Riqueza privada, miseria pública
Tony Judt
Algo está profundamente mal en nuestro modo de vida actual. Durante tres décadas hemos hecho una virtud de la búsqueda material que responde sólo a nuestro interés personal. Y esta búsqueda es todo lo que subsiste de nuestro sentido de aspiración colectiva. Sabemos lo que las cosas cuestan, pero no lo que valen. De modo que, por ejemplo, ya no esperamos mucho de una sentencia judicial o de un acto legislativo: ¿Está bien? ¿Es justo? ¿Es correcto? ¿Ayudará a conseguir una sociedad y un mundo mejores? Tales solían ser las cuestiones políticas de antes –las que, por lo demás, nunca nos invitaron a encontrar respuestas fáciles. Ahora debemos reaprender algo de lo que ellas nos plantean.
El carácter materialista y egoísta de la vida contemporánea no es inherente a la condición humana. Gran parte de lo que hoy parece “natural” data de la década de los ochenta: la obsesión por la creación de riqueza, el culto a la privatización y al sector privado, las crecientes disparidades entre ricos y pobres. Pero, sobre todo, la retórica que acompaña a la admiración incondicional por los mercados sin restricciones, el desdén por el sector público y la ilusión de un crecimiento sin fin.
No podemos seguir viviendo así. La crisis de 2008 fue un recordatorio de que el capitalismo no regulado es su propio y peor enemigo: tarde o temprano volverá a ser presa de sus propios excesos y recurrirá otra vez al Estado para que lo rescate. Pero si no hacemos más que recoger sus pedazos y continuar como antes, nos espera una agitación mayor para los próximos años. No obstante este peligro, parecemos incapaces de concebir otras alternativas. Esto es también algo nuevo. Hasta hace muy poco, la vida pública en las sociedades liberales se llevó a cabo a la sombra de un debate entre los defensores del capitalismo y sus críticos, usualmente identificando a estos con una u otra forma de socialismo. Hacia la década de 1970 este debate había perdido ya mucho de su significado para ambas partes; de cualquier modo, la distinción “izquierda-derecha” sirvió para cuestiones útiles: nos ofreció un perchero del cual colgar algunos observaciones críticas sobre los asuntos contemporáneos.
En la izquierda, el marxismo era atractivo para las generaciones de los jóvenes, aunque sólo fuera porque les ofrecía una manera de tomar distancia frente al status quo. Lo mismo ocurrió con el conservadurismo clásico: un bien fundado disgusto por el cambio súbito se albergó entre los reacios a abandonar las rutinas establecidas desde hacía tiempo. Hoy en día, ni la izquierda ni la derecha han sabido reencontrar su equilibrio.
En estos treinta años, algunos estudiantes se han acercado a mí señalando: “para usted fue fácil: en su generación había ideales e ideas, se creían capaces de cambiar las cosas. Nosotros, hijos de los años ochenta, los noventa y los Aughts [término angloamericano para denominar la primera década del siglo XXI], no tenemos nada.” En muchos aspectos mis estudiantes tienen razón. Para nosotros fue fácil, del mismo modo que lo fue –al menos en este sentido– para las generaciones que nos precedieron. La última vez que un gran número de jóvenes expresaron una frustración comparable ante el vacío de sus vidas y los designios desalentadores del mundo fue en la década de 1920; y no es una casualidad que, a este respecto, los historiadores hablen de una “generación perdida”.
Pero si los jóvenes de hoy experimentan el mismo extravío, no es por falta de objetivos. Cualquier conversación con ellos nos revelará una lista asombrosa de inquietudes. De hecho, esta nueva generación está gravemente preocupada por el mundo que le ha tocado heredar. Pero junto con estos temores hay un sentimiento general de frustración: “Algo está mal y hay muchas cosas que no nos gustan. ¿Pero en qué podemos creer? ¿Qué podemos hacer?”
Esta es una inversión irónica de las actitudes típicas de una edad temprana. En una era segura de sí misma, la del dogma radical, los jóvenes estaban muy lejos de estas incertidumbres. El tono característico de la década de 1960 fue el de la confianza presuntuosa, que sabía cómo arreglar el mundo. Y fue esta nota de arrogancia gratuita la que explicaría, en parte, la respuesta reaccionaria que le sucedió. Si la izquierda quiere recuperar parte de su suerte, no le vendría mal algo de modestia. A pesar de todo, uno debe ser capaz de definir un problema si desea resolverlo.
