Essay
Oh, dear, terrible Alice…

Oh, dear, terrible Alice…

Giovanna Rivero

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Todavía la incredulidad. La sensación de estafa. La exclamación horrorizada. El duelo en las redes. Supongo que todo eso ya no se irá jamás. Cada vez que nos acerquemos a su ficción, lo haremos con la respiración suspendida, como en el arrebatamiento de una sorpresa Sísifo. Una negra sorpresa que no acaba, que se revela una y otra vez.

Claro que hay más de una manera de ser Medea, de actuar como Medea, de encarnar su tragedia. Todas podemos serlo en algún nivel, algunos más sutiles; otros, imperdonables. La propia Alice Munro escribió aquel estremecedor relato, “Dimensiones”, en el que un marido despechado por la imaginaria infidelidad de su joven esposa decide acabar con la vida de sus dos niños. En este relato, como en otros de Munro, la pareja o su entorno intenta comprender de qué se trata esa oscuridad, qué habitaba ese corazón retorcido para darse la licencia de cometer semejante atrocidad.  Tiene razón Joyce Carol Oates cuando dice: “Si has leído la ficción de Munro a lo largo de los años, verás cuántas veces los hombres son valorizados, perdonados, alcahueteados: parece haber un sentido de resignación”.

Por supuesto que me había conmovido y removido moralmente el modo en que, por ejemplo, en el cuento que menciono –“Dimensiones”– la esposa y madre encuentra un modo de seguir dialogando con la subjetividad enferma del marido. Lo visita en la cárcel, escucha sus nuevas teorías esotéricas e incluso lo acepta como una suerte de médium onírico: él le relata sus sueños y le dice que en ellos sus hijos aún están vivos, que están bien, que son felices.

Ahora entiendo que en ese cuento probablemente latía una pulsión personal igual de intrincada: la necesidad de entenderse a sí misma, de justificar a Fremlin, su marido violador. El hombre que abusó de su hija, la menor de las hijas de Munro, cuando esta tenía nueve años. Nueve años.

O quizás sigo sin entender.

Sin duda, no solo las escritoras, no solo los artistas tienen la capacidad de desdoblarse, habilitando a su escritura, a sus héroes y heroínas, a tomar senderos en ocasiones geniales –como es el caso de Munro– y, al mismo tiempo, permitiéndose conductas difíciles de disculpar desde el sentido común y la ética más intuitiva. Cualquier ser humano, dadas las circunstancias y de acuerdo con su íntima subjetividad, puede traicionar aquello en lo que dice creer, volviendo ‘inmostrables’ ciertos aspectos de su existencia y, por ‘inmonstrables’, monstruosos, abyectos, despreciables.

Es esta revelación de su dualidad irreconciliable, este semblante desconocido bajo la máscara de “santa literaria” (como así la llamó con admiración Margaret Atwood), lo que hoy se parece a la más sonora de las bofetadas. Hay algo de humillante en haber sido engañadas. Pero, por otra parte, ¿es que acaso Alice Munro tenía algún tipo de deber para con nosotras, sus lectoras y lectores? Me refiero, por supuesto, a una responsabilidad moral, extraliteraria, por fuera del pacto de lectura que proponen sus textos, tan parecidos a los más bellamente sombríos cuentos de hadas, con el mismo poder de encantamiento. Yo creo que sí, pues no pueden asentarse únicamente en el desapego y el desentendimiento la colosal fama, el indudable prestigio que la acompañaron como un aura mística expansiva, fama y prestigio provenientes de un oficio reflexivo, inteligente, en el que los antiguos valores griegos –Verdad y Belleza, con mayúsculas– supieron brillar. Es decir, Alice Munro nos debía a sus lectoras el consuelo de escucharla pedir el anhelado perdón a la más indefensa víctima de todo ese horror doméstico, de ese realismo casero verdaderamente sucio: su hija Andrea Robin Skinner. Sin embargo, nos ha dejado sumidas en este doloroso desconcierto, en el hematoma incurable que nos ha infligido su traicionero silencio.

Imagino, sin ánimo de convertirme en justiciera a la que nadie ha llamado a la corte, que a medida que los años pasaban, Munro tuvo tiempo de repensar la estela terrible que dejaría lo callado y barrido bajo la alfombra, quizás deseando con poca ingenuidad que el tiempo terminara por sepultar lo innombrable, que nadie extendiera el dedo índice contra “lo más importante de mi vida”, como así lo reconoció en una entrevista refiriéndose a Gerald Fremlin, su segundo esposo. De hecho, según cuenta Jenny Munro, hermana mayor de Andrea, la escritora le presentó a Fremlin a la pequeña Andrea cuando esta tenía ocho años. Sus ideas infantiles eran entusiastas, nutridas del fervor de la época: “las chicas podían hacer todo lo que hacían los chicos”. Fremlin la hizo llorar echando por tierra sus argumentos feministas en formación. “¿Ves?, él te trata como a una adulta”, lo justificó Alice Munro.

Luego vendría el silencio socapador. El tomar partido por el macho.

