Una poesía vestida de infinitos ropajes
Mayco Osiris Ruiz
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• David Huerta: Antes de decir cualquiera de las grandes palabras (Era /Universidad Veracruzana, 2023, 216 pp.)
Hace más o menos 11 años, el Fondo de Cultura Económica agrupó los papeles que hasta ese momento conformaban la obra poética de David Huerta. El resultado —más de un millar de páginas por las que desfilaban los frutos recogidos a lo largo de casi cuatro décadas de escritura— enfrentaba al lector con la experiencia de un auténtico viaje a las profundidades de un océano verbal del que no se volvía, como lo señaló Julio Trujillo, sino “chorreando tinta”. Diez años después de esa tentativa, y habiéndose apagado, de forma prematura, la vida del poeta, Hernán Bravo Varela emprende en solitario un ejercicio que en algo se parece a las labores de zonación del mar: dividir en estratos las aguas procelosas de la obra y ofrecer al lector una profundidad lo suficientemente calculada para que atisbe el fondo sin penetrar de lleno en el abismo.
Conviene mencionar que ya en una ocasión, en compañía del poeta Jordi Doce, el propio David Huerta fijó un antecedente de esa operación de desmontaje por la cual una obra, dispuesta y concebida como totalidad, puede ser parcelada y vuelta a organizar en sus fragmentos. Igual que entonces, es patente el esfuerzo del antologador por acercarse al que, a mi modo de ver, es uno de los logros más significativos de ese primer intento de espulgar la escritura: hablo de serle fiel a la idea que está en el corazón de aquella antología, es decir, de serle fiel al título de El desprendimiento, haciendo del concepto una guía o un criterio aplicable lo mismo a los pasajes que por su madurez o por su peso merecen desgajarse del árbol que los cría, así como al amor o la largueza de quien tras remover algunas de las ramas del trabajo poético, decide darle al mundo el sedimento vivo de sus frutos.
Por las mismas razones, Antes de decir cualquiera de las grandes palabras elige una conducta y una práctica idénticas a las que se sugieren en el verso del que toma su nombre. Más que la arremetida de una marea de tinta, le interesa mostrar pequeños litorales de sentido en los que se acrisola la experiencia poética de un escritor que supo, como pocos, borrar esa frontera entre lo trascendente y el orden natural, cotidiano, del mundo; y para quien su oficio no admitía distinciones “entre las cuitas de la vida y las citas del arte, entre las grandes palabras de los especialistas y las pequeñas de nuestra especie”.
Es verdad que una empresa que desnuda o, más adecuadamente, que intenta averiguar hasta dónde consiente esa palabra una poesía vestida de infinitos ropajes, tiene el primer deber de descifrar aquellos elementos de cuya rotación depende su sistema imaginario. Es un secreto a voces que la obra de David Huerta asila por lo menos dos periodos, separados entrambos por el verso que sirve de remate a la descomunal hazaña de Incurable: “Tendré que decir lo que tenga que decir —o callarme”. Antes y después de esta sentencia, auténtico dilema allí donde los haya, hay una voluntad que encuentra su acicate entre la desmesura y el ansia de agotar y agotarse a sí misma en el lenguaje. Con todo, por mucho que este apego hacia lo torrencial se mantenga vigente y le dé a su sintaxis y a su respiración un aire de metáfora de todo exceso, lo cierto es que la asepsia de lo que Jordi Doce llama “su malditismo juvenil” producirá una voz más adecuada para decir ya no la destrucción, sino lo que se esconde entre “la música de lo que pasa”:
Quiero decir que el miedo estaba sobre todo
como una tela de infinita delgadez una tela negra
un animal un cosmos de objetos hechizados
Mi mente estaba llena de espejos rotos me reconocía
y me desconocía con una música de tabla ouija […]
Todo el tiempo era un tiempo de inoportunidad
mis gestos eran un derroche y una desviación
continuamente adheridos a formas hundidas del asombro […]
Deberé contar todo esto de mil y un maneras
para que se entienda que sigo aquí que no me he ido
a pesar de tantas infecciones y de la garganta maltratada
Por otro lado, hay que considerar que, aun cuando lo poético se plantee en estos versos como continuidad —como temas o imágenes que duran en el tiempo y que se modifican según los avatares de la imaginación—, ello es el resultado de la lectura atenta que el antologador logra hacer de los signos que se hallan en el fondo de toda gran poesía. Si existe un desafío para quien se propone trazar la geografía de los procesos que llevan a un autor hasta la cima de su esplendor creativo, es hacerlo a pesar de que el terreno le plantee direcciones no siempre unificadas, no siempre coincidentes. Cualquiera que conozca la obra de David Huerta sabrá que no se trata de un poeta que cultiva los procesos graduales, sino los arrebatos matemáticamente calculados. Entre su primer libro, El jardín de la luz, y lo que nos depara, cuatro años después, Cuaderno de noviembre, existe ya un atisbo del violento talante que pueden adquirir sus derroteros, así como del flujo que es la potencia oscura de su voz.
