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Sílabas migrantes: la literatura en español en tierras del Tío Sam

Sílabas migrantes: la literatura en español en tierras del Tío Sam

Oswaldo Estrada

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Desde hace algunos años, mucho se habla del auge de la literatura escrita en español en los Estados Unidos, del crecimiento de las editoriales independientes y de las revistas impresas y en formato electrónico, de los clubes de lectura, las ferias de libro y los premios que dan cuenta de una rica y variada producción literaria que, sin dejar de ser minoritaria, continúa afianzando su presencia en un mundo cultural donde la lengua dominante es el inglés.

¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Qué nos une a todos los escritores que participamos de este momento inédito? ¿Qué de particular tiene nuestra escritura?

No faltará el académico que de inmediato quiera recordarme, citando a Fulano y Mengano, que en Norteamérica se escribe en español desde la época de la conquista… o que la novela histórica Xicotencatl (1826), escrita en lengua española, se publicó originalmente en Philadelphia. Eso se sabe. Y también que en Estados Unidos publicaron en su tiempo José Martí, Gabriela Mistral, Julia de Burgos. Cierto también es que durante su estancia en la Universidad de Columbia entre 1929 y 1930, Federico García Lorca escribió Poeta en Nueva York (1940). Tan cierto como el hecho de que en Estados Unidos han escrito consagradas figuras de la literatura latinoamericana, desde Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco e Isabel Allende, hasta Carmen Boullosa, Edmundo Paz Soldán, Cristina Rivera Garza, Pedro Ángel Palou y Horacio Castellanos Moya en la actualidad.

Sólo que ellos, en su mayoría, ya eran escritores conocidos en sus respectivos países cuando llegaron a los Estados Unidos. Habían ganado premios literarios en reconocimiento a sus primeras obras (o segundas y terceras). Y pronto en sus carreras comenzaron a publicar en casas editoriales de gran prestigio internacional, llegando a ocupar un lugar preferencial en la geografía literaria de América Latina.

Nosotros somos algo distinto, aunque compartimos con ellos el sentimiento de extranjería en el país de adopción, lo que significa escribir en una lengua que para muchos —el cincuenta por ciento, al menos— no es importante.

¿Qué somos, entonces? ¿Qué nos diferencia de ellos? ¿Qué nos hace vernos como parte de algo nuevo?

Somos muchas cosas, pero sobre todo inmigrantes, procedentes de algún rincón latinoamericano o español. Los más privilegiados llegaron a Estados Unidos con una visa de estudiantes, para obtener una maestría, un doctorado. Otros, sin embargo, abandonaron sus países para partirse el lomo en el coloso del norte, trabajando en restaurantes, fábricas, agencias de limpieza, centros comerciales.

Es verdad que un buen número de escritores de origen latinoamericano o español vive de la academia estadounidense, en calidad de profesores, investigadores y administradores. Pero muchos otros trabajan en bancos, en agencias inmobiliarias, en museos y bibliotecas, o como intérpretes, traductores, editores, promotores culturales.

Nacidos, sobre todo, en los años setenta y ochenta (aunque los hay más jóvenes y mayores), ninguno de nosotros se dedica a la escritura de tiempo completo. Escribimos a deshoras, robándole tiempo al tiempo. En las primeras horas de la madrugada o muy tarde, después del trabajo o de acostar a los hijos. Comiendo frente a la computadora y tecleando lo que buenamente podemos. Letra a letra.

A diferencia de los escritores latinos que han nacido y crecido en Estados Unidos, escribimos en español, no en inglés, por una simple razón: es nuestra lengua madre, nos educamos en ella y llegamos al norte con una sólida formación académica en español, muchos incluso con estudios universitarios. A Chicago y Nueva York, Los Angeles, San Francisco, Miami. O a algún pueblo de Ohio, Michigan, Kansas, Virginia.

