Fábricas de palabras
Efraín Villanueva
Soy lo suficientemente viejo como para haber asistido a clases de mecanografía: eran mediados de los 1990 en el colegio jesuita en el que estudié el bachillerato. Durante un año, repetimos ejercicios destinados a crear memoria muscular en nuestros dedos: cada uno encargado de su propio grupo de teclas. Debíamos teclear sin mirar: “entre más practiquen, sin hacer trampa, verán cómo sus dedos parecen tener ojos propios”, insistía la profesora Ferrer.
La apatía hacía la clase giraba, principalmente, en torno a su horario: lunes, de cuatro y media a seis de la tarde. A las seis en punto empezaba Los Supercampeones, una serie animada que narraba las aventuras futbolísticas de Oliver Atton. A este infortunio se le unía la monotonía de los ejercicios asdfghjklñ asdfghjklñ asdfghjklñ, que se nos antojaban una pérdida de tiempo, y a la facilidad de uso de WordPerfect, el antecesor de Microsoft Word, en las clases de Informática de los miércoles. Intuíamos, supongo, que las máquinas de escribir estaban destinadas a ser reemplazadas por procesadores de palabras.
Hace unas semanas estuvimos de mudanza y Sabeth decidió que su máquina de escribir, una Olympia Werke AG 1955, “Made in Germany, Western Zone”, haría parte de la decoración del nuevo apartamento. Quizá por el efecto de verla todos los días he empezado a contagiarme del romanticismo del pasado. Veo a la máquina y me pregunto si debería intentar, así sea sólo un capricho momentáneo, dejar a un lado mi MacBook Air y usarla para el propósito por el que fue fabricada.
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Si le creemos a García Márquez, la escritura no se ve afectada por la herramienta elegida: “cada quien escribe como puede, pues lo más difícil de este oficio azaroso no es el manejo de sus instrumentos, sino el acierto con que se ponga una letra después de otra”. Gabo escribía a máquina y sólo usaba los índices, es probable que nunca tuvo que asistir a una clase de mecanografía, como las mías. O que su profesora no lo incentivara lo suficiente, tal vez permitiéndole salir más temprano para ver sus dibujos animados favoritos, a cambio de completar sus ejercicios con anticipación. Más sorprendente todavía Carlos Fuentes: escribía con el índice de una mano mientras con la otra sostenía un cigarrillo.
El escritor y periodista británico Will Self ha manifestado que prefiere las máquinas de escribir porque “te hacen más lento, en el buen sentido, creo. No revisas tanto, sólo piensas más porque sabes que tendrías que volver a teclear toda la maldita cosa”. El autor estadounidense Don DeLillo asegura que su escritura está marcada por lo estético y que cuando escribe es como si adquiriera el “sentido de un escultor”, pero enfocado “en la forma de las palabras que creo. Uso una máquina con letras más grandes que el promedio: entre más grande, mejor”. Pero no sólo eso: necesita, dice, el sonido de las teclas de una máquina de escribir.
Tom Hanks, ganador de dos premios Óscar, ayudó a desarrollar Hanx Writer, una aplicación para iPad que simula una máquina de escribir. Con un teclado físico inalámbrico, la pantalla muestra el papel en el rodillo, las teclas suenan como las de una máquina de escribir real (se pueden seleccionar sonidos de diferentes modelos), se ven los martillos estampando letras en el papel, el rodillo moviéndose y se escucha el campanazo de fin de línea. Aunque es divertido usarla, la aplicación no engañaría a DeLillo, de la misma forma que quien usa un simulador de vuelo es consciente de que no está piloteando un avión.
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Como Sabeth y yo no tenemos impresora (nunca la usaríamos) tampoco tenemos hojas. Después de varios minutos, encuentro una con anotaciones mías que no logro descifrar. Llevo la Olympia a mi escritorio, la examino mientras mi mente recupera las enseñanzas de la maestra Ferrer. Resulta ser como montar bicicleta: inserto la hoja, la acomodo, giro la perilla del rodillo hasta que el papel se asoma por el frente, se atasca y recuerdo que tengo que pasar la hoja por debajo de la barra sujetadora, deslizo el rodillo por completo hasta la derecha, alineo la hoja y me quedo viendo el punto de impresión, un área triangular que hace las veces de cursor. Ubico los pulgares sobre la barra espaciadora, los demás dedos sobre sus correspondientes teclas (ASDF y JKLÑ, excepto que hay una Ö alemana en donde debería ir la Ñ), no puedo evitar sentir nostalgia, me descubro presionando mis dedos sin fuerza, como un atleta calentando antes de la carrera, sonriendo como niño con juguete nuevo.
