Sófocles, el hombre
Jacques Lacarrière
Traducción del francés de David Noria
Reflexiones sobre un rostro
En el busto de Sófocles del Museo Vaticano, copia romana de un original griego perdido hace mucho, no faltan sino los ojos. Este “sino” me hace pensar en los canófilos, o sea los amigos de los perros, que frecuentemente dicen de éstos que no les falta sino hablar, es decir, lo esencial puesto que hablar es el lenguaje, el lenguaje es símbolo y el símbolo es la facultad de razonar propia del hombre. Para figurarnos quién fue Sófocles, y entiendo por esto quién fue el hombre, cuáles fueron sus trazos, la expresión de su rostro, sus gestos, su carácter físico, no nos hacen falta sino sus ojos, es decir, su mirada, sin la cual todo el rostro no es sino un rostro muerto, una mascarilla funeraria transmitida hasta nosotros por azares de la historia. Los romanos creían en el fatum librorum, ese destino de los libros que determinaba que sólo escapasen al naufragio del tiempo aquellos que portaban una verdad esencial e intemporal. ¿Existe también un destino de los rostros? En el caso de Sófocles –y de tantos otros autores de su tiempo cuya palabra permanece viva, pero cuyo semblante murió– no nos falta pues sino su mirada, esa mirada que ciertamente no sólo contempló con arrobo el viento holgándose en los olivares de Colono o el sol elevándose sobre las murallas de Tebas, sino que observó también a los hombres de su tiempo. Quién sabe si en el tumulto del ágora, en la muchedumbre del Pnyx, en el gentío de las callejuelas serpenteantes alrededor de la Acrópolis, esa mirada no advirtió un día otra mirada, aquella de una muchacha conduciendo a un anciano ciego, una muchacha de ojos transparentes, color de fuente al alba, pero que llevaba como un mundo secreto y premonitorio la angustia de un crepúsculo inexpresado: la mirada de Antígona. Quién sabe si no reconoció en un porte avasallador un aire altivo, los gestos firmes, imperativos, la mirada tosca de un Creonte, un Menelao, un Egisto. Aunque las obras y los personajes de Sófocles pertenecen también a un tiempo inmemorial, aquel de las leyendas y los mitos, no están por ello privados de referencias a su propio tiempo.
La única manera de comprender o de leer hoy a Sófocles consiste en olvidar que escribió obras maestras y en decirse que, primero, escribió obras; pues creo que no es posible concebir y engendrar personajes tales como Antígona, Creonte, Edipo, Electra, sin primero haberlos encontrado. Grecia es sin duda, con la India, un país donde el tiempo no obedece a las mismas leyes que en otras partes. Siglos separan, en teoría, los tiempos míticos donde Sófocles sitúa sus dramas –aquellos de la Guerra de Troya, de los reyes micénicos, de los reinos tebanos– de aquel siglo V a. C. en el que vivió. Pero jamás estas criaturas que poblaban su teatro habrían tenido la perennidad singular que todos les reconocen de haber sido tan sólo modelos históricos, ficciones heroicas. Digamos entonces que Antígona es de todos los tiempos y por lo tanto, también y sobre todo, del propio tiempo de Sófocles y que la tragedia no hizo de ella un ejemplo intangible ni la elevó a la cima de los conflictos sólo por la gracia o la gravedad de la historia. Mil Antígonas existieron que no pudieron alcanzar este nivel, esta expresión trágica a falta de circunstancias apropiadas, mil Antígonas anónimas. Los héroes y las heroínas de Sófocles pertenecen a una tierra, a una cultura que fue pródiga en ellos, pero sólo le correspondió a Sófocles el haberlos enraizado en el corazón de una historia que sigue siendo la nuestra.