Escribí mi libro Ill Fares the Land para los jóvenes de ambos lados del Atlántico. Los lectores estadunidenses podrían sentirse contrariados por las frecuentes referencias a la democracia social. Aquí, en los Estados Unidos, tales referencias son poco habituales. En este sentido, cuando los periodistas y comentaristas defienden el gasto público con objetivos sociales, son más propensos a describirse a sí mismos –y ser descritos por sus críticos– como “liberales”. Pero esto es confuso. “Liberal” es un calificativo venerable y respetable, y todos deberíamos sentirnos orgullosos de llevarlo.
Un liberal es alguien que se opone a la injerencia en los asuntos de los demás, tolerante con las actitudes disidentes y con las conductas no convencionales. Históricamente, los liberales han favorecido la custodia propia de nuestras vidas, dejando a las personas el máximo espacio para que cada una viva y se desarrolle como quiera. En su forma extrema, tales actitudes se asocian hoy con los autoproclamados “libertarios”, pero el término es en gran medida redundante. La mayoría de los liberales genuinos siguen dispuestos a dejar a la gente a solas.
Los socialdemócratas, en cambio, son una especie de híbrido. Comparten con los liberales su compromiso en términos de tolerancia cultural y religiosa. Pero en cuanto a las políticas públicas, creen en la posibilidad y la virtud de la acción colectiva para el bien común. Como la mayoría de los liberales, los socialdemócratas favorecen el impuesto progresivo con el fin de pagar los servicios públicos y otros bienes sociales que los individuos no pueden proveerse por sí mismos. Pero mientras que para muchos liberales este tipo de gravamen público es un mal necesario, la visión socialdemócrata de una buena sociedad implica, desde el principio, un papel más importante para el Estado y el sector público.
Comprensiblemente, no es nada fácil promover la socialdemocracia en los Estados Unidos. Ahora bien, bajo el argumento de que el Estado va a estar entre nosotros en un futuro previsible, bien haríamos refl exionando sobre qué tipo de Estado es el que queremos. Uno de mis propósitos es sugerir que el gobierno puede jugar un papel de mayor relevancia en nuestras vidas sin poner en peligro nuestras libertades. En cualquier caso, gran parte de lo mejor que hubo en la legislación estadunidense y la política social a lo largo del siglo XX –la que nos urgieron a desmantelar en el nombre de la eficiencia y “menos gobierno”– corresponde, en la práctica, a lo que los europeos han llamado socialdemocracia. Nuestro problema ahora no es qué hacer, sino cuál puede ser la mejor forma para hablar de ello.
El dilema europeo es diferente. Muchos de aquellos países han practicado desde hace tiempo algo parecido a la socialdemocracia, pero se han olvidado cómo predicarla. Los socialdemócratas de hoy están a la defensiva y embargados por una serie de excusas. Por lo mismo, a los críticos que afirman que el modelo europeo es demasiado caro o económicamente ineficiente, se les ha dejado pasar sin réplica. Y, sin embargo, como nunca antes el Estado de bienestar es popular entre sus benefi ciarios. Así, en ninguna parte de Europa existe una circunscripción o distrito electoral a favor de la abolición de los servicios públicos de salud, el cierre de la educación gratuita y subvencionada o la reducción de la oferta pública de transporte y otros servicios esenciales.
Deseo desafiar a la sabiduría convencional en ambos lados del Atlántico. Indudablemente, el objeto de mis inquietudes se ha estado debilitado considerablemente. Sin embargo, en los primeros años de este siglo, el “consenso de Washington” permeaba todo el campo. De modo que en cualquier lugar que estuve entonces, había algún economista o “experto” exponiendo las virtudes de la desregulación, el Estado mínimo y los impuestos bajos. A su parecer, cualquier cosa que el sector público pudiera realizar, los particulares lo harían mejor.
La doctrina de Washington fue recibida en todas partes por sus porristas ideológicos: desde los que se benefician del “milagro irlandés” (el boom inmobiliario del “tigre celta”) hasta los doctrinarios ultra-capitalistas de la antigua Europa comunista. Incluso los “viejos europeos” fueron arrastrados por la avalancha. Todos daban testimonio de lo que la crítica francesa describió como el nuevo “pensamiento único”, desde el proyecto de la Unión Europea de libre mercado (la llamada “Agenda de Lisboa”) a los planes entusiastas de privatización de los gobiernos francés y alemán.