Los latinos de verdad, los que escriben en inglés, no nos reconocen como parte de su ámbito. Porque escribimos en una lengua que ellos no dominan y que hablan, casi siempre, a medias, con un acento foráneo, tal vez porque sus padres quisieron salvarlos de aquello que sufrieron ellos en carne y hueso: el rechazo y la discriminación por hablar una lengua con cadencias de otra parte. Hay excepciones: perteneciente a una generación anterior a la nuestra, el chicano Santiago Vaquera Vázquez, made in Mexico, born in the USA, como le gusta decir a él, escribe en español, aunque bien podría hacerlo en inglés.

Unos y otros somos latinos cuando nos conviene. Para simplificar las cosas, por ejemplo, cuando hay que hacer algún trámite burocrático y debemos marcar alguna caja para identificarnos como los otros, los no-blancos (independientemente del color de nuestra piel), los recién llegados que nunca serán vistos como “americanos” de verdad (aunque tengamos todos los documentos para probarlo).

“¿De verdad tienen que marcar una cajita identificando el grupo étnico al que pertenecen?”, preguntan todos los que viven fuera de Estados Unidos. Y sólo entonces me doy cuenta que los que vivimos en las tierras del Tío Sam hemos aceptado la normalización de algo absurdo: nuestra identificación sistemática en base al color de la piel, al origen étnico. White. Black or African American. Asian. Hispanic or Latino. American Indian. Other.

Ay… estamos tan acostumbrados a marcar una de estas categorías que ya ni reparamos en que a través de ellas el Estado nos recuerda el lugar exacto que ocupamos en la escala de valores donde lo blanco siempre va arriba y todo lo negro, lo mestizo, lo asiático, lo indio va, invariablemente, muy por debajo.

La primera vez que marqué una de estas cajitas clasificatorias fue cuando solicité ingreso a la universidad. Antes de cumplir los dieciocho años. Como no me identificaba con ninguno de los términos del formulario, puse una X junto a Other y con mi lapicero azul escribí: PERUVIAN. Me imagino a los de la oficina de admisiones privados de risa ante la ingenuidad de un futuro estudiante que no había aceptado su hispanidad o latinidad. Por ignorancia, claro está. O, más bien, por ser un recién llegado.

Hispanic or Latino. Es la cajita que nos toca, pero muchos de nosotros seguimos titubeando. ¿Qué haces si eres peruano-japonés, chino-mexicano, afro-puertorriqueño, o indígena chiapaneco?

La cajita es indolente a nuestros dilemas identitarios. Hispanic or Latino. Hay que marcarla y seguir ocupando nuestro metro cuadrado.

¿Somos eso? Tal vez. En algunas ocasiones. Cuando es necesario.

Somos latinos cuando hay que pedir una beca, para obtener un mejor puesto de trabajo, cuando nos conviene sacar esa carta de identidad porque sabemos que el que nos entrevista quiere diversificar su ambiente laboral. Y siempre queda bien tener a una minoría en la mesa de trabajo, un underrepresented que asegure a gritos la inclusión, la igualdad y otras falacias políticamente correctas en tierras del Tío Sam.

Somos latinos porque en ese mismo cajón sin fondo nos ha puesto el gobierno para recalcar nuestra diferencia. Para trazar una enorme distancia entre ellos y nosotros.

Nos empoderamos con ese término del mismo modo en que lo hicieron en su tiempo los chicanos o los newyorricans, dándole la vuelta a una designación que en ciertos contextos podría ser peyorativa, dependiendo del hablante o de la situación social, política.

En realidad, en el fondo y en la superficie seguimos siendo argentinos, colombianos, mexicanos, chilenos, ecuatorianos. Reconocemos nuestros acentos, nuestras particularidades lingüísticas. Porque no es lo mismo tener un pata peruano que un pana venezolano. Un chochera, un carnal, un parce. Porque hay pendejos en toda América Latina, pero unos somos vivos y otros muy tontos. Porque huevones hay en todas partes, claro está. Sólo que unos son flojos, perezosos, y otros son unos pusilánimes.

Ocupamos un lugar ambivalente. No somos de aquí y tampoco de allá. Sólo en contadas ocasiones se nos conoce en nuestros países de origen, si hemos tenido la suerte de que un editor, por lo regular de un sello independiente, apueste por nosotros a sabiendas de que estaremos lejos, siempre lejos, incluso cuando tratamos de hacernos presentes.