Es cierto también que Fremlin, el violador de su hija, murió el año 2013 y que durante la última década de su vida Alice Munro sufrió de demencia senil. Esa locura la exculpó momentáneamente. Andrea, sus hermanas y hermano, de todas maneras, esperaron a que Munro muriera (en mayo de 2024) para hacer público el terror y el asco que vivió Andrea Skinner desde que era una niña. Esa decisión seguramente fue meditada con profundidad, tomando en cuenta todos los factores que rodeaban la vida encumbrada de su madre. Lo que entiendo, entonces, es que ni a Andrea ni a sus hermanos les interesaba la cancelación como castigo a la complicidad alevosa de la escritora (Munro sabía, además, que su marido tenía “relaciones especiales” con otras niñas del barrio y no dijo ni hizo nada), sino algo mucho más filo, hiriente, definitorio, ejemplarizador y también fructífero: subvertir con la verdadera verdad el marco emocional y social desde el cual leeremos a Alice Munro a partir del 7 de julio de 2024, fecha en la que Andrea Skinner publicó su carta testimonial en el Toronto Star. En esa carta, Andrea declaró: “Quería que esta historia, mi historia, formara parte de las historias que la gente cuenta sobre mi madre. Nunca quise ver otra entrevista, biografía o evento que no abordara la realidad de lo que me había sucedido y el hecho de que mi madre, confrontada con la verdad de lo que había sucedido, eligió quedarse con mi abusador y protegerlo”.

En otras palabras, Andrea removió el piso que sostenía el anterior pacto de lectura que mayoritariamente teníamos con los textos de Alice Munro. Será difícil, si no imposible, leer los cuentos en los que antes detectamos una finísima empatía y una asombrosa inteligencia para entender la complejidad y la sombra de lo humano, sin reconocer ahora los destellos, trazos y biografemas de una vida con rincones siniestros. En lugar de la cancelación, Andrea Robin Skinner nos propone acompañarla en el acto de hacer justicia. No la condena, sino la arrasadora lucidez; no la sepultura social, sino la madurez colectiva; no el llanto tardío, sino la voluntad de mirar en el espejo los vicios del consumo cultural. Como toda secta, los fanatismos instauran la ceguera. Andrea nos pide que sigamos leyendo a Alice Munro, que todavía nos estremezcamos con sus tremendos relatos, que incluso los gocemos, sin olvidar que la demiurga que dio vida a esa escritura era un sujeto falible, en gran medida egoísta y probablemente cobarde. El arte, al fin y al cabo, es expresión de lo humano, lo desgarradoramente humano, y se nutre –a veces como un parásito– de la existencia, de lo real. Que no seamos nosotras quienes ahora le respondamos a Andrea: “Oh, it is too late! We love her so much!”. Seamos capaces de leer bajo la luz opaca de la lamparita del desencanto.

Pienso, por último, que probablemente Alice –oh, dear Alice– no se permitió reconocer en su primera juventud que la maternidad no formaba parte de su llamado, que no la ansiaba con autenticidad. El mandato social, al fin y al cabo, no les otorgaba concesiones a las mujeres. No debió haber sido socialmente fácil acordar que fuera Jim Munro, su primer esposo, quien se quedara con la custodia de Andrea. Era un paso hacia la libertad que una vocación literaria febril suele demandar. Alice renunció al cotidiano con su hija. Pero no fue suficiente. Como Medea, la escritora ejecutó un sacrificio más ominoso: la felicidad y la salvaje inocencia de la infancia de su hija.

Que toda una esfera social y cultural lo sabía, es verdad. Y ellos también fueron cómplices. Pero vos, Alice –oh, dear Alice–, vos eras la persona indicada, vos o tu subconsciente le abrieron la puerta a Andrea con aquel cuento sobre la adolescente que se suicida después del abuso sexual de su padrastro para que ella, tu hija, también te revelara lo que la venía atormentando. Era tu turno de abrazarla. Era tu tarea darle cabida a su dolor.

 

*Derek Shapman EFE

 

Giovanna Rivero (Bolivia). Es doctora en literatura hispanoamericana por la University of Florida. Es autora de los libros de cuentos Tierra fresca de su tumba (2020) y Para comerte mejor (2015), y de la novela 98 segundos sin sombra (2014), entre otros libros. Fue seleccionada por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de “Los 25 Secretos Literarios Mejor Guardados de América Latina” (2011). Académica independiente. Junto a Magela Baudoin y Mariana Ríos dirige Editorial Mantis. Coordina talleres de escritura y lectura online. https://giovannarivero.com/

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Posted: July 16, 2024 at 10:08 pm

There is 1 comment for this article
  1. Sara Reyes Herrera at 8:53 am

    Excelente artículo, revelador en la contradicción dualista de la escritora mas allá de la comparación con la tragedia griega,el costo febril de la escritura fue un pago alto en la decisión de Alice. Acercarnos nuevamente a sus textos teniendo presente su vida personal y su falible condición humana, es otra opción, una nueva perspectiva más para entender sus textos.

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