Varones acechados
Gisela Kozak
Entiendo a los hombres alarmados por la tormenta que ha desatado el #METOO, el movimiento de las actrices estadounidenses en contra del acoso sexual.
Ser sentenciado sin derecho a la defensa es una desgracia. Lo entiendo porque soy mujer y durante milenios se ha vinculado la valía y honorabilidad masculinas con nuestra conducta respecto a los placeres eróticos, razón por la cual aquella que es honrada ha de serlo y parecerlo, so pena de caer en desgracia en sociedades dispuestas a condenar con suma facilidad. Una maledicencia dicha al descuido, cualquier debilidad o indiscreción, significaba la condena sin remisión de la culpable, impedida de defenderse dada su condición de mujer. Vale un ejemplo preciso de cómo podía llegar a funcionar esta forma asfixiante de control: en el antiguo Código Civil de mi país Venezuela la sola denuncia de adulterio por parte del esposo, sin prueba alguna mediante, bastaba para divorciarse de una mujer y retirarle la custodia de los hijos. En cambio, la esposa engañada debía presentar pruebas contundentes de la infidelidad de su cónyuge pues de la palabra femenina siempre se puede dudar, tal como se afirma en el Corán, texto donde se instituye que el testimonio de un hombre ante la justicia vale el de dos mujeres.
¿Qué pasa si un hombre es injustamente acusado? ¿Olvidamos en este caso del derecho a la defensa? ¿No se trata de una conquista de la humanidad que debería estar garantizada? ¿Debe salvaguardarse el derecho a la defensa en todos los casos aun en detrimento de las víctimas que acusan? ¿Creemos en éstas aunque no haya pruebas dada la posición de poder de quien acosa? ¿La palabra de una mujer que denuncia acoso vale sin pruebas mientras la del hombre que se defiende no, como pasaba con las supuestas adúlteras de las que hablé antes? Como feminista que reivindica el liberalismo político (me da igual que me llamen “feminista blanca”), el irrestricto respeto a los derechos humanos incluye que el Estado no puede aplicar penas de cualquier naturaleza sin un juicio justo. Expulsar de su trabajo a alguien por acosador significa un perjuicio nada despreciable; aunque no es una pena como la cárcel ni sea el Estado quien tome la decisión, tiene efectos que pueden ser devastadores profesionalmente hablando, como lo demuestra el caso del actor Kevin Spacey, cuya responsabilidad en temas de acoso pareciera fuera de duda. ¿Puede hacerlo una empresa, un ministerio o una universidad aunque no halla pruebas? ¿Se procede sin más dejando a un lado la presunción de inocencia?
Mi respuesta es no. Es imprescindible que se creen mecanismos sensatos en los lugares de trabajo y estudio, los cuales han de dejar claro que el acoso significa faltar a las políticas de convivencia laboral o universitaria. Asímismo debe describirse en cuáles casos puede hablarse de acoso y en cuáles no, amén de permitir que el supuesto agresor se defienda. El éxito de estas medidas en la prevención y castigo del acoso se medirán en el tiempo, pero al menos se abre un espacio para el tema en lugar de echarlo a un lado por temor a cacerías de brujas. Simplemente, no es ético que un productor de cine como Harvey Weinstein solicite favores sexuales a cambio de su apoyo a una actriz. Si ésta acepta, el problema ético sigue estando presente: una actriz puede ser mejor que su competidora pero si no cede ante los requerimientos del productor, pierde su oportunidad ante otra más complaciente. Aunque la objetividad absoluta respecto al mérito ajeno no puede garantizarse, al menos el sexo puede dejar de ser el factor que incline la balanza. Se trata de cine, no de intercambio de placer por favores.
Igualmente, el respaldo a las víctimas es incompatible con la infantilización de mujeres hechas y derechas. No estamos en el siglo XIX y las mujeres debemos saber defendernos, amén de no apropiarnos de una buena causa para fines ajenos a ella. Ignoro cuántas actrices hayan cedido por interés propio ante su acosador pero, más que juzgarlas por ello, habría que apuntar al meollo del asunto: es imprescindible que las reglas no escritas entre hombres y mujeres den cabida al respeto.
El tema del respeto es fundamental. En las innumerables discusiones sobre #METOO destacan argumentaciones fundadas en la índole incontenible del deseo ante una mujer joven y bella. El instinto llama al varón desde el fondo de los tiempos y por lo tanto toda ética se disuelve en el tórrido deseo; dado un impulso tan poderoso, hay que disculpar a los pretendientes ávidos de belleza. La mezcla de autoindulgencia con protestas de fervor por la deseada sería más convincente si nos olvidamos de un detalle no menor: los hombres respetan a la mujer acompañada. Nada mejor que un padre, hermano o marido de uno ochenta de alto para que la locura dé lugar a la prudencia. ¿Puede evitarse entonces el acoso a pesar de la “condición” masculina? Por supuesto. El deseo sexual no hace inevitable asediar a una mujer; no es cierto que un varón no pueda evitar molestar o chantajear a quien lo rechaza. Detrás de semejante razonamiento se esconde la duda sobre la palabra femenina, el menosprecio a su condición de individuo que puede decidir. Los varones deben hacerlo por ella, saben mejor lo que le conviene y lo que verdaderamente quiere hasta cuando dice que no. Así actuaba Harvey Weinstein, el productor de cine, como el árbitro último de los cuerpos y deseos de la actrices que le gustaban.
Corren tiempos difíciles para el sexo. No es imposible un escenario de regreso a la tradición para reorganizar su desorden, sobre todo en un mundo donde nacionalismos y fundamentalismos religiosos están en alza. ¿Los hombres deben proteger a las mujeres del acoso a la antigua usanza? ¿Será cierto que la revolución sexual ha llegado demasiado lejos y que la tradición provee de seguridad? ¿Volveremos a los tiempos de chaperonas que protegían a las damas del inevitable abordaje masculino? ¿Hombres y mujeres trabajarán por separado como en algún país árabe para evitar tentaciones?¿Las mujeres irán a verse con médicas en lugar de arriesgarse a caer en manos de doctores infames como Larry Nassar, en cuyo caso ya no hablamos de acoso sino de abuso de gimnastas adolescentes a su cuidado? ¿Proteger a las víctimas significa volver a las rígidas y reglamentadas relaciones entre los sexos de otras épocas? ¿Las actrices sólo tendrán contacto con los productores vía representantes? ¿Profesoras para nosotras y profesores para ellos? Espero que no ocurra nada de esto pero tales preguntas no son ociosas, odiosas ni exageradas: una venezolana sabe que todo es posible después de pasar por la revolución bolivariana.
¿La clave reside en el respeto sin puritanismo? ¿Reside en el cambio de las reglas no escritas entre hombres y mujeres que desean libertad afectiva y sexual? En este caso se trata de un transformación cultural: no es poco pero se puede.
Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace (Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales(Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak
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Posted: March 5, 2018 at 11:37 pm