Sin descanso eterno
Miriam Mabel Martinez
He tenido un sueño recurrente, más que un sueño; es una sensación blanca, como la cal, que pinta mis pesadillas. Esta blancura me ciega y me hace apretar los dientes. No veo una luz al final del túnel, estoy rodeada de esa luminosidad que me aprieta y me despierta disipando la oscuridad. Extraño dormir con la boca abierta y sentir, entre danzas oníricas, la baba mojar el cachete. He empezado a olvidar la sensación placentera del descanso absorbido en la sábana. Es tal mi añoranza que envidio a mis perros cuando los veo desparramados patas pa’rriba con las orejas colgando y los dientes al descubierto. ¡Ay, cómo quisiera que mi mandíbula se relajara y se abriera para que pudieran entrar y salir moscas salpicadas de mi baba aún sin covid-19!
Podría pensarse que el acecho del coronavirus es lo que me ha provocado apretar los dientes. Podría fingir que no le temo. No tiene sentido negar que me preocupa la posibilidad del contagio, a pesar de que pertenezco al reducido grupo de la población que puede quedarse en casa y estoy fuera del 70% que sufre algún trastorno del síndrome metabólico (o eso creo) ni tengo sobrepeso. Es más, formo parte del pequeñísimo grupo antichocolate y que me empalaga con facilidad. Estos datos deberían reconfortarme o, por lo menos, elevar la confianza en mi organismo y creer que cuando el virus me infecte (como lo hará, de acuerdo con la proyección que vaticina el contagio de 80% de los habitantes del país) no enfermaré; sin embargo, cuando observo que la tasa de mortalidad en México rebasa el 12%, por más que esta cifra evidencie el aumento de la malnutrición al ritmo de la bonanza de la industria de alimentos procesados, no encuentro sosiego.
El silencio de las primeras semanas sopesaba la incertidumbre. Pese a que el día a día se convertía en un reto, en un aprendizaje y que la imposibilidad de controlar el futuro adelgazaba la línea entre la vida y la muerte, me reencontré con un sueño pesado que desplazaba al ajetreo y ruido de la cotidianidad. Cesó de tajo el sonido de las máquinas revolvedoras de cemento. Se apagó la música de bares que hasta el último minuto permitido mantuvo los decibeles fuera del rango permitido, ya no por la ley sino por la empatía, exhibiendo su poderío dominante en el espacio sonoro, ése que también ha dejado de ser público. La noche recuperó su negritud casi ficticia, intensificada por el silencio que arrulló mi sueño.
Descansé.
Descansé con un cinismo vergonzoso. Dormía en manada con mis perros, todos patas pa’rriba con las orejas colgantes y la baba, la sabrosa baba, derramada en las sábanas. Dormíamos hasta el alba, cuando los pájaros se entrometían amistosamente en la entrevela anunciando un día más que no podría salir a sentir esa vida ajena, que afuera sucedía suplantando a mi antigua cotidianidad. Se me permitía, eso sí, andarla únicamente guiada por mis perros, que olfatearon a los, otra vez, recién llegados al barrio: especies de aves nunca antes vistas, lagartijas, ardillas, mariposas, incluso, catarinas (Welcome back!). Estas apariciones brincaron de la calle a mis sueños. ¡Ah, qué placidez!
Los días, se hicieron semanas y las semanas un mes, luego dos, luego tres… Y sin la misma cadencia con la que mis babas se hicieron litros, se secaron de un día a otro. Bastó una alarma sísmica para expulsarme de mi onirismo pandémico. Es curioso cómo el estado de alerta humano tiene diferentes memorias archivadas; no reacciono igual cuando escucho pasos acechantes que, disfrazados de silencio, pretenden pasar desapercibidos, la gravedad de cuerpo del otro usurpando el espacio vital, el mismo que hoy sigue guardado.
Nunca me acostumbraré a la alarma sísmica, porque si bien me protege también me anuncia la posibilidad del desastre. Una certeza incierta. Así de incomprensible es lo que siento: una certeza incierta, que no es incertidumbre, sino eso: una certeza incierta, que me remite instantáneamente a los documentales de la Segunda Guerra Mundial, que narran la desprotección y el miedo de la gente al oír las alertas de bomba, imagen que me refiere de inmediato a mi amiga Sarah y a su padre, piloto de Spitfire, quien en contra de las estadísticas sobrevivió y cruzó saludable las dos primeras décadas del siglo XXI. No cabe duda que la vida es una tómbola. En esos mismos segundos pienso en que yo misma sobreviví el terremoto del 85, aunque las escenas de banquetas abriéndose y edificios cayendo se confundan con los escombros del sismo de hace tres años o con los efectos especiales de las películas de acción. Reales en la irrealidad de la memoria esas imágenes me recuerdan que la incertidumbre es un umbral que exige ser cruzado.