Si hago aquí la precisión de estas verdades elementales es porque siempre me ha parecido postizo, es decir erróneo, abordar obras tan magníficas pero también tan lejanas y específicas como las tragedias griegas dándolas por sentado, como si hubieran surgido del cerebro de Sófocles todas armadas con personajes, músicas, ritmos, cual Atenea de la cabeza de Zeus. La historia es más prosaica y más bella. Sófocles no sólo resucitó o inventó personajes que sin él habrían quedado perdidos en el anonimato del pasado o de la leyenda: debió inventar también su teatro. Cuando escribe sus primeras piezas, aproximadamente a sus veinte años (puesto que consigue su primera victoria dramática a los veintiocho, lo que implica ya una cierta experiencia y dominio), lo que llamamos teatro está lejos de ser un género logrado. Por el contrario, es todavía un género rudimentario, somero, torpe en su expresión material, donde se tiene que recurrir sin cesar a “trucos” técnicos que nos parecerían hoy bromas de principiantes. Piénsenlo: se hace surgir a las Sombras y a los Muertos de un parapeto de madera levantado al centro de la escena, al que el actor accede escabulléndose por un conducto subterráneo donde debe permanecer en cuclillas antes de salir a la luz; se pasea a los dioses, supuestamente desplazados inmaterialmente por el espacio, con cables y grúas que son imposibles de ocultar a los ojos de los espectadores; se atavía a los actores con máscaras de diseños convencionales, destinados a hacerlos reconocibles inmediatamente por un público apasionado de las leyendas y los mitos, pero que no es el público cultivado y sofisticado de nuestras actuales representaciones: ¡no se distribuían programas en la entrada de los teatros! Cuando uno se llama Sófocles y escribe piezas en el siglo V a. C. no sólo hay que imaginar, sentir, concebir, elaborar los temas y las ideas, también hay que inventar el aparato escénico, determinar la cantidad de los actores, el modo de desplazar el decorado, la naturaleza y el número de los instrumentos musicales, en suma, hay que dirigir la pieza en el sentido alemán del término, es decir construirla materialmente, ponerla en escena. ¿Poeta, Sófocles? Sí. ¿Filósofo? Por supuesto. Pero también músico, decorador, maquinista, constructor, que metió mano en la pasta trágica como el alfarero que confecciona a la vez el jarrón y su decorado. Las leyendas cantan en las obras de Sófocles, pero también sus invenciones cruciales, esos humildes descubrimientos materiales por los cuales el teatro llegó a ser lo que es desde hace mucho para nosotros: el lugar de las ilusiones, de las más sutiles puestas en escena.
Pero volvamos al rostro de Sófocles, a esa máscara de ojos muertos donde sólo la boca –pellizcada con una sonrisa indescifrable– expresa una apariencia de vida. Está representado, sin duda, tal como el autor del busto pudo imaginarlo o como lo conoció: en su acmé como decían los griegos, ese período de la vida donde el hombre alcanza su plenitud, la fuerza y la flor de la edad. El hombre alcanzaba la acmé hacia los cuarenta años; enseguida comenzaba para los griegos el tiempo de la vejez. Sófocles tuvo entonces una larga vejez puesto que murió a la edad de noventa años. De aquí viene tal vez la idea de que fue ante todo un sabio, un hombre de experiencia a la imagen de aquellos coreutas notables de Tebas, de Argos o de Colono, de quienes el jefe canoso y el lenguaje evasivo simbolizan en su obra la experiencia pero también la prudencia de los ancianos. En realidad, esta imagen es sin duda convencional. Sófocles debió ser menos desapegado de los problemas de su tiempo de lo que creemos, menos impasible y sereno de lo que se quisiera frente a las miserias de este mundo, pues sus obras dan testimonio de ello. ¿Cómo habría sido de otro modo en aquel siglo V a. C. que fue el suyo y que vio los mayores dramas históricos de Atenas?
Reflexiones sobre una vida
Por una coincidencia que sin duda sólo los astrólogos estarían en capacidad de explicar, Sófocles nació y murió exactamente con su siglo. Nace en 496 y muere en 406. Dicho de otro modo, su vida coincide con la época crucial, más rica y agitada de la historia de Atenas. Si tiene apenas seis años en la batalla de Maratón (cuyo eco pudo ser para él lo que la Guerra del 14-18 fue para mi generación), tiene dieciocho cuando Atenas, por la liga ático-delia asegura su hegemonía definitiva sobre el Egeo, veintiséis cuando nace Sócrates (fecha que no está aquí sino para fijar las cosas, habiendo pasado desapercibido el nacimiento de Sócrates, como podemos suponer, para todos sus contemporáneos), treinta y cuatro cuando Pericles, de quien se hace amigo, se puso a la cabeza de la política ateniense, cincuenta y cinco cuando fue nombrado estratega y dirigió contra la isla de Samos una expedición punitiva (pues Sófocles no fue sólo un dramaturgo, fue también un estratega, es decir, un alto comisionado del ejército, como Claudel fue