Zama, de Lucrecia Martel
Naief Yehya
55 Festival de cine de Nueva York
Después de embarcarse en un proyecto delirante, fascinante y ambicioso como era tratar de llevar al cine la legendaria novela gráfica y obra de culto, El eternauta (1957-59) y fracasar en el tormentoso proceso, Lucrecia Martel decidió tomar un largo viaje en barco para desconectarse del mundo. Así, se escapó por la misma ruta que los personajes del Eternauta en su guión. En ese viaje la directora de La ciénaga (2001), La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2008), leyó la novela Zama (1956), de Antonio Di Benedetto, y se le ocurrió aventurarse en un proyecto, quizás aún más desquiciado y complejo que el cómic de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López. De esa manera nació la idea de Zama, la historia del corregidor Diego de Zama, en el siglo XIX, un funcionario de la corona española varado en una remota y desolada localidad de la costa de Asunción, lo que hoy es Paraguay, que es imaginada por Martel con inmensa y desquiciante libertad, casi a la manera con que se inventa el futuro en la ciencia ficción. Para esto la cineasta evita caer en los detalles de los datos históricos y geográficos que impondrían restricciones, y en vez de eso se concentra en crear un universo extraño, familiar y desconocido; un mundo de sensaciones, impresiones y espejismos, en donde el orden imperial se tambalea amenazado por el clima, los nativos y sus leyendas. El poder de la cinta radica en entender que la energía, poesía y riqueza del cine no viene de su fidelidad con las nociones aceptadas de la verdad histórica sino de su capacidad de construir a partir de la ambigüedad y la incoherencia que se desprende de la historia escrita por los hombres blancos, los vencedores del choque entre los mundos.
La visión que nos ofrece la directora es la de un hombre desesperado por irse, por alejarse del brutal calor, de la amenaza de la malaria y la locura, y lo hace con su habitual estilo de reflejar experiencias subjetivas. Zama vive permanentemente a la espera: de su transferencia, del pago pendiente de su sueldo, de ver a su familia, de enamorar a una mujer y de ser reconocido como un hombre justo, valiente y sacrificado. La dignidad de su cargo tropieza con sus infructuosos intentos como seductor o cuando trata de espiar a las jóvenes que se bañan en lodo a la orilla del río, hasta que lo corretean gritándole “Mirón”. Zama (formidable Daniel Giménez Cacho en uno de sus mejores papeles) trata desesperadamente de ser transferido a Lerma para ver a sus hijos, “que ya están grandes”, y la mujer que se ocupa de ellos. Sin embargo, varios gobernadores consecutivos posponen su transferencia con los pretextos más absurdos. Por si fuera poco, un gobernador transfiere como castigo a su subordinado (Juan Minujín), un hombre que cuestiona y desprecia a la corona española que él respeta y que, además, se acuesta con la mujer que él desea, la matrona Luciana (Lola Dueñas). En todo momento la importancia de Zama es puesta en entredicho y con ella el sistema opresor burocrático es ridiculizado. La toma inicial del filme, donde Zama observa a la distancia como un conquistador, viril y satisfecho, ataviado con ropa propia de su cargo, también es la imagen de un náufrago desesperado por dejar esa tierra, que en realidad está cubierto con trapos gastados y percudidos. Zama, el primer protagonista masculino en un filme de esta realizadora, es una caricatura de la inseguridad y abuso del orden misógino, pero al cual Martel nunca le arrebata su humanidad.
A lo largo de cuatro filmes Martel ha desarrollado un lenguaje cinematográfico fascinante, en el que su manejo del sonido y la imagen es siempre apabullante. Muy pocos cineastas contemporáneos logran crear atmósferas de angustia y tensión con la intensidad que esta directora imprime a cada secuencia. La música y el sonido juegan un papel fundamental al confundir las percepciones con ruido ambiental y acordes sintetizados que se extienden más allá de los cortes de edición para crear una experiencia inmersiva y envolvente. En la pista sonora se incluyen versiones de canciones famosas de los años cincuenta, interpretadas por un grupo brasileño llamado Los indios tabajeros, quienes hacían covers pretenciosos y exóticos con la intención de venderlos en Hollywood, Miami o Europa. Martel comenta que le pareció una música muy apropiada para la historia que se cuenta, por su obsesión con el reconocimiento extranjero, la apropiación vana y la ambición económica.
La composición de cada encuadre, en la fotografía de Rui Poças, es delicada y compleja; emplea una saturación de elementos como para enfatizar el agobio, el malestar y la locura de una comunidad acorralada por sus propios fantasmas y culpas. Martel evita emplear la luz de velas con lo que elimina la visión cargada de clichés de los filmes de época, e inyecta una vibrante y provocadora anacronía. Si bien la primera parte del filme tiene un énfasis por las tomas cerradas que hacen pensar en Ozu, la parte final está marcada por tomas amplias de parajes desolados y agrestes, casi extraterrestres o apocalípticos, poblados por nativos insumisos. Nada más revelador que su radical empleo de los movimientos de cámara, la manera en que limita el plano-contraplano, o bien, obliga al espectador a imaginar lo que no le muestra, como en la secuencia en que el tribunal busca infructuosamente la confesión de un indígena y al fracasar por no poderlo hacer hablar, lo liberan, pero en vez de irse choca deliberada y violentamente contra un muro. Al caer finalmente habla y cuenta la historia del pez al que el agua repele, por lo que su vida es un sacrificio doloroso. Esto es un reflejo de la vida de Zama y de los colonizadores de esa tierra. Martel nos niega esa imagen, como para poner en evidencia su rechazo a la docilidad y colonización del cuerpo.
Como ella misma lo define, este es un filme que comienza y termina con el cuerpo. En la conferencia de prensa del 55 Festival de Nueva York, Martel comentó: “El motivo por el que yo hago cine y otros teatro o escriben, es porque estamos muy solos en nuestros cuerpos, somos el único habitante de esta piel, y esa es una geografía muy compleja”. Y luego continuó: “Es muy difícil que cualquier drama humano no tenga como punto de partida el cuerpo y especialmente una historia sobre colonialismo, donde el ocupador debe deslegitimar al cuerpo del colonizado… Es muy difícil ejercer la violencia en contra del otro, para eso es necesario deshumanizarlo. Toda la propaganda Occidental en contra del mundo islámico al que se acusa de maltratar mujeres y homosexuales, es tan sólo una forma de despojarlos de su humanidad. Para negar al otro hace falta dibujarlo con trazos gruesos”.
Así mismo, cada indígena y esclavo viste y se presenta con símbolos de rebeldía, transformando en su apariencia el dominio del colonizador en una mofa de la autoridad. Martel dice: “La sumisión perfecta solamente existe cuando es retratada por el que somete”. Hay una gran tentación de comparar el trabajo de Martel con cintas como Aguirre o la ira de dios (1972) e incluso Fitzcarraldo (1982), de Werner Herzog, por los escenarios, la inquietante convivencia entre colonos e indios y los parajes infestados, pestilentes y enloquecedores que ambos emplean. Podríamos pensar que este filme viene de una tradición revisionista a la que pertenece Cabeza de Vaca (1991), de Nicolás Echeverría, y que es parte de una nueva ola de cintas históricas recientes que ponen en entredicho la historia oficial, como Tabú (2012), de Miguel Gómez, y Jauja (2014), de Lisandro Alonso, entre otras. