VIDA EN SORDINA
Ana García Bergua
Llevamos a nuestra hija al dentista y en lo que entra al consultorio, nos vamos a buscar un sitio para estacionarnos. Permanecemos en el auto, esperando. Estamos en una de las colonias más bonitas y activas de la ciudad, con sus alegres cafés y la gente que pasea a sus perros. Todos los comercios están abiertos, hay gente con mascarillas haciendo cola para comprar helados, gente sin mascarilla que toma café o fuma. Gente que habla, que grita, que conversa o discute. Nosotros los miramos desde el auto, con el deseo y la nostalgia de pensar que en otra época nos habríamos bajado, caminaríamos hacia tal o cual librería o café a esperar plácidamente, o quizá sólo pasearíamos admirando los escaparates y las casas tan lindas. Pero estamos guardados en esta cápsula con los cubrebocas puestos. Somos mayores, susceptibles al contagio, y no nos queremos arriesgar. Y como siempre, debemos decir que tenemos suerte de poder estar aquí, en un auto; eso que hace unos pocos meses era una maldición ahora nos protege.
Gente que habla, que grita, que conversa o discute. Nosotros los miramos desde el auto, con el deseo y la nostalgia de pensar que en otra época nos habríamos bajado, caminaríamos hacia tal o cual librería o café a esperar plácidamente, o quizá sólo pasearíamos admirando los escaparates y las casas tan lindas. Pero estamos guardados en esta cápsula con los cubrebocas puestos.
Observamos, por ejemplo, al policía que se acerca al café con el rostro descubierto y al dueño de éste que sale, orondo, a discutir con él. Él dueño trae cubrebocas negro y una camiseta pegada del mismo color que no disimula la bien trabajada panza. Trae una gorra de beisbolista que de lejos se parece a la gorra reglamentaria del policía. Los clientes, en sus mesitas de la calle, conversan con despreocupación; una chica con sombrero chaplinesco le explica algo a un hombre de barba. De repente nos miran de reojo, como si estuviéramos espiando, merodeando. Me gusta la palabra merodear. Eso estamos haciendo de alguna manera, curiosear desde el coche, pero no para venir a robar más tarde, como haría un maleante, sino mirar al mundo y a sus gentes en calidad de un espectáculo: ¿hasta cuándo estaremos así, saliendo a la calle a espiar a los otros desde lugar seguro? O vigilando que traigan la barrera para no contagiar, rogando porque no griten, no nos hablen de golpe y de frente, no nos aborden. Que nadie aborde a nadie sin necesidad. Procure no hablar, dice un letrero en el supermercado y en la farmacia.
Desde hace semanas que, si debo salir, vigilo a los que no traen cubrebocas, cuento cuántas personas en tal o cual colonia lo usan y cuántas no. Siempre me he reprochado por ser muy observadora de la arquitectura, el aspecto de las casas y las tiendas, los trajes y los vestidos, incluso los animales y el cielo, la dinámica del paisaje en general, y observar poco las reacciones de mis congéneres. Por eso te engañan con tanta facilidad, me dice mi esposo, por eso no escribes bien, me regaño yo siempre de regreso a casa; miras las cosas, no a las personas. Ahora veo a la gente, por fin, con muchísima curiosidad, debo decir, pero no es cierto. No la veo, la vigilo y creo que eso es peor.
Hay épocas Louis Armstrong y épocas Miles Davis: épocas claras al sol y a los gritos, épocas de tocarse, de estar siempre presente, y épocas en sordina, más interiores y reflexivas. Uno recupera la belleza de ambas porque siempre hay que recuperar la belleza de la vida, incluso en épocas horribles, para que tenga sentido.
El dueño y el policía siguen discutiendo, nosotros interpretamos: ¿qué le estará diciendo? Quizá vino a clausurarle el lugar, dice mi esposo; las mesitas no están lo bastante separadas y nadie trae cubrebocas. Pero el policía tampoco, no pone el ejemplo, le respondo. Pienso que es como nuestro presidente. Eso sí. ¿Y qué sucederá, le dará dinero? No parece. Una pareja muy alegre que pasó hace rato con sus perros vuelve a pasar de regreso; ella es delgadita, muy bella –quizá es modelo, comentamos—y parece flotar, como si nada de lo que está pasando la tocara. La chica del sombrero sigue conversando con el hombre de barba y mi esposo pone una película en el celular. ¿Por qué no? Los primeros cines que han abierto en la ciudad son los autocinemas; gracias a la tecnología podemos tener nuestro autocinema particular. ¿Y quién nos lo reprocharía? Yo sé quién: la tarde soleada, el absurdo de no estar caminando despreocupados, felices como aquella muchacha que parece vivir en otra dimensión. Sumergirnos en aquella ajenidad, en la calle y sus cosas. El sol nos reprocha ese encierro, ni más ni menos. Pero mejor vemos la película, es lo sensato, es lo que a nuestra edad y dada nuestra condición resulta más aconsejable, con nuestros cubrebocas y la botellita de gel desinfectante a la mano, el elixir mágico de la salud que todos cargamos.
Pienso en la trompeta de Miles Davis, trompeta con sordina; una trompeta bellísima, pero un poco melancólica, muy distinta, por ejemplo, de la trompeta brillante de Louis Armstrong. Hay épocas Louis Armstrong y épocas Miles Davis: épocas claras al sol y a los gritos, épocas de tocarse, de estar siempre presente, y épocas en sordina, más interiores y reflexivas. Uno recupera la belleza de ambas porque siempre hay que recuperar la belleza de la vida, incluso en épocas horribles, para que tenga sentido. Esta es una época Miles Davis, pienso, época de vivir en sordina, siempre detrás del vidrio, de los lentes, de las máscaras. No sabemos cuánto dure ni si llegará a ser como antes; ojalá y podamos rescatar de ella alguna belleza, a pesar de la tragedia enorme.
El policía se va y nuestra hija nos llama para que vayamos a recogerla. Nuestra burbuja avanza por la ciudad, todo en sordina.
Ana García Bergua Es escritora y ha sido galardonada con el Premio de literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela La bomba de San José. Ha publicado traducciones del francés y el inglés, y obras de novela y cuento, así como crónicas y reseñas en medios diversos. Twitter: @BerguaAna
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Posted: August 11, 2020 at 10:11 pm