Ese tránsito, que va de la expresión libresca, del juego intertextual y la cita velada a la más anodina de las experiencias; del conocimiento puro al puro conocimiento de las cosas; de la literatura a la vida que pasa y se intercepta en forma de metáforas cruzadas, consigue definirse entre las páginas gracias a la constante de un ritmo edificado a base de elecciones que se antojan tan íntimas como deliberadas. Pero, más allá de lo atenta que pueda resultar cualquier ordenación, nada es tan decisivo para apreciar el mundo de esta obra como la congruencia que ha logrado integrar a fuerza de cumplir uno de sus principios más inexcusables y que de hecho resuena, con una voz distinta cada vez, en todas las instancias que la integran: “Pulir estas palabras, darlas al tiempo o al olvido”.
Ya sea por su carácter multitudinario, quiero decir, propenso a enmascararse; ya por esa visión, a ratos paradójica, que oscila entre el espanto y la ternura; ya por la voluntad de conjugar lo clásico con lo incendiario, lo lírico con lo antilírico, la obra de David Huerta puede ser ese intento de expresar otra vez las mismas cosas, pulirlas y ensayarlas con un esmero idéntico pero cuyo tesón acierta a construir una unidad fluctuante, es decir, un espacio integrado y parcial al mismo tiempo:
Hablo para cerrar los armarios y para abrir
el libro exhausto, para desunir los relojes
y para unir los dados de la mala suerte,
para extinguir una hoguera y para encender
la pared blanca, para darle la vuelta
a la página y para excavar hasta el ahogo
el cuerpo de este lápiz oscuro.
Ningún otro poeta ha podido acatar con tanta exactitud el desafío de hacer y deshacer ya no sólo sus versos, sino la propia lengua en la que están escritos. Y por ese motivo, aun cuando siempre asume el papel implacable de sí mismo, depura y se depura, inventa y se reinventa hasta rozar la médula de esa ambición que Hernán Bravo Varela enuncia y nos entrega como la limadura al fondo del crisol: la forma destilada “de una sensibilidad común pero sin individuos”.
Por supuesto, es ingenuo pensar que un orden fragmentario, obligado, además, a las inevitables omisiones, pueda salir triunfante en la tarea de crear la miniatura de un mundo desbordado, de un estilo profuso y torrencial. Lo extraordinario, entonces, no es que pueda lograrse, sino que el resultado tenga la consistencia del rostro en el espejo de la antología: el de un Huerta esencial, aunque siempre propenso a lo excesivo, para quien la poesía asume la figura de la grieta en el muro, pues viaja del hallazgo a la conversación, de lo más elevado a la presencia humilde, a la naturaleza más conmovedora; todo bajo el impulso de la voz de un poeta que “decidió acercarse “a ver el corazón de estas materias” sin perder… “su sonrisa de animal joven’”.
Mayco Osiris Ruiz (Xalapa, Veracruz, 1988). Poeta y crítico. Ha publicado en revistas como Sibila, Palimpsesto, Literal. Latin American Voices y Letras Libres. Es autor de El revés de esta luz (Taller Ditoria, 2015). Twitter: @MaycoOsirisRuiz
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Posted: May 30, 2024 at 8:47 am