Es extraño el collage de recuerdos que la mente arma mientras, como si uno estuviera dividido, el cuerpo se mueve parsimoniosamente, como Quicksilver de los X-MEN. Así, ese martes interrumpí una conversación –de esas que nos conectan con otros husos horarios y latitudes aplanando el tiempo– y me disculpé al estilo chilango con mi interlocutor bonaerense: “Perdón, tengo que colgar”. Con una ecuanimidad casi robótica, desperté a mis perros, les coloqué sus arneses y correas mientras observaba a mi pareja guardar su compu en una mochila; tal visión hizo que lo imitara: regresé por la mía y de paso por el libro-catálogo de 416 páginas, El itinerario de Hernán Cortés”, que estaba leyendo. Con todo lo que en ese instante consideré necesario, salí con los zapatos de estar adentro y sin cubrebocas para toparme, allá afuera, con la vida de antes reactivada de jalón. La tierra se movió, como lo advirtió la alarma, y cumplió; pero la incertidumbre cerró el portal antes de que yo pudiera regresar. Me quedé del otro lado sin cubrebocas ni sana distancia. Esa noche, literalmente, la realidad me cerró la boca.
Y no sólo la cerré, sino que la apreté hasta la incomodidad.
Con el temor de no estar lista para la réplica, me acosté con el cubrebocas en la barba (a la mexicana), los zapatos de afuera en posición estratégica y mi mochila ahora con el cargador de la compu, el del celular, mi cartera; mis llaves, las de la casa de mi mamá y las del auto, ¡ah!, y las correas sujetas con aprehensión en la mano. Saqué del equipaje sísmico el librote, más no así de mi sueño. Allá adentro caminaba ligera en un afuera blanco, un paisaje de magueyes como el descrito por los arqueólogos Enrique Martínez Vargas y Ana María Jarquín Pacheco, en su texto, “Tecoaque: encuentro entre dos mundos en una página de la conquista de México”. Llegué a una forma redonda acompañada de los arqueólogos y de un Quetzalcóatl dispuesto a ganarse los favores de la joven Mayahuel, que coqueta respondía al Dios pese a los berrinches de su abuela. Hasta ahí todo revuelto, pero todo en el orden ilógico y liberador de los sueños. Estar con Quetzalcóatl, saberlo cierto, debía haber sido suficiente como para reabrir mi boca. Pero no sucedió, de hecho, después del recorrido por aquella ciudad antigua la apreté aún más.
En ese afuera alucinante recorría juegos de pelota nunca visitados y hurgaba en aljibes llenos de objetos pertenecientes a las personas que en 1520 (hace exactamente 500 años) fueron atrapadas en el trayecto de la caravana enviada por Pánfilo de Narváez rumbo a la ciudad México-Tenochtitlan. Catorce personas que, recién llegadas de Cuba, creyeron al contemplar desde el mar la Villa Rica de la Vera Cruz que su destino era la fortuna. ¡Ilusos! Así como sucede en los sueños escuché sus clamores de esperanza en el viaje de la costa al encuentro con Cortés. Intuí que sus intenciones no eran tan buenas, que había chismes y complots; ser el gran conquistador debió generar muchas envidias. Escuché, también, los rezos; entreví manos tallando improvisadas cruces para encomendarse a un Dios desconocido por estos lares. Miré de frente eso que mi abuela llamaba “el temor a Dios” en los ojos de esos incautos personajes, que pronto comprendieron su papel protagónico en una festividad fuera de su imaginación. Aunque ignoraban qué era un tzompantli, intuían la muerte. Su muerte. Les habían advertido los peligros que acechaban la ruta entre Tlaxcala y Tenochtitlán. Los atajos tienen sus riesgos. Y ahí estaba yo sin estar adentro de aquel paisaje luminoso, “morisco”, como lo describieron Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo y Francisco López de Gómara en sus textos. Yo adentro de una blancura que poco a poco desaparecía para dar lugar al chasquido de dientes que daba textura a mi quimera. Es curioso como en ese otro afuera-adentro, los sonidos se vuelven paisajes. Desperté con la mandíbula adolorida, intrigada por el futuro de esos viajeros y por mi realidad cuarteada por el sismo.