embajador y Giraudoux cónsul), cincuenta y ocho el día de la inauguración del Partenón, sesenta y cinco cuando estalló la Guerra del Peloponeso que ya no cesó prácticamente hasta su muerte, y ochenta y cuatro cuando participó, después del desastre de la expedición militar ateniense en Sicilia, en la formación de un Comité de Salvación Pública para rescatar, en lo que se pudiera, la democracia. Es una vida muy completa y tendemos a olvidarlo. A olvidar que Sófocles participó muy de cerca y en puestos de responsabilidad en la vida política de Atenas, que conoció y frecuentó a todos los grandes hombres de su tiempo, que fue un notable, alternativamente contralor de Finanzas, alto comisionado y “jacobino”. La acción para él es realmente la hermana del sueño y la mirada que posa sobre sus contemporáneos es realmente una mirada tanto de hombre como de poeta. No se afrontan las batallas, las discusiones de la Asamblea, las cuentas del Estado y a los enemigos de una democracia moribunda –pero en la que él creía firmemente– sin aprender algo sobre los hombres y en especial sobre los jefes, los poderosos, los estafadores. Sin embargo, a lo largo de esta vida y obra realistas, el sueño está siempre presente: puro, intangible, inexorable, con la insumisión de Electra, las exigencias morales de Antígona, las reivindicaciones de Teucro, las predicciones del adivino Tiresias, el sueño de una ciudad fraterna, justa y recta, y que sería un poco a la Atenas real lo que la Jerusalén celestial a la Jerusalén terrena, una ciudad depurada de conflictos y de intereses prosaicos, engendradores de violencias, mentiras y miedos. Esta ciudad, que no aparece en todo su esplendor mesiánico sino hasta el final de su última tragedia, Edipo en Colono, surgirá poco a poco de la ciudad trágica.
Reflexiones sobre la ciudad trágica
Temo aquí decepcionar al lector. Cuando se extirpan y analizan las raíces de un sueño, se encuentra tal vez un gusto amargo, una apariencia desazonada. Si la vida y la filosofía de Sófocles pasaron tradicionalmente por una vida sin historia y una filosofía feliz, hay que creer que había en él, en este sustrato cuya exploración recién ha comenzado, algo más que un simple amor a vivir y a filosofar. Había también una voluntad de comprender, o sea, una exigencia de verdad. En un pasaje de su Antígona, Sófocles entonó uno de los himnos más bellos que se hayan escrito a la gloria del hombre. Pero es también el autor de las más crueles, de las más despiadadas revelaciones sobre sus negras profundidades. No es por azar que los personajes principales de sus obras son sublevados, humillados, parricidas, infanticidas, matricidas: con él y por él, ellos hallaron una voz para expresar sus males y su sublevación. Paradójicamente, la ciudad de la luz, aquella que aparecerá trémulamente en el horizonte de Atenas al final de Edipo en Colono, nacerá poco a poco de una corte de milagros: Edipo rey el pestífero, el incestuoso, el parricida; Electra la insumisa; Antígona la sublevada; Teucro el soldado burlado y humillado; Filoctetes el héroe exiliado, llegaron a ser los verdaderos salvadores de su ciudad, los fundadores de una ciudad nueva, pues ellos poseen –y Sófocles fue el primero en sentirlo y en proclamarlo– aquello que sólo puede fundar una ciudad de justicia: la verdad que aporta el sufrimiento.
En Esquilo, predecesor inmediato de Sófocles, los dramas y los conflictos que constituyen la materia trágica de sus obras son estos dos pueblos y dos ciudades: pueblos en armas o en paz, masas desplazadas de tierra en tierra, de isla en isla, de continente en continente por el solo placer de sus jefes o la salvaguardia de una mujer –Helena de Troya, la que según la propia declaración del corifeo del Agamenón no fue sino una inconstante, una “encandiladora de reyes”, en resumen, una prostituta de lujo–. Una cólera sorda resuena a través de estos textos contra tanta miseria y desgracias injustamente sufridas y esclavitudes padecidas por el capricho de los reyes y de los poderosos. Pero esta cólera sorda en Esquilo no es todavía sino un rumor de tempestad, un vano gruñido de olas sobre las costas que la conciencia de las causas profundas no ha tocado aún. Con Sófocles, esta sublevación sube de tono, afirma su voz y se arma de una conciencia nueva. Se hace grito, acusación, exigencia de justicia que rehúsa el ocultamiento o la neutralidad. Y es por ello que fuerza a todo el mundo a elegir, arrastra a cada uno a un dilema donde debe alistarse en un campo o en el otro: el de Antígona o el de Creonte, el de Egisto el usurpador o el de Orestes el legítimo. Y es por ello que estas voces reivindicadoras son para nosotros más claras y más audibles todavía que los rumores conmovedores pero confusos de los coros esquileos. Es el solo, melodía encendida de un instrumento con la orquesta al fondo, lo que se retiene, porque se eleva por encima de los otros. Es el grito de un individuo y ya no el de la muchedumbre.