Por eso es que muchos nos sentimos en casa con el movimiento literario que se conoce en Estados Unidos como el New Latino Boom, desde que Naida Saavedra acuñara ese nombre en las redes sociales y en su libro #NewLatinoBoom. Cartografía de la narrativa en español de EE.UU. (2020).

Eso de pertenecer a un grupo no le cuadra a todo el mundo. Porque todo rótulo, por más que intente ser inclusivo, excluye. Porque grandes son las diferencias entre unos y otros. Estéticas, culturales, políticas, generacionales.

Aun así, nos une (o eso sentimos, cuando somos optimistas), la experiencia compartida de la migración, el amor por las distintas variedades de nuestro español. No nos interesa escribir en una lengua estándar que pueda leerse, por ejemplo, en un libro de texto de español para extranjeros. Insertamos en nuestra literatura coloquialismos propios de nuestras respectivas regiones y dejamos que estos convivan libremente en un mismo espacio literario, como sucede en nuestra cotidianidad. Cosa que jamás hubiera sucedido sin la experiencia migratoria que nos ha permitido estar en contacto con otros registros, nuevos vocablos, diversos modismos.

Convivimos con el inglés, esa lengua que también es nuestra y se cuela en las conversaciones diarias de los inmigrantes como un acto de complicidad. Esa lengua que tanto nos ha costado dominar y cuyas palabras no siempre podemos pronunciar, o no con la misma fluidez de los angloparlantes, ingresa a nuestra literatura con expresiones sueltas u oraciones completas, en las letras de alguna canción, haciendo referencia a nuestra cultura popular. Ese codeswitch es natural en nosotros. Forma parte de nuestra identidad, es una manera de pertenecer a nuestro nuevo espacio, aunque pocos, muy pocos tengamos la competencia lingüística para crear en inglés.

Dentro de este grupo variopinto hay escritores que escriben como si nunca hubieran salido del terruño y siguen publicando en sus países de origen, como si la experiencia migratoria jamás los hubiera atravesado. Son pocos, pero son…

Poco o nada tenemos que ver con el Boom latinoamericano de los años sesenta y setenta, ese movimiento de hombres que hizo tanto por nuestra literatura, gracias a Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Julio Cortázar y José Donoso. Ellos volaban muy alto, a toda prisa, en diversas geografías y en múltiples lenguas. A lo mucho nos hermana, a la distancia, el escribir lejos del suelo patrio, el sentimiento de ser parte de una peculiar comunidad literaria.

Nosotros somos harina de otro costal. Somos de Lima, Temuco, Maracaibo, Guayaquil, Caracas. Y de Montero, Ciudad Juárez, La Habana, Rosario, Santa Ana. O de Madrid, Ciudad de México, Zamora. Compartimos en Estados Unidos una misma caja identitaria. Porque es lo que toca. O porque nos hemos dado cuenta, lejos de casa, que tenemos más en común de lo que pensábamos. Aceptamos nuestras diferencias como hombres y mujeres creadores, heterosexuales, bisexuales, gay, trans, o lo que nos dé la gana. Total, en gustos se rompen géneros. Y nos encanta la transgresión, el atrevimiento, jugar con las formas y dialectos de nuestro español, inventarnos otros cuerpos.

A diferencia de los cinco fantásticos del Boom de antaño, nosotros somos legión. Un buen número aparece en la página del newlatinoboom.com, es verdad. Pero hay más, muchos más que no están ahí y que contribuyen con sus letras a enriquecer el panorama de la literatura en español de los Estados Unidos. Más allá de cualquier rótulo. Sin necesidad de formar parte de un grupo literario.   

La inmensa mayoría de nosotros se mueve entre el arraigo y el desarraigo, entre el pasado y el presente, entre ese mundo que dejamos atrás y el que debemos conquistar una y otra vez. En el trabajo, con las nuevas amistades, en la alegría y en las azules horas en que cuestionamos nuestro entorno, nuestra diferencia.