Empiezo a escribir este artículo. Mis dedos, recordando viejas heridas al lanzarse con demasiada prisa sobre las teclas y terminar enredados entre ellas, se mueven con precaución, pero a un ritmo sorprendentemente cercano al que emplean cuando teclean en mi portátil. El sonido del primer timbre de fin de línea me provoca una carcajada y hace que me detenga por un segundo. Deslizo la palanca y el rodillo retoma su posición en el inicio de la siguiente línea. Encuentro algo de verdad en las palabras de DeLillo. Los sonidos de la máquina, los dedos golpeando las teclas, los martillos cortando el aire, inyectando el papel con tinta y regresando a su lugar de descanso, el rodillo avanzando milimétricamente, el timbre de fin de línea, los dientes del rodillo cuando la palanca lo llevan a la siguiente línea, cada parte movible de la máquina que juega su parte para que las palabras lleguen al papel, producen la sensación de estar en una fábrica de palabras.
Mis dedos, aunque algunas veces se apresuran y provocan que los martillos se enreden, parecen acelerar o desacelerarse acomodándose a la redacción que planeo en mi cabeza y me encuentro con un párrafo de diez líneas. Lo releo y lo califico con un seis sobre diez. No está mal, aunque en la versión final que escribiría en mi iPad, sólo sobrevivirían las primeras tres líneas.
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Las máquinas de escribir son verdes: no requieren energía eléctrica ni minerales exóticos para ser fabricadas. Tampoco actualizaciones, por lo que una falla del sistema o del disco duro no nos dejará rabiando porque olvidamos guardar el documento y perdimos las últimas dos mil palabras digitadas. Son durables: dudo que mi portátil continúe siendo funcional después 130 años, como sí lo es la Crandall de 1882. No son vulnerables a hackers, sus textos no pueden ser robados, secuestrados o eliminados por un virus. Y sin constantes notificaciones de nuevos correos, actualizaciones pendientes, mensajes de chat, es posible concentrarse en aquello para lo que fueron diseñadas: escribir textos.
Los computadores proporcionan versatilidad y formateo de documentos imposibles de lograr en una máquina. Podemos mantener copias en la nube y accederlas en cualquier momento y desde cualquier lugar. Cada vez más ligeros, los computadores portátiles pueden llevarse y usarse hasta en el tren –Cormac McCarthy usaba una Olivetti Lettera que eligió porque fue la más ligera que encontró: 5.9 kilos. Sus teclados son silenciosos y hasta con luces que permiten usarlos en las noches sin incomodar a los vecinos y hacen posible que los cafés se hayan convertido en el sitio de creación predilecto por millones de escritores y blogueros. Nos evitan desechar centenares de hojas de textos insatisfechos. Y nos han regalado los inventos digitales más sencillos, pero increíblemente útiles de todos los tiempos: copiar y pegar y deshacer.
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Como ocurre con probablemente todo lo relacionado con la escritura: cada quien carga su propio peso a su propia manera y ritmo, cada quien lidia con su propio proceso creativo como mejor le convenga.
Para quienes empiezan a escribir sólo cuando sienten un impulso incontrolable que los guía por las hojas sin interrupciones; para aquellos que poco o nada se detienen o regresan a revisar y corregir; para quienes planean y estructuran, conocen su punto de origen y su destino, así sea con vaguedad, antes de escribir. Para este tipo de creadores puede que la máquina de escribir se ajuste con mayor facilidad.
Quienes nos aventuramos a escribir con vagas notas mentales o ideas escritas, con caligrafía de doctor, detrás del tiquete de compra del supermercado; sin la certeza de cómo empezar, apenas escribiendo versiones más elaboradas de nuestras notas; más tarde intercambiando párrafos de posiciones o modificando otros según surjan las ideas a medida que se escribe; quienes requerimos un medio flexible a nuestras indecisiones. Tal vez para los de este bando, un procesador de palabra sea el mejor amigo.
Cada quien defiende su herramienta de trabajo con halagos que pretenden convertirla en la única solución para soportar su proceso creativo. Cuando García Márquez descubrió las máquinas de escribir eléctricas dijo: “no sólo era más fluida, sino que parecía ayudarme a pensar”. Puede que, en el fondo, lo que sucede es lo opuesto: no elegimos una herramienta que se ajuste a nuestro proceso creativo, sino que éste es sólo el producto de otras circunstancias, entre ellas, el instrumento con el que nos acostumbramos a escribir.
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Regreso la Olympia a su altar en la sala y noto, a su lado, la pluma y la tinta estilográfica que un amigo me trajo del Museo de Londres un par de años atrás (“para que te inspires”). Recuerdo que Truman Capote escribía, a mano, tres borradores antes de atreverse a usar la máquina de escribir. ¿Abandonar el computador y la máquina de escribir para hacerlo a mano? Bueno, eso es una discusión diferente.
Efraín Villanueva (@Efra_Villanueva). Escritor barranquillero, renunció a su carrera en IT para dedicarse a escribir. Tiene un título en Creación Narrativa de la Universidad Central de Bogotá (2013) y es MFA en Escritura Creativa de la Universidad de Iowa (2016). Sus trabajos han aparecido en español y en inglés en publicaciones como Granta en español, Revista Arcadia, El Heraldo, Pacifista, Vice Colombia, Roads and Kingdoms, Little Village Magazine, Iowa Literaria y Tertulia Alternativa. Actualmente reside en Alemania.
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Posted: September 12, 2017 at 10:26 pm