Pero, oponiendo así un individuo a otro, Sófocles nos ofrece entonces la imagen de una ciudad desgarrada, descuartizada entre dos exigencias contradictorias. Generaciones, ideas y costumbres se confrontan inexorablemente en estas ciudades –Tebas, Micenas, Colono, Atenas– marcadas por el fuego de la historia, la crueldad de los dioses o la ceguera del destino. Ciudades siempre mancilladas, obsérvenlo, por la presencia de un cadáver, de la peste o del incesto, ciudades a la deriva como si el bajel de la historia zozobrara de aquí para allá, roto su timón, sus velas desgarradas. Ciudades en el corazón de la tempestad o en el umbral del apocalipsis porque la violencia allí reina y, por naturaleza, es ciega. ¿Dónde se puede ver en todo esto una filosofía feliz, una serenidad impasible? He aquí pues la materia prima de las tragedias sofocleanas: estas ciudades tomadas en un momento vital de su destino, donde reinan la podredumbre, la exclusión y la anarquía. También cada obra de Sófocles –sea ésta Áyax, Antígona, Electra o Edipo rey– nótenlo bien, comienza por un grito, un “¡A cubierta!” lanzado desde los primeros instantes. Más tarde vendrán los himnos, las alabanzas, los hosannas de los hombres reconciliados en el esplendor de la justicia recuperada. Pero entretanto, en aquellas albas con las que Sófocles gusta hacer comenzar sus piezas, como si la tragedia naciera con el día, hay que imaginar la ciudad en perdición, con sus callejuelas desiertas, golpeadas por el sol, donde cada umbral tiene, como lo está diciendo hoy el poeta Yanis Ritsos, “el signo negro de aquellos que ya no están”, con sus plazas y atrios repletos por una muchedumbre asustada, como alborotada por una señal de alarma, ya lista a todos los exilios.
En este clima de extrema tensión, en este umbral de rayos y tormentas que amenazan la ciudad, se despliega la tragedia. Sófocles supo, mejor que ningún otro, definir este clima de tensión, este silencio intenso y pesado que precede a la tormenta y donde resuena, con una claridad insostenible, el grito de los supliciados: Antígona al llamar a su hermano muerto, Electra al llamar a Orestes, Edipo a la muerte, a las tinieblas y al olvido. Tal es la ciudad de Sófocles, cual aparece cuando menos en su madurez: una ciudad presa por las fallas y las confrontaciones de la historia y donde los seres pierden piso, dispuestos a ensombrecerse “bajo la marejada sangrante que ya recubre sus cabezas”.
Reflexiones sobre los mitos trágicos
Pero ¿por qué esta marejada, estos naufragios? ¿Cuál es la causa del desgarramiento y de la exclusión que roen la comunidad? Es fácil responder, en apariencia, a estas preguntas. Los datos en los que Sófocles se inspira no fueron inventados por él; provienen de leyendas que desde hacía generaciones alimentaban la imaginación de los griegos, quienes a su turno las dotaban de historias, narraciones complejas, ricas e intensas hechas de muertes, incestos y violencias, y que han caracterizado desde siempre la mitología griega. Clitemnestra que asesina a Agamenón a su regreso de Troya, Orestes que asesina a su madre Clitemnestra, Antígona que se levanta contra Creonte para enterrar a su hermano muerto, Edipo que mata a su padre y desposa a su madre, todo esto es la materia bruta propuesta por los mitos, no el aporte de Sófocles.
Con todo, se trata de temas relativamente moderados, puesto que ciertos mitos que inspiraron piezas hoy perdidas alcanzaban un nivel de horror y espanto difícilmente soportable. De ellos sólo citaré un ejemplo, aquel de Atreo y Tiestes. La historia de los Atridas, que reinaron sobre Micenas, comenzó por un infanticidio atroz. Atreo, fundador de la dinastía, profesaba a su hermano un odio irreductible: tema que se encuentra en muchos mitos griegos, como en el de los Labdácidas en Los siete contra Tebas de Esquilo o Edipo en Colono de Sófocles, con la confrontación de los dos hijos de Edipo, Eteocles y Polinices. Atreo sirvió pues a su hermano un día, en el curso de un banquete memorable, la carne de sus hijos. Cuando Tiestes se hubo deleitado, Atreo hizo venir un plato cubierto con un velo y le dijo a su hermano que viera lo que estaba oculto. Tiestes levantó el velo y descubrió las cabezas y los brazos de sus tres hijos. Visión tan horrible que el sol mismo tembló en el cielo y remontó su órbita. Tales eran los mitos en los que se inspiraron los trágicos: historias tan cargadas de horror y espanto que los propios astros se estremecían en el cielo.
