Essay
Ya que se acabe el mundo
COLUMN/COLUMNA

Ya que se acabe el mundo

Alberto Chimal

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Acabo de leer una novela gráfica: La casa bonita junto el lago (The Nice House on the Lake, DC Comics, 2021-2023). El guión es de James Tynion IV, un especialista en cómics de superhéroes y de terror; el dibujo, del artista español Álvaro Martínez Bueno. Tras completar sus 12 capítulos, la serie ganó varios premios en los Estados Unidos. Venía con reseñas muy elogiosas.

El planteamiento es apocalíptico. En 2021, en medio de un periodo de aislamiento debido a la pandemia, un grupo diverso de personas es invitado a la casa a la que el título se refiere, propiedad de un amigo común: una lujosa propiedad en un bosque remoto de los Estados Unidos. Todos aceptan, creyendo que van a una semana de vacaciones y convivencia lejos de la ansiedad producida por la COVID-19. Pero cuando han llegado allá, los invitados son testigos –por internet– del “fin del mundo”. En una sola noche, un fenómeno cósmico aniquila violentamente al resto de la especie humana, y el amigo que los reunió resulta ser una criatura no humana: miembro del ¿grupo?, ¿especie extraterrestre?, ¿panteón de dioses lovecraftianos?, que causó la catástrofe. Tras quedar solos, atrapados en el terreno alrededor de la casa, los supervivientes deben decidir qué hacer, cómo vivir el tiempo que les queda, cómo lidiar con sus demonios personales y no hacerse pedazos unos a otros…

Martínez Bueno ilustra con un estilo naturalista que conviene al ambiente de pesadilla imaginado por Tynion. El diseño de las páginas incorpora diferentes “medios” (desde tomas de cámara de vigilancia hasta transcripciones de charlas, o falsas capturas de pantalla de sitios web) para comunicar el estupor y la dislocación de los sucesos narrados. No es difícil pensar en las reacciones que inspiran los acontecimientos terribles de nuestro presente, que llegan primero en fragmentos inconexos, como parte de publicaciones sensacionales, y sólo después –si acaso– como parte de la realidad inmediata en la que debemos vivir. Los guiones han sido comparados con los de la serie Lost por combinar misterios y horror en el presente con recuerdos de los personajes, que ayudan a perfilarlos.

Pero la historia no solamente se parece a aquella serie de televisión. En realidad, se parece a miles más. No es ninguna gran revelación decir que las culturas occidentales están obsesionadas con el fin del mundo, o más concretamente con un colapso de la civilización, una hecatombe que acabe con “el orden establecido”. Crisis simultáneas y generalizadas, desde el aumento de la desigualdad económica o el deterioro ecológico acelerado hasta la misma pandemia, nos tienen pensando en ello desde hace años. No ayudan el incremento de la violencia criminal, política y hasta virtual que viven muchos países, las guerras en marcha que han puesto en jaque al orden mundial instaurado tras la Segunda Guerra Mundial, ni las supersticiones paranoicas que se perpetúan gracias a la ignorancia de millones de personas.

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Las narraciones apocalípticas siguen teniendo un argumento básico más frecuentado que cualquier otro: la hecatombe universal como una especie de “revitalización” de la vida humana, en el que unos pocos afortunados tienen la oportunidad, o la obligación, de replantearse quiénes son y tratar de sobrevivir de una forma menos sujeta a las explotaciones del presente. Más libre. La muerte espantosa de miles de millones acaba por ser el mejor acontecimiento de la vida de alguien, a veces de manera irónica y a veces no. Basta un reset: apagar el mundo y volverlo a encender, como si fuera una computadora que no responde, para que se borre todo lo malo y los protagonistas florezcan.

En la ficción popular más o menos reciente, el mismo planteamiento aparece decenas o hasta cientos de veces. Los contornos de La casa bonita junto al lago, de sus escenarios y personajes, se ven en series de televisión como Fallout de Jonathan Nolan, películas como Dejar el mundo atrás de Sam Esmail, videojuegos como The Last of Us, novelas y más cómics. Muchas de estas narraciones se promueven o incluso se conciben como franquicias multimedia, material para adaptaciones en diversos medios: Fallout es también una serie de videjouegos, The Last of Us ha dado origen a una serie de televisión, Dejar el mundo atrás se basa en una novela, escrita por Rumaan Alam… De manera similar, ya se ha anunciado una serie de continuaciones de La casa bonita junto al lago, realizadas por el mismo equipo creativo y pensadas como “temporadas” de una serie antológica de televisión: sucesivas novelas gráficas independientes pero semejantes, perfectas (como dicen múltiples reseñas) para ir a dar a Netflix.