Hoy ha habido un despertar parcial. Para evitar el desplome nacional y el colapso financiero de la banca mayorista, los gobiernos y los bancos centrales han efectuado cambios notables en su política, redistribuyendo generosamente el dinero público en la búsqueda de estabilidad económica y tomando a las empresas en quiebra bajo su control sin pensarlo dos veces. Un número sorprendente de economistas del libre mercado, devotos de Milton Friedman y sus colegas de Chicago, se han alineado en penitencia y hoy prestan juramento de lealtad a la memoria de John Maynard Keynes.
Todo esto es muy gratificante. Pero difícilmente constituye una revolución intelectual. Todo lo contrario: como la respuesta de la administración de Obama sugiere, el recurso a la economía keynesiana no es más que una retirada táctica. Lo mismo puede decirse del Nuevo Laborismo, tan comprometido con el sector privado en general y con los mercados financieros de Londres en particular. Un efecto de la crisis ha sido, sin duda, amortiguar el ardor de los europeos continentales por el “modelo angloamericano”, aunque los principales benefi ciarios han sido los partidos de centro-derecha, tan interesados alguna vez en emular a Washington.
En resumen, la necesidad práctica de estados fuertes junto con la intervención gubernamental son indiscutibles. Pero nadie está “repensando” el Estado. Sigue existiendo una marcada resistencia a defender el sector público por razones de interés colectivo o principio. Llama la atención que en las elecciones europeas posteriores al colapso financiero, a los partidos socialdemócratas les haya ido generalmente mal. No obstante la caída del mercado, se mostraron visiblemente incapaces de levantarse según ameritaba la ocasión.
Si ha de tomarse en serio una vez más, la izquierda deberá reformularse. Hay mucho por qué estar indignados: el aumento de las desigualdades de riqueza y oportunidades; las injusticias de clase y de casta; la explotación económica en el país y en el extranjero; la corrupción, el dinero y la impunidad que ocluyen las arterias de la democracia. Pero ya no será suficiente identificar las deficiencias del “sistema” y retirarse luego –como Pilatos– indiferente a las consecuencias. La retórica grandilocuente e irresponsable de las últimas décadas tampoco le servirán ya a la izquierda.
Hemos ingresado en una época de inseguridad no sólo económica, sino también física y política. El hecho de que todo esto, en gran medida, haya sido imprevisible, nos sirve de poco consuelo: sólo unos cuantos advirtieron en 1914 el colapso total de su mundo y las catástrofes económicas y políticas que le siguieron. La inseguridad engendra temores. Y este pánico –miedo al cambio, a la decadencia, a los extraños y, en general, a un mundo desconocido– está corroyendo la confianza y la interdependencia sobre las que descansan las sociedades civiles.
Todo cambio es perturbador. Hemos visto cómo la sombra del terrorismo es suficiente para hundir a las democracias estables en el caos. Por su parte, el cambio climático tendrá consecuencias aún más dramáticas. Hombres y mujeres serán empujados nuevamente a las iniciativas del Estado y mirarán a sus líderes y representantes políticos en busca de protección: una vez más, las sociedades abiertas serán urgidas a cerrarse sobre sí mismas, sacrificando libertad a cambio de “seguridad”. La elección no estará entre el Estado y el mercado, sino entre dos tipos de Estado. En consecuencia, nos corresponde replantear el papel del gobierno. Si no lo hacemos, otros lo harán por nosotros.
El modo en que vivimos hoy
Incluso en una recesión, vemos a nuestro alrededor un nivel de riqueza individual sin parangón desde los primeros años del siglo XX. El notable consumo de bienes superfluos –casas, joyas, automóviles, ropa, juguetes tecnológicos– se ha ampliado en gran medida en comparación con la generación pasada. En EE.UU. y el Reino Unido, más un puñado de otros países, las transacciones financieras han desplazado a la producción de bienes o servicios como fuente de las fortunas privadas, distorsionando así el valor que otorgamos a los diferentes tipos de actividad económica. Siempre han existido ricos y pobres entre nosotros. Sin embargo, y en relación con todos los demás, la mayor riqueza de unos cuantos es más patente hoy que en cualquier otro momento del que se tenga memoria. El privilegio privado es fácil de entender y describir. En cambio, es mucho más difícil explicar las profundidades de la miseria pública en la que hemos caído.
Riqueza privada, miseria pública
Ninguna sociedad puede prosperar y ser feliz
cuando la mayor parte de sus miembros son
pobres y miserables.