Los pájaros cantaron igual, según reportaron las narices de mis cachorros, que en estos meses han entablado una sincronía vital con esos cantos; sin embargo, en mi horizonte sonoro se sobreponían otros sonidos más humanos. Salí y como en la película They live, John Carpenter, al ponerme las gafas vi otra realidad que, por si fuera poco, sucedía simultánea al flujo agitado de mi WhatsApp: fotos de vecinos señalando a otros vecinos por no usar cubrebocas en caminatas solitarias a medianoche; mensajes pidiendo patrullas para solicitar a los transeúntes no estornudar, aunque lo hicieran guardando el código sugerido y portaran cubrebocas… Mensajes de los líderes morales de la colonia proponiendo atrevidas –por decir lo menos– analogías (“estornudar o toser es como apuntar con una pistola y jugar a la ruleta rusa”) y tuits (“¿contagiar a otro y provocar su muerte es homicidio culposo?”). Con temor a ser apaleada a media calle por no traer un cubrebocas con ISO9000Vecinos, entré a la pesadilla de la vida real.
Sobra decir que mis paseos ya no son los mismos. A mi estado de alerta se sumó la vigilancia vecinal. Supuse que caminar a un paso adecuado para no agitarme y aplicar mis clases de yoga por zoom para controlar la respiración y evitar la generación de ese aire caliente que empaña mis lentes, era tarea suficiente. Me equivoqué, también debía estar pendiente de no estornudar ni tomar aire cerca de las cámaras que, desafiantes, apuntan desde los portones eléctricos, advirtiendo que no sólo el C5 nos vigila, todo sin desatender las necesidades de mis canes. Por si fuera poco, debía estar atenta de que la patrulla vecinal no me descubriera comprando pan de carrito o un tamal oaxaqueño calientito. Mi corazón agitado recuperó el ritmo de los chasquidos de los presos de Tecoaque anunciando la música de fondo de mi “nueva realidad”.
Esa noche volví a apretar los dientes.
Allá, en ese otro adentro-afuera, no estaba sola. Mi chasquido se unía a la orquesta de muelas y dientes de una caravana perdida en los caminos áridos del Texcoco del siglo XVI. Viajé en el tiempo para encontrarme con esos futuros sacrificados sobre los que yo leo 500 años después. En mi imaginado sitio rodeé el templo circular dedicado a los amantes Quetzalcóatl y Mayahuel, vi el futuro –casi inmediato– de aquellos aspirantes a bruxistas, observé su diversidad étnica (negros, mulatos, indígenas y europeos), me convertí en espectadora. Me hubiera gustado advertirles su destino, una inocentada de mi parte, porque los vestigios de sus mandíbulas encontradas en la década de los noventa del siglo pasado, confirman que después de que el primer capturado saliera de ese encierro, comprendieron lo que les aguardaba. Cada quién su estrés, pero eso sí un mismo movimiento maxilar. En mi vigilia, al unísono, ellos y yo cerramos las arcadas de nuestras desgastadas dentaduras.
Según mi dentista, que de repente se entromete en mi sueño, yo soy apenas una apretadora dental, insiste que los sacrificados del siglo XVI también, “no te preocupes, les van a extraer el corazón antes de que su bruxismo aumente”. Sus palabras no son alentadoras, porque evidencian que el futuro bruxista es sólo mío. Trato de imaginar ese terror, pero se sobrepone el mío. Ellos participarán de una ceremonia, en cambio yo seré el objeto el escarnio público virtual, ¡cómo volver a las calles siendo la vecina que incumple las reglas del autoritarismo vecinal! Sé que hay razones para estar preocupados, que enerva la indiferencia de muchos que pasean su desdén, pero por qué la violencia de la persecución.
Salgo a la calle con los enseres exigidos por el comité de la santa inquisición vecinal (ah, porque seguida de la amenaza o la denuncia vía WhatsApp se agrega una lectura bíblica y un sin pecado concebido). Espantada coloco doble cubrebocas y le pido a mi pareja haga lo propio, él me mira extrañado y me dice, “por qué nos tenemos que proteger de nuestras salivas si vivimos juntos”. Sé que es absurdo, pero allá afuera somos enemigos y tenemos que protegernos de nosotros mismos. Encoge los hombros y me sigue la corriente. Hemos dejado de platicar en los paseos caninos, porque con los cubrebocas de tres capas no nos entendemos nada, así que hemos optado por hablar con los ojos. Sin pronunciar palabra vamos sumando los letreros de “se renta”, uno, dos, cinco, ocho… pelamos los ojos y recordamos que nos falta la gran danesa Polka con sus dueños, tampoco están Renzo y Arata, los juguetones border australianos ni Pachis y Milos… ¡Ahora falta también Marlon! Cada día aparece un letrero más recordándonos que esto es México aunque las rentas sean como las de New York, o quizá los departamentos vacíos son la certeza de que nunca ha sido –pese a que le echamos ganitas– ni London Town ni San Pancho ni Parí, aunque yo afuera y adentro de mis sueños preferiría estar en la Gran Tenochtitlan, antes del año 13 Conejo.