¿Cuál es la mayor limitación de este argumento? En otro tiempo hubiera dicho que su carácter insular, completamente desprovisto de curiosidad acerca del mundo más allá de los Estados Unidos, Inglaterra o Canadá en contadas ocasiones, o Australia (cuando mucho, y siempre que la obra en cuestión sea una película de la serie Mad Max). La casa bonita junto el lago no intenta ninguna innovación en este sentido. Todos los personajes son estadounidenses –además, de clase media alta, esbeltos, atractivos– y no hay referencias a ningún sitio más remoto que Nueva York. Reflejando sin darse cuenta la prosperidad, las ventajas y los fetiches de aquel país, el guión se apresura a aclarar que apenas habrá auténticas dificultades para la supervivencia; que hay un buen depósito de armas de fuego; que los personajes afrontarán su situación como individuos, presentados uno tras otro en capítulos sucesivos. La estructura nos revela las diferencias y conflictos entre ellos sin plantear seriamente, nunca, la posibilidad de tener que formar una comunidad. Las armas, por supuesto, van a acabar por dispararse.

Pero ahora me parece que un rasgo más engañoso –y destructivo– de estas historias es una manía que la ficción de alcance global ha padecido desde que el término comenzó a utilizarse.

Todos los apocalipsis ocurren a enorme velocidad.

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El “mundo” –más bien la sociedad en la que crecieron los protagonistas de las historias apocalípticas– siempre se derrumba de un día para otro, o cuando mucho en semanas, como en 28 días después de Danny Boyle (¿cómo sobrevivió el héroe, solo y en estado de coma, en el hospital abandonado?) o The Walking Dead (que en su versión original en cómic, al igual que en la adaptación televisiva, copia sin pudor alguno la película de Boyle). Siempre hay alguien con vida que recuerda el pasado y, de manera franca o encubierta, nos invita a compararlo con nuestro presente a la hora de librarse de ataduras que nosotros mismos no podemos eliminar. El fin es algo que “llega de pronto”, y sobre todo que llega sin que nadie lo sospeche.

Ninguna civilización humana conocida ha desaparecido en un solo día, los acontecimientos cruciales de la Historia rara vez se perciben como tales cuando están sucediendo, y los males de una sociedad pueden verse mucho antes de lo que se admiten o de que lleven a una auténtica crisis sin retorno. Pero haría falta una perspectiva que no queremos adoptar, y un proceso de reflexión que casi nadie intenta, para comprender las causas complejas y las consecuencias numerosas de la hecatombe más simple. Y también es cierto que nadie quiere imaginarse realmente en una verdadera catástrofe, porque en el fondo entendemos que no seríamos de los privilegiados: no sobreviviríamos al ataque de zombis, la explosión nuclear, la campaña genocida, ni siquiera al corte total de recursos en la ciudad que habitamos. Un solo personaje de Dejar el mundo atrás se da cuenta de que es totalmente incapaz de valerse por sí mismo cuando su teléfono se queda sin acceso a internet, pero su toma de conciencia pasa sin llevar a nada más, y nos quedamos con los personajes que lo rodean, todos hipercompetentes, fanatizados o inconscientes.

Las obras apocalípticas menos hipócritas dejan a sus sociedades en el aire junto con sus personajes, sin una resolución ni mucho menos una refundación victoriosa. También se distinguen por no reducir la destrucción a un inconveniente fácil de eludir, un paseo violento pero del que es posible salir ileso. Ocurre así en unos pocos ejemplos, desde la novela gráfica The Abandoned de Sophie Campbell hasta la película Guerra civil de Alex Garland. Pero la gran fantasía de este subgénero es, quizá, una que no tiene que ver en absoluto con ningún final. Sospecho que proviene de una necesidad de desahogo, de un momento catártico en la que las presiones y precariedades y enojos de la realidad cotidiana desaparecen sin más, sin causas ni efectos, dándonos el placer adicional de ver arder a todos los otros: todos los seres no-humanos (porque así aprendemos a juzgarlos) a los que nos hemos acostumbrado a odiar porque siempre es más fácil echarles la culpa de todo.

Alberto Chimal es autor de tres novelas, más de 30 libros de cuentos, ensayos y guiones de cine y de cómic. Recibió el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002, el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima 2014 y el premio del Banco del Libro 2021, entre otros. Su libro más reciente es la novela La visitante. Contacto y redes: https://linktr.ee/albertochimal.

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Posted: June 5, 2024 at 7:30 pm

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  1. Pingback: Apocalipsis aburridos – Alberto Chimal

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