Trilogía de la ciudad luminosa
Diego Quintero Martins
1
En mi casa transmutamos con la velada de boxeo que se transmite los sábados: el devenir de Alberto entre los sillones. Solo intento saber para qué tanta pastilla si igual cualquier espectador ama la violencia. Creo en pequeñas luces, en los halos, esa posibilidad insinuada por el cambio ligero del tono en los ojos del atacante (un familiar, tal vez). El movimiento necesario de los cuerpos. Chocamos. El hueso cae sobre la mejilla izquierda para sacudir los fotones por dentro. Alberto recuesta su cabeza en mi hombro y muerde el punto exacto del flujo sanguíneo para comprender epifanías. La pantalla de alguna manera reconoce las cualidades de lo nuestro.
2
Alberto recorre calles de marcado acento lusófono. El miedo es absoluto para él. Un transeúnte bien podría confundirlo con un déjà vu: lo habita la simetría de los antiguos griegos. Avanza como una partícula avanza por un colisionador de hadrones. Piensa; no, reflexiona sobre la profundidad de mis hebras. El baile del viento entre las espirales de mi pelo. Atrae —mentalmente— tramos de nuestra historia colonial. Portugal, como siempre, en el centro. Alberto se convierte en una vorágine fluctuante entre la palabra y el eco porque la memoria funciona precisamente como una elipse. Recorre —sin motivo aparente— ese imperio olvidado por el mar. Todo presagia el choque menos la calma venidera.
3
Alberto me espera precipitado desde callejones lusitanos. También me espera adolescente. La música no le abarca los vacíos del reloj; cede ante la quimioterapia. Su walkman termina sacrificado en el vaivén de los casetes: una explosión dividida en piezas electrónicas. Las luces del cuarto están apagadas. Todo apaga. Supongo. Pretende quemar linfomas con la fricción del sexo contra el sexo: el goce de exprimir a un efebo. Piensa en los trenes, la imprecisión de los mapas, el margen de error posible en la línea recta. La facilidad con que mi ausencia le astilla las células. 1997 parece ser un año difícil para el amor, más cuando la metástasis acelera los procesos naturales del enamoramiento. Los días no pueden detenerse en una libélula. En el plástico que invade las bahías de la retina pintora, além das obras. El televisor hace de ruido blanco. Se levanta y lo apaga. Supongo. Da lástima verlo esperar dos cosas a la vez.
Diego Quintero Martins (Taskent, Uzbekistan, 1990) es autor de los poemarios Estación Baudelaire (Ediciones Espiral, 2015) y Taskent soledad ultra (Ediciones Espiral, 2017/Ediciones Liliputienses, 2019).
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Posted: June 7, 2022 at 9:49 pm