La mayoría de las otras leyendas era del mismo tenor. Se entiende por qué los poetas trágicos no habrían tenido ninguna necesidad de inventar nuevas historias: la tradición de leyendas les dotaba de temas ampliamente suficientes. Y aunque se haya podido escribir sobre el contenido de la tragedia griega, sobre su lección moral, religiosa y filosófica, debe uno decirse primero que ella reposa sobre estos cuentos espantosos que hoy podrían alimentar más de una película de terror.
Pero a partir de estos datos siniestros la tragedia lleva a cabo una elección, un análisis, una interpretación, yo diría una decantación. Su fin no es únicamente mostrar este encadenamiento de masacres y de horrores ni retomar este largo camino de sangre que jalonea la historia humana, sino sobre todo comprenderlos y conjurarlos. Propone una meditación, una reflexión, una sabiduría. Pone al desnudo los mecanismos del terror para mudarlo en piedad, devela las tinieblas del inconsciente para descubrir las luces de la consciencia, desviste al hombre de sus ilusiones para mejor vestirlo de razón y lucidez. Al mostrar sus obras y las tendencias profundas del corazón humano por medio del ejemplo de los mitos, Sófocles se entrega a esta catharsis, esta purificación del alma de la que habla Aristóteles y que hace brotar la luz de las tinieblas.
En conclusión, el problema es simple. El poeta trágico opera a la manera de un cirujano del alma: circunscribe, reduce, extirpa ese cáncer inherente al hombre que los mitos se contentaban con despertar. Y sus instrumentos de “trabajo”, los bisturíes con los que el poeta purifica el inconsciente humano son aquellos del terror y la piedad: revelar el terror transformándolo en piedad, es decir, en conciencia. Se entiende pues que los habitantes de estas tierras trágicas, Electra, Antígona, Áyax, Edipo, Filoctetes, sean un poco como pacientes en víspera de una intervención radical. Sufren y gritan, y por este grito liberan en ellos el mal y la impureza que los afecta. El sufrimiento, como la ceguera de Tiresias, es fuente de luz y de revelación; hace de cada uno un vidente: vidente es Antígona que descubre, a través y gracias al mancillamiento infligido al cuerpo de su hermano y a toda la ciudad, que ningún orden civil, ninguna ley humana puede nacer de un sacrilegio; vidente es Electra que descubre por su búsqueda obstinada de justicia y por los ultrajes experimentados por su padre Agamenón, que ningún poder legítimo puede nacer de un crimen o una usurpación; vidente Áyax quien, en la víspera de su muerte, descubre bruscamente las leyes del tiempo, la armonía y el ritmo secreto de las temporadas y de los astros; vidente, en fin, Edipo quien, en el momento mismo que sus ojos ciegos se cierran a la luz, descubre su verdadera naturaleza y el poder regenerador del sufrimiento.
En este mundo de tinieblas, de muchedumbres despavoridas, de pánico y locura, los héroes de Sófocles aparecen como iluminados, en el sentido pleno del término, detentores de verdades redentoras para todos y especialmente para su ciudad, pues ellos han recorrido el ciclo de los sufrimientos. De malditos se convierten en elegidos.
Reflexiones sobre la ciudad futura
Y es aquí que volvemos al sueño de Sófocles, ese camino que a lo largo de más de medio siglo de creaciones lo condujo de los dramas psicológicos de Las traquinias a la luz mesiánica de Edipo en Colono. ¿Cómo en el corazón de una obra, en el corazón de los personajes, se ha operado esta mutación que transforma a un ser sufriente y maldito en un héroe salvador? Ante todo, por una revelación, una súbita e irrefutable iluminación que doblega al héroe bajo su fulgor, dándole la consciencia y el reconocimiento de su verdadera naturaleza. Consciencia no sólo de quién es sino de qué lo une a los otros a través del espacio y el tiempo. Consciencia de que sus actos, librándolo por una cruel ascesis tanto de sus ilusiones como de las prohibiciones de la ciudad, hacen de él un ser más allá de lo humano, borran su propia personalidad y lo promueven al rango de salvador, de profeta, de héroe.
