en el caos de los estados-nación, al ascenso de oligarquías y plutocracias cada vez más rapaces.
Las profecías siempre son signos marcados por una mano desconocida, como en la historia bíblica de Daniel; en este caso, los signos están, como desde hace ya tiempo, en el cielo, y sólo ocurre que no alcanzamos a leerlos del todo, como si estuviéramos soñando. Como si no consiguiéramos despertar y enfrentar la urgencia del momento.
-Foto de Michael Herren en Unsplash
Alberto Chimal es autor de tres novelas, más de 30 libros de cuentos, ensayos y guiones de cine y de cómic. Recibió el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002, el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima 2014 y el premio del Banco del Libro 2021, entre otros. Su libro más reciente es la novela La visitante. Contacto y redes: https://linktr.ee/
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Posted: August 6, 2023 at 7:13 pm