Publicamos en Sudaquia y Suburbano, en Chatos Inhumanos, Ars Communis, Alliteration, Arte Poética Press, Literal Publishing. O en El BeiSmAn, en Katakana, en La Pereza.

Acariciamos la nostalgia por un mundo que se nos fue y al que ya no podemos volver, aunque lo intentemos físicamente. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Por eso defendemos la hibridez, el contacto entre culturas, el puente, la frontera, el intersticio, el espacio intermedio donde hemos construido nuestras casas de papel. Porque intuimos que tarde o temprano nos llegará la hora de hacer las maletas otra vez y guardar todo en cajas. La vida, los sueños. Todo eso que para muchos no vale nada y para nosotros lo es todo.

Mientras tanto, nos queremos. En nuestros cuentos y poemas. En algunas novelas, crónicas y ensayos. Nos leemos. Nos reseñamos. Melés y Teleo. Nos seguimos de feria en feria, armamos mesas, paneles, simposios. Nos ayudamos. Sentimos que somos parte de una cofradía que escribe en español como un acto de resistencia.

Y más que vamos a tener que resistir en los próximos años atrapados por las garras de un gobierno intolerante.

¿Desaparecerán otra vez nuestro español de las páginas de la Casa Blanca? ¿Nos dirán una vez más que nos larguemos a nuestros países, o que no encajamos ni con calzador en el mapa de la unión americana?

¿Seremos otra vez los criminales, los drogadictos, los que sólo estamos en Estados Unidos para robarle el trabajo a los “verdaderos americanos”?

Es posible. Eso y más. Aunque hoy no quieran verlo los latinos que apuestan por un nuevo Tío Sam. Robusto. Omnipotente. Implacable con los que no están de su lado. Los latinos que han olvidado sus raíces, su procedencia, el maltrato hacia sus padres, la discriminación abierta y velada, el lugar que ocupamos los peruanos, los bolivianos, los mexicanos en la pirámide de la blanquitud estadounidense.

Qué mala es la amnesia. Tratar de ser quien no eres. Rechazar a los nuevos inmigrantes que tanto se parecen a ti, a tus padres. Pensar que ahora sí vas a tener un lugarcito y te van a aplaudir y te van a invitar a su mesa, ellos, los patrones, los amos, por ser el mayor ejemplo del “sueño americano”.

Finjamos que soy feliz, triste pensamiento, un rato…

Mientras tanto aquí seguimos con nuestras sílabas migrantes. Aquí. Allá. Escribiendo en todas partes, aun cuando sabemos que nuestros libros casi siempre están en las librerías gringas allá al fondo, cerca del baño. Compartiendo un mismo estante con diccionarios de inglés y español, guías de turismo y manuales de autoayuda, esas sopitas de pollo para el alma que alivian los males de tantos.

Es lo que hay. Aunque escribamos como locos. Esta nota. Y otras…

Hemos hecho nuestro hogar entre la realidad y la ficción, entre versos y oraciones. Siempre en la intersección de varias culturas, en el cruce de dos o más lenguas. En los puntos suspensivos donde nace y florece la resistencia…

 

*Foto de Daniel Angele en Unsplash

Oswaldo Estrada (1976), de origen peruano, es autor del libro para niños El secreto de los trenes (2018) y de tres colecciones de cuentos: Luces de emergencia (2019), Las locas ilusiones y otros relatos de migración (2020) y Las guerras perdidas (2021). Es autor de la novela Tus pequeñas huellas (2023) y ha editado el volumen Incurables. Relatos de dolencias y males (2020), con veinte autores latinoamericanos que viven en los E.E.U.U. En el 2020 obtuvo dos International Latino Book Awards y el Primer Premio de Testimonio de la Feria Internacional del Libro Latino y Latinoamericano en Tufts. En el 2021 fue finalista del Doris Betts Fiction Prize y su libro Las guerras perdidas obtuvo la Medalla de Oro como Mejor Libro de Cuentos en Español en el International Latino Book Awards 2022. Es profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Carolina del Norte, en Chapel Hill.

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Posted: December 19, 2024 at 10:29 pm

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