Sófocles ha expresado esta revelación y este reconocimiento en sus obras con una imagen muy simple y sensible: aquella de los ojos –carnales o espirituales– que se abren bruscamente a la luz. Es un develamiento análogo al que consagra el itinerario del iniciado en las ceremonias de los Misterios. Pero aquí, en el corazón del continente trágico, de las exigencias cotidianas de la ciudad, se lleva a cabo por estos conflictos, enfrentamientos, justas que obligan al héroe a ir hasta el fin de sí mismo, al término de lo imposible. Es perdiendo el trono, el poder temporal, que los héroes de Sófocles consiguen su muerte y su salvación, su iluminación sorda por la tensión e intensidad de los dramas que afrontan. Son la intromisión sacrílega de Creonte, los crímenes de Clitemnestra, la insolencia sin límite de Egisto, la violencia de Menelao y de Agamenón los que obligan a Antígona, Electra y Áyax, a ir hasta el límite de lo tolerable y de lo humano. “Cuando ya nada más sea posible, entonces caeré” responde Antígona a Ismene. Frase sofocleana por excelencia.
¿Y cuáles son entonces estos límites de lo posible, este horizonte donde lo humano choca con lo sobrehumano? ¿Cuál es la naturaleza de estos enfrentamientos por los cuales el héroe consigue lo que es preciso llamar su inmortalidad? Aquí de nuevo no resta sino el asombro por la manera en la que Sófocles supo simplificar, clarificar los datos oscuros y complejos aportados por los mitos, puesto que este enfrentamiento mayor, este conflicto último del que depende el colapso o la supervivencia de la ciudad está reducido cada vez a un dilema simple: ¿debemos o no aceptar la violencia, el sacrilegio, la arbitrariedad? ¿Debemos o no aceptar siempre que lo temporal rija lo espiritual o, para emplear términos más conformes a la mentalidad griega, que lo humano imponga sus leyes a lo divino? A partir de estos dilemas que se revisten en cada obra con formas apropiadas como la justicia contra la injusticia, el respeto a los dioses contra el sacrilegio, el respeto al hombre contra la arbitrariedad del poder, Sófocles edificó toda su obra. Y vemos a través de estas luchas radicales, tesis violentamente afirmadas y justas oratorias, aparecer una idea, un mensaje preciso y movilizador: el rechazo a la violencia y el respeto al hombre. Es un mensaje a la vez generoso, lúcido e intransigente. A través del no de Antígona a la arbitrariedad de Creonte, el no de Electra a los crímenes de Egisto y de Clitemnestra, el no de Áyax a la desmesura de Menelao y de Agamenón, se revela poco a poco –engendrada por esta negación, nutrida con este rechazo– la afirmación de los derechos de la vida contra los de la muerte, el sí de Antígona al amor, el sí de Edipo al perdón a los enemigos, el sí de Filoctetes a la reconciliación con los adversarios de ayer.
Y este camino que hace a la vez del héroe insumiso el servidor de un orden superior y generoso, y de la ciudad desgarrada una ciudad reconciliada con ella misma, encuentra su fin en la última obra de Sófocles, Edipo en Colono, escrita a sus noventa años. Es ya el mensaje de un hombre en el umbral de la muerte que sabe que el amor, la tolerancia y el respeto al otro son las únicas vías posibles para asegurar la vida en común. Es por ello un mensaje que trasciende el siglo que lo escuchó y las fronteras de Grecia puesto que, desde el corazón de los tormentos, las luchas fratricidas son todavía las nuestras y la voz de Antígona continúa lanzando su grito de amor hacia el hombre, su hermano.
*Tomado (con el permiso de los editores) de Le théatre de Sophocle, traduit et commenté par Jacques Lacarrière, Paris, Philippe Lebaud Éd., 1982, pp. 9-23.
Jacques Lacarrière (Limoges, 1925 – París, 2005), polígrafo, helenista, poeta y traductor. Después de estudiar Letras Clásicas en París, vivió largas temporadas en Grecia. Entre sus obras destacan Verano griego (1975) y Diccionario del amante de Grecia (2001). En 1991 ganó el Gran Premio de la Academia Francesa por el conjunto de su obra. Su traducción integral de Sófocles está reunida en Le théatre de Sophocle (1982).
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Posted: May 30, 2021 at 5:24 pm