ADAM SMITH
La pobreza es una abstracción, incluso para los pobres. Pero los síntomas de empobrecimiento general se ciernen sobre nosotros. Carreteras rotas, ciudades en quiebra, puentes que se derrumban, escuelas en ruinas, desempleados, mal pagados y los no asegurados: todo sugiere el desastre colectivo. Las deficiencias son tan endémicas que ya no sabemos cómo hablar sobre lo que está mal, y mucho menos sobre cómo repararlo. Y sin embargo, algo está severamente mal. A pesar del presupuesto de decenas de miles de millones de dólares por parte de EE.UU. en su inútil campaña militar en Afganistán, el nerviosismo nos corroe ante las posibles repercusiones de cualquier aumento en el gasto público a favor de los servicios sociales o de infraestructura.
Para entender el abismo en el que hemos caído, debemos asimilar primero la magnitud de los cambios que hoy nos rebasan. A partir del siglo XIX y hasta la década de 1970, las sociedades avanzadas de Occidente presentaban cada vez menos desigualdades. Gracias a los impuestos progresivos, los subsidios gubernamentales para los pobres, la prestación de servicios sociales y las garantías contra la indigencia, las democracias modernas se sustraían a los extremos de riqueza y pobreza.
Sin duda, las diferencias existentes se mantuvieron. Los países escandinavos esencialmente igualitarios y las sociedades mucho más diversas del sur de Europa, conservaron sus características. Por su parte, los países de habla inglesa de ambas orillas del Atlántico junto con el Imperio Británico, siguieron mostrando sus diferencias de clase durante mucho tiempo. Pero a su manera, cada uno se vio afectado por la creciente intolerancia de la desigualdad desmedida, impulsando la prestación pública para compensar la insuficiencia privada.
Durante los pasados treinta años hemos ensanchado esta distancia. Seguramente, el concepto de “nosotros” varía según el país. Los extremos de mayor privilegio privado e indiferencia pública han vuelto a aparecer en los EE.UU. y el Reino Unido, epicentros del entusiasmo por el capitalismo de mercado desregulado. A pesar de que países tan distantes como Nueva Zelanda y Dinamarca, Francia y Brasil, han expresado su interés periódico por la desregulación, ésta no se ha correspondido con la de Gran Bretaña o Estados Unidos en su inquebrantable compromiso por la desintegración, en las últimas décadas, de la legislación social y la fiscalización económica.
En 2005, el 21.2 por ciento del ingreso nacional de los EE.UU fue devengado por apenas el 1.0 por ciento de los asalariados. En contraste, en 1968 el CEO de General Motors se echó al bolsillo, en salarios y prestaciones, unas sesenta y seis veces más que la cantidad pagada a un trabajador típico de GM. Hoy en día, el CEO de Wal- Mart gana novecientas veces más que el salario de su empleado promedio. Por su parte, la riqueza de la familia del fundador de Wal-Mart se estimó en 2005 en aproximadamente la misma cantidad (90 billones de dólares) que la percibida por el 40 por ciento de la población de los EE.UU.: 120 millones de personas.
Desde la década de 1920, el Reino Unido también presenta ahora una mayor desigualdad de ingresos, riqueza, salud, educación y oportunidades de vida que en cualquier otro momento. Hay niños más pobres en el Reino Unido que en otros de los países de la Unión Europea. Asimismo, desde 1973 la desigualdad en el salario neto se incrementó más en el Reino Unido que en cualquier parte, excepto en EE.UU. Los nuevos empleos creados en Gran Bretaña entre los años 1977-2007 se ubicaron en un nivel muy alto o, la mayor parte, en el extremo inferior de la escala salarial.
Las consecuencias son claras. Se ha producido un colapso en la movilidad intergeneracional: en contraste con sus padres y abuelos y tanto en el Reino Unido como en EE.UU., los niños de hoy tienen muy pocas posibilidades de mejorar las condiciones en las que nacieron. Los pobres permanecen pobres.1 La desventaja económica para la inmensa mayoría se traduce en mala salud, pérdida de oportunidades educativas y, cada vez más, los síntomas de la depresión familiar consecuentes determinan el alcoholismo, la obesidad, la obsesión por el juego o la delincuencia menor. Los desempleados o subempleados pierden las capacidades que habían adquirido y se vuelven crónicamente prescindibles para la economía. La ansiedad y el estrés, por no hablar de la enfermedad y muerte prematura, los persiguen.
