TUS PEQUEÑAS HUELLAS (ADELANTO)
Oswaldo Estrada
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Siempre que vuelve al aeropuerto internacional Jorge Chávez siente la misma ansiedad de la primera vez que estuvo ahí con sus padres.
El cólera había azotado a la población desde el año anterior y en todo el país se percibían los estragos de la epidemia. La gente seguía muriendo en las costas, en la sierra y en la selva. Por deshidratación, víctimas de la diarrea intensa y de las náuseas y los vómitos. El agua contaminada infectaba sobre todo a la gente más pobre, pero también a cualquiera que consumiera frutas y verduras que habían sido regadas con aguas fecales. Se volvió costumbre hervir el agua, o echarle unas gotas de lejía para tratarla, lavarse las manos con jabón antes y después de ir al baño, y antes y después de ingerir cualquier alimento. Recomendaban por la televisión y la radio evitar el pescado crudo y los mariscos, las ensaladas de tomate, rabanitos y lechuga, las limonadas y las chichas callejeras, o las gaseosas con hielo que también podía estar contaminado. Y aún así miles seguían infectándose, hasta terminar arrumados en los pasillos de los hospitales y las postas médicas incapaces de atender a tantos desahuciados.
Por eso debieron conseguir cuarenta y ocho horas antes del viaje constancias oficiales del Ministerio de Salud de que no presentaban signos del mal que dejaba a la gente con sequedad bucal, sed extrema y la presión arterial muy baja, con latidos del corazón irregulares. Y de todos modos, en el aeropuerto los examinaban con lupa para ver que no tuvieran los ojos hundidos, o la piel seca y arrugada. Decían por todas partes que era la más letal de las epidemias desde que los españoles llevaron la viruela al inicio de la conquista, sin saber que en menos de tres décadas una pandemia cobraría las vidas de más doscientos mil peruanos.
Debido a los atentados más recientes, sólo los que iban a viajar podían entrar al aeropuerto con su boleto en mano. Por medidas de seguridad. En la playa de estacionamiento y junto a otras familias desconocidas, rodeados de vendedores que ofrecían recuerditos, chicles, galletas o algún producto nacional, los cinco se despidieron de la abuela Tomasina y el papá Carlitos, de los tíos y primos que veían en ellos el sueño cumplido de poder irse. El cielo de agosto daba pena. Plomizo y doloroso como los cerros de Lima, como las calles de camino al Callao.
—Me llamas en cuanto llegues, hija.
—Sí, mamá. Reza para que todo salga bien.
La señora Anita era un manojo de nervios. Le temblaba el cuerpo de pensar que alguno de sus hijos menores podría meter la pata en cualquier momento.
—Diviértanse en Disneylandia y tómense fotos— alcanzó a gritar el abuelo para que llegaran a su destino y no los regresaran como a tantos otros que salían por esas mismas puertas para volver al día siguiente con las cajas destempladas.
Era la época en que todos se iban. Los que podían a Europa. Muchos a Japón. A Argentina. Y cientos, miles a Estados Unidos con visas de turista, o por México, por Canadá. La gente reunía papeles falsos y verdaderos para presentarse al consulado americano con la esperanza de obtener la visa por un mes o por un día. Hacían colas interminables bajo la llovizna con tal de recibir un número, una breve entrevista que les brindara la posibilidad de escapar. Había pobreza por todos lados, corrupción política, un golpe de Estado, una epidemia. Y los hombres y mujeres se preparaban frente al espejo por las mañanas, atentos al menor malestar físico, no fuera a ser que estuvieran contagiados. Y ensayaban sus argumentos dando vueltas por la cocina. Sobre el viaje de turismo que jamás realizarían, el deseo de llevar a sus hijos de paseo por un par de semanas, aunque no tuvieran un quinto. Presentando estados de cuenta, contratos de trabajo, invitaciones inútiles de algún familiar en Miami o Nueva York, y un flamante pasaporte peruano que se devaluaría en dos segundos con la negación del sueño americano.
En la familia celebraron como locos el día que el tío Lucho llegó a Estados Unidos, un año antes. Había jurado que se iría como fuera, después de haber recibido cuatro rechazos del consulado americano. Se fue por tierra y al cabo de dos meses llegó a Tijuana. Calato, hermana. Muerto de hambre y de miedo, pero con la meta de cruzar al otro lado. Durmió en varias iglesias y en la calle. Se subió a un tren de carga, a un camión donde le robaron lo poco que le quedaba, pero siguió hasta encontrar a un coyote que lo llevó a San Diego, donde la prima Delmira lo esperaba con el dinero del rescate.
También por el desierto cruzaron las hermanas Farías, las carniceras de la esquina que vendían anticuchos por las noches. Hicieron el trayecto con doble pantalón. Mirando a todos lados, como hacían cuando iban al camal con sus padres. Dispuestas a destazar a cualquier desgraciado que intentara violarlas. Con dos chavetas escondidas en las piernas.
Y Libertad, la frutera que vendió sus dos triciclos y encargó a sus hijas con la suegra para empezar el viaje desde Panamá. Ruteando por Centroamérica, consiguiendo quién la pasara de un país a otro, hasta que la cruzaron por el río. De mojada, señora Anita, como cruzan por ahí los mexicanos. Así pasé yo con otras siete personas. Con la ropa en una bolsa de plástico. En una cámara de camión.
La gente que podía se lanzaba a lo desconocido porque cualquier cosa era preferible a quedarse con las manos cruzadas. El presidente de Estados Unidos había suspendido toda ayuda para la lucha contra el narcotráfico. Y aun así incendiaban frente a las cámaras de televisión alguna tonelada de cocaína recién incautada, para que el pueblo confiara en el gobierno, aunque muchos opinaran que sólo quemaban harina. Los atentados y masacres seguían a la orden del día. Y los apagones. El desempleo. El miedo a que explotara un vehículo con dinamita en cualquier esquina.
* Este fragmento pertenece a la novela Tus pequeñas huellas (Suburbano, 2023) y se puede conseguir aquí
Oswaldo Estrada (1976), de origen peruano, es autor del libro para niños El secreto de los trenes (2018) y de tres colecciones de cuentos: Luces de emergencia (2019), Las locas ilusiones y otros relatos de migración (2020) y Las guerras perdidas (2021). Ha editado el volumen Incurables. Relatos de dolencias y males (2020), con veinte autores latinoamericanos que viven en los E.E.U.U. En el 2020 obtuvo dos International Latino Book Awards y el Primer Premio de Testimonio de la Feria Internacional del Libro Latino y Latinoamericano en Tufts. En el 2021 fue finalista del Doris Betts Fiction Prize y su libro Las guerras perdidas obtuvo la Medalla de Oro como Mejor Libro de Cuentos en Español en el International Latino Book Awards 2022. Suburbano acaba de publicar su novela Tus pequeñas huellas. Es profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Carolina del Norte, en Chapel Hill.
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Posted: December 4, 2023 at 9:24 pm