Me tallo los ojos aunque no deba; y aunque tampoco haya tocado nada, agobiada por la posibilidad de que alguien me espíe desde su ventana, saco mi minigel antibacterial y me froto las manos y los ojos, aunque me ardan. Es mejor ese ardor, que arder entre las llamas del WhatsApp.
Mis paseos son cada vez más cortos, mis pasos más cerrados. Ya no sólo aprieto los dientes en las noches, a veces a un estornudo involuntario le precede un rechinido; en otras, los aprieto mientras me santiguo antes de toser, no vaya a ser que sin querer salpique a los que no pasan, pero que podrían cruzarse en mi camino. No soy la única que tiene miedo, detrás de los cubrebocas de colores y de estampados sui generis advierto mandíbulas trabadas. Con más frecuencia observo a personas que no se quitan el cubrebocas ni para subir en solitario a su auto, a mamás que asustadas rehúyen del abrazo público de sus hijos, a parejas que caminan distantes… siempre temerosos de la acusación, ya sea porque uno se atreve ir al tianguis a comprar verdura y fruta con los marchantes que no nos han abandonado ni en la enfermedad o porque le compramos flores al señor que tampoco ha fallado un día.
Ya no quiero ir a la panadería, no vaya a ser que caiga en la tentación de, al salir, levantar apenas el cubrebocas para darle una tímida mordida. Los jueves con una discreción culposa le compro al señor que honradamente toca los timbres para ofrecer cecina, queso de rancho, tortillas y tlacoyos hechos a mano, porque no tiene más que llamar a las puertas de otros actores del sistema los ha expulsado de todo hasta de la posibilidad de cuidarse. Porque él no puede “aguantarse y quedarse en casa”, como me “sugirió” un vecino al cacharme dándole un sorbito a mi café detrás de un árbol. Para él la cuestión es simple, si él se aguanta, yo por qué he de sucumbir a mi antojo, uno tan tonto e innecesario como la insistencia de los músicos callejeros de permanecer tocando en las calles. “¡Por Dios!”.
Me asusta el autoritarismo civil tanto como la abulia social que provoca. Me asustan tanto como la indiferencia de quienes aún creen que la covid-19 es una ficción para controlarnos o la cerrazón de quienes se niegan a ver que el porcentaje tan alto de muertos en este país no es culpa solamente del coronavirus, sino de la desigualdad exhibida en cuerpos enfermos, malnutridos o en las sentencias de personas que desean que las muertes aumenten sólo para confirmar que todos, menos ellos, hacemos las cosas mal. Los veo “protegiéndose” del otro, no cuidándonos en comunidad, les ocupa que no los contagien, se quedan en casa más por antipatía que por empatía.
No hay descanso. En mis sueños recorro la blancura de Tecoaque, me maravillan las construcciones que he descubierto en mi imaginación. Hay días en los que al llegar la noche ansío dormir para reunirme con los prisioneros, para acompañarlos, morirán, lo saben. No siento compasión, su sacrificio ceremonial será vengado y Cortés enviará a Gonzalo de Sandoval a que “asolase y destruyese a un pueblo grande que linda con Tescatecal”. La injusticia antes que el desorden, sobre todo cuando el desencuentro es la única posibilidad de diálogo. Tengo curiosidad por recorrer 500 años después el templo de Ehécat-Quetzalcóatl y observar la pieza decorativa con los 14 cráneos de la que hablan los arqueólogos en su texto… Mientras mi futuro llega, en ese otro afuera-adentro nocturno, aprieto la mandíbula en un acto ecpático para protegerme de mis visiones; sobre todo, para protegerme de lo que cada vez que despierto asumo es mi no tan nueva “nueva realidad”.
Miriam Mabel Martínez es escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (colección Sello Bermejo, Dirección General de Publicaciones de Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México y Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016).
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Posted: July 14, 2020 at 10:24 pm