Yermo, de Everardo González
Naief Yehya
Ocho años, nueve desiertos, cuatro continentes y una cámara atenta para registrar con sorpresa pero también cordialidad, la vida en lugares que imaginamos inhóspitos y hostiles. Yermo, el séptimo largometraje del documentalista Everardo González puede verse como un paseo azaroso y azorado por la geografía y la experiencia humana en regiones de países tan distintos como Mongolia, Marruecos, Namibia, México, India, Estados Unidos, Islandia, Perú, y Chile. Es evidente que el director de La canción del pulque (2003), Los ladrones viejos (2007) y Cielo abierto (2010) da aquí prioridad a la mirada, al contraste entre los horizontes interminables y los modestos asentamientos humanos, a los cielos majestuosos y los paupérrimos monumentos religiosos. Los espectaculares paisajes remotos que se ofrecen distan en gran medida del exotismo convencional que invocan los países visitados.
La tarea evidentemente no fue simple. No se trataba de crear una colección de cromos vistosos ni una guía de turismo ni tampoco un panfleto inspirado por el National Geographic. No era la intención realizar un estudio académico antropológico o etnográfico, sino que se trató desde el inicio de un ensayo fílmico, una propuesta estética con su propia lógica interna y una narrativa construida principalmente desde la edición, que estuvo a cargo de Paloma López. De ahí que la editora defina el propósito de la cinta como: reconocerse en los ojos del otro. De esa manera los sujetos observados no son objeto de estudio en el sentido colonial, son interlocutores que no pretenden contar su historia o explicar su cosmovisión. Tan sólo son gente que trata de seguir con sus vidas a pesar de la distracción que representa mostrar hospitalidad al atender a un grupo de extraños con cámaras que los siguen y observan.
Yermo se fue filmando durante el proceso de producción de la obra fotográfica “Tormenta de luz”, de Alfredo De Stefano, quien es uno de los productores, y en cierta forma González lleva un paso más allá las impresionantes imágenes de desiertos que De Stefano ha venido capturando desde hace casi tres décadas. Así, lo que tenemos son trazos de delicados de ecosistemas animales, vegetales y humanos que se sostienen en la precariedad material y a la vez en universos culturales fecundos y fascinantes. A veces la transición entre un desierto y otro se da por tomas de carreteras, otras simplemente en un parpadeo estamos del otro lado del mundo, escuchando otro idioma y contemplando paisajes similares pero distintos, arenas con otras texturas, vegetación exigua o rocas afiladas, camellos o dromedarios. El tejido de lo cotidiano trenzado con los recursos más básicos para oponerse a la implacable aridez de los terrenos.
En la primera parada, en Mongolia, llegan a una población remota donde visitan una yurta. Ahí la anfitriona hace la pregunta esencial para entender el filme: ¿Quiénes son estas personas? Mientras esperaríamos que se nos ofreciera respuesta a nuestra duda sobre quiénes son los habitantes de esa estepa, debemos preguntarnos con ella: ¿Quiénes somos nosotros y qué hace que tengamos el privilegio de la curiosidad o de que nuestra presencia sea relevante? La mujer les ofrece té y después pregunta al intérprete si los visitantes aguantan bien el frío, a lo que responden con un contundente e irónico no, y añaden que no son gente muy fuerte. “Los extranjeros son muy diferentes”, dicen entre ellos. De ahí, sin presentación ni intertítulos ni explicaciones en off, pasamos a Marruecos y luego a Namibia y así sucesivamente, con cortes de edición a veces abruptos y otros sutiles que van estableciendo una unidad cromática (con un espectro del sepia y el azul), temática y sensorial que va más allá de lo cultural. De haber creado una aproximación ordenada y meticulosa, habrían caído en un catálogo simplista e incompleto de peculiaridades, en una inútil búsqueda de paralelos y comparaciones.
El otro elemento de la composición es la pista sonora de Raúl Vizzi, con ciertos toques de humor e ironía pero también nostalgia (con un eco distante a Theo Angelopulos) en el bandoneón, que se entreteje con música tradicional interpretada por los locales y por pop regional que destaca en aquella brillante secuencia en un karaoke mongol. Inicialmente la tentación de los realizadores fue de no traducir los diálogos y dejar el filme como una mera experiencia audiovisual pero eventualmente decidieron usar las palabras de sus anfitriones para crear un contexto mínimo. Como espectadores contamos con el beneficio de los subtítulos para poder entender o por lo menos dar sentido elemental a las palabras de los visitados. Los vemos discutir, preocuparse, reír, celebrar y cantarle al extranjero que no se vaya sin llevárselo de ahí. Varios hablan del amor a la belleza y silencio del desierto, no sin imaginar lo mucho que les gustaría viajar y conocer el océano. Así la cinta se va volviendo un poema épico de la supervivencia, el trabajo duro, las preocupaciones y la dicha de sociedades y familias en donde otros sólo pueden ver desolación.
La visita a un modesto museo que alberga una colección de fósiles añade un elemento telúrico y ctónico al poner en evidencia la increíble abundancia vegetal que tuvo que reinar en esa región hace decenas de millones de años para poder sostener la existencia de enormes dinosaurios. El desierto se vuelve así un instante en la historia del planeta, un parpadeo y un acertijo. En el alto Holoceno que vivimos, con la inminente amenaza del calentamiento global, vemos a estas poblaciones de la aridez un tanto como una imagen de lo que nos espera y otro tanto como el canario de la mina. ¿Tendremos la fortaleza para adaptarnos a la devastación y los recursos mínimos de un planeta desierto y candente?
La cinta se estrena en un tiempo de plaga y confinamiento, en que viajar se ha vuelto peligroso e inapropiado. Contemplar la inmensidad desde el encierro es una forma maravillosa de escapismo y una esperanza de regresar eventualmente al mundo.
Naief Yehya es narrador, periodista y crítico cultural. Es autor, entre otros títulos, de Pornocultura, el espectro de la violencia sexualizada en los medios (Planeta, 2013) y de la colección de cuentos Rebanadas (DGP-Conaculta, 2012). Es columnista de Literal y de La Jornada Semanal. Twitter: @nyehya
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Posted: August 23, 2021 at 9:03 pm