La desigualdad en los ingresos exacerba los problemas. Así, la incidencia de enfermedades mentales se relaciona estrechamente con el desplome de los ingresos en los EE.UU. y el Reino Unido, mientras que los dos índices son suficientemente independientes en el resto de los países de Europa continental. Incluso los niveles de confianza, del crédito que experimentamos hacia nuestros conciudadanos, se corresponde negativamente con las diferencias de ingresos: entre 1983 y 2001, la desconfianza aumentó notablemente en los EE.UU., el Reino Unido e Irlanda, tres países en los que el dogma del self-interest no regulado era puntualmente aplicado a la política pública. En ningún otro país se registró un aumento comparable en la desconfianza mutua.
Incluso dentro de cada país, la desigualdad juega un papel crucial en la evolución de la vida de las personas. En los Estados Unidos, por ejemplo, las posibilidades de tener una vida larga y saludable está estrechamente marcada por los ingresos: los residentes de los distritos ricos pueden esperar vivir más y mejor. Las mujeres jóvenes en los estados más pobres de EE.UU. tienen mayores probabilidades de quedar embarazadas en la adolescencia –y sus bebés tendrán menos posibilidades de sobrevivir– que sus pares en estados más ricos. De la misma manera, el niño de un barrio desfavorecido tiene una mayor probabilidad de abandonar la escuela secundaria que si sus padres perciben un ingreso fijo de gama media y viven en una parte próspera del país. En cuanto a los hijos de los pobres que permanecen en la escuela, no les irá tan bien: obtendrán malas calificaciones, menos satisfacciones y empleos con salarios bajos.
La desigualdad, entonces, no es sólo poco atractiva en sí misma: se corresponde claramente con las problemáticas de patología social, las que no podemos aspirar a solucionar a menos que atendamos sus causas profundas. Hay una razón por la cual la mortalidad infantil, así como la esperanza de vida, la delincuencia, la sobrepoblación carcelaria, las enfermedades mentales, el desempleo, la obesidad, la desnutrición, el embarazo adolescente, el consumo de drogas ilegales, la inseguridad económica, el endeudamiento personal, la ansiedad, etc., etc., son mucho más marcados en EE.UU. y el Reino Unido que en la Europa continental.
El peor de los problemas sobrevendrá cuando se amplíe aún más la diferencia entre una minoría próspera y la inmensa mayoría de miserables. Esta afirmación parece ser cierta tanto para los países ricos como para los pobres. El asunto no es cómo un país llega a ser rico, sino cómo es que fomenta la inequidad. Así, Suecia y Finlandia, dos de los países más ricos del mundo en ingresos per cápita o PIB y que constantemente van a la cabeza del mundo en los índices de bienestar, muestran una franja de separación estrecha entre sus ciudadanos ricos y pobres. Por el contrario y a pesar de su enorme riqueza, Estados Unidos siempre está por abajo en dichas medidas. Gastamos grandes cantidades de dinero en servicios médicos, pero la esperanza de vida en EE.UU. es inferior a la que ofrece Bosnia, y apenas por arriba de la de Albania.
La desigualdad es un corrosivo que pudre a las sociedades desde el interior. El impacto de las diferencias materiales tarda un poco en aparecer, pero debido a la competencia por el estatus que propicia el consumo de mercancías, la gente experimenta un creciente sentimiento de superioridad o inferioridad con base en sus posesiones; asimismo, el prejuicio hacia aquellos en los peldaños inferiores de la escala social se endurece y las crestas de la delincuencia y las patologías producto de la desventaja social se vuelven más marcadas. El legado de la generación de riqueza no regulada es una amarga verdad.
En una fecha tan recientemente como es la década de 1970, la idea de que el propósito de la vida era hacernos ricos y que los gobiernos existían para facilitarlo hubiera sido ridículo, y no sólo para los críticos tradicionales del capitalismo sino también para muchos de sus más firmes defensores. Una relativa indiferencia hacia la riqueza por sí misma se había extendido en las décadas de la posguerra. En una encuesta entre escolares ingleses levantada en 1949, se observó que en cuanto más inteligente era un muchacho se hacía más probable que eligiera una carrera interesante con un salario razonable por encima de una en la que sólo le pagarían bien.3 Hoy los escolares y estudiantes universitarios apenas si pueden imaginar algo más que la búsqueda de un trabajo lucrativo.
¿Por dónde deberíamos empezar para reparar el daño a una generación obsesionada con la búsqueda de riqueza material e indiferente a tantas otras cosas? Tal vez podríamos comenzar recordándonos a nosotros mismos y a nuestros hijos que no siempre fue así. Pensar bajo una “mística” económica, según lo hemos hecho desde hace ya treinta años, no es intrínseco al ser humano. Hubo un tiempo en que nuestras vidas se ordenaron de otra manera.
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Posted: April 21, 2012 at 12:59 am