Una novela, cuatro objetivos
Lolita Bosch
Cuando comenzamos a escribir una novela casi nunca prevemos que no contamos con dos recursos que nos parecen habitualmente imprescindibles para poder crear mundos, trasladarlos de la realidad, imaginarlos posibles o inventarlos. Pero es así, aunque no nos parezca un punto de origen.
Una novela no tiene sonido.
Una novela no tiene imagen.
Y sin sonido para crear tensión, por ejemplo, o imagen para crear algo similar a la verosimilitud, el mundo que debemos crear tiene que funcionar, de todos modos, como un mundo vivo. Para el cual, y esa podría ser la única similitud con los dos únicos recursos de los que carecemos, no ayudan las fotografías que a veces acompañan algunos textos y que siempre hacen referencias a imágenes estáticas. Absolutamente quietas. Y tampoco ayudan las repeticiones, cacofonías ni melodías insertadas.
¿Cómo lograr, pues, que un mundo escrito permanezca siempre vivo?
Partiendo de cuatro hechos fundamentales e inapelables. El primero es que el lector es capaz de ver. Porque a diferencia de lo que ocurre frente a la televisión o el cine, el lector literario ve en la novela el espacio y no las escenas. Y el espacio son los límites y las imágenes que conforman un mundo posible, no real. Algo similar a lo que ocurre en el teatro.
El segundo hecho fundamental e inapelable es que el lector es capaz de entender. Porque las historias se ordenan, casi de forma natural, de una manera coherente, verosímil y lógica. Y eso no es porque las historias sean lógicas en sí, sino porque lo primero que ocurre en la creación literaria es el tiempo y el tiempo se ordena sólo y de forma inevitable. De tal modo que está en la propia naturaleza literaria tender a una estructura (caótica, inesperada o convencional) que genera una credibilidad porque su ritmo nos introduce en ella lenta, pausadamente. Y eso hace que confiemos, es decir, que nos confiemos.
El tercer hecho es que, como nos cuenta Houellebecq en Sumisión: “Sólo la literatura te puede provocar esa sensación de contactar con otra mente humana, con la integridad de esa mente, sus debilidades y grandezas, las limitaciones, las pequeñeces, las ideas fijas las creencias; con todo lo que la emociona, le interesa, le excita o le repugna. Sólo la literatura te puede permitir entrar en contacto con la mente de un muerto, de una manera más directa, más completa y más profunda de lo que lograría incluso la conversación con un amigo (…). Porque un autor es, antes que nada, un ser humano, presente en sus libros”. Y, en efecto, gracias a un extraordinario mecanismo artístico de recepción, curiosidad y comprensión, el lector genera empatía con un personaje porque el quehacer literario rescata algo radicalmente humano que tiene que ver, de manera íntima, con todos y cada uno de nosotros.
Y el cuarto hecho fundamental e inapelable, sucede también gracias a las capacidades del lector. A pesar de que a menudo, cuando escribimos, omitimos ciertas cosas porque pensamos que “Esto no podría pasar” o que “Nadie se lo va a creer” o que “Es demasiado obvio”. Aunque lo cierto es que un escritor, en verdad, sea capaz de sembrar en el lector cualquier cosa. ¿Cómo? Dosificando los códigos para que el lector crea que es él mismo quién está deduciéndolos por su necesidad, de nuevo inconsciente, de entender una historia.
En la novela de Kenzaburo Oe, Arrancad las semillas, fusilad a los niños, unos adolescentes son asesinados. ¿Pero cómo se consigue que un lector sea capaz de concluir que, en efecto, un menor de edad debe ser fusilado? Para responderlo, déjenme recurrir a una película que todos hemos visto y que tiene recursos evidentes y fáciles de comprender: ET. El extraterrestre (ET) sabe que cuando entra la mamá de su amigo en la habitación tiene que hacerse pasar por un muñeco de peluche. ¿Pero cómo lo sabe? ¿Cómo se lo cree el lector y por qué? ¿En qué momento ET tiene algo que ver con un muñeco de peluche? Sucede que durante toda la película nos podemos dar cuenta de que el niño Eliot quiere a los muñecos de peluche y que la mamá los pone en orden en diversas ocasiones sin prestarles demasiada atención. ET no sabe que los muñecos no están vivos, pero entiende que si se hace pasar por uno de ellos la mamá apenas lo mirará. Del mismo modo es como se establecen los códigos que permiten al lector interpretar la novela. Y el lector puede, en efecto, interpretar por dos razones: porque tiene curiosidad intelectual y porque es sensible.
Pero el quid de la cuestión –y aquí es donde radica la tensión que debe producir la escritura– es que lo que el lector ve, entiende, le genera empatía e interpreta no es lo que el lector le dice sino lo que va sucediendo ordenada y paulatinamente mientras se crea el mundo que le es propio y necesario a la novela que estamos escribiendo. Porque todos, absolutamente todos nosotros, cuando ponemos empeño en la escritura estamos tratando de crear sentido –incluso, muchas veces, sin darnos cuenta. Es nuestra intención literaria que se activa y la ponemos a trabajar. Y cuando tal cosa sucede mi consejo es detenernos, reconocerla y reflexionar. Pensar si estamos consiguiendo que sucedan los cuatro objetivos iniciales (ver, entender, empatizar e interpretar) y si estos funcionan. Es decir, pensar qué provocan en el lector y para qué podemos utilizar esa reacción en el proceso de escritura.
Lolita Bosch nació en Barcelona en 1970, pero vivió mucho tiempo en Albons (Baix Empordà). También ha vivido en Estados Unidos, India y, durante diez años, en la Ciudad de México. Ha publicado, entre otras novelas, Tres historias europeas, La persona que fuimos, La familia de mi padre o Esto que ves es un rostro, así como su antología personal de literatura mexicana Hecho en México y el ensayo narrativo Ahora, escribo. Su Twitter: @LolitaBosch
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Posted: February 3, 2016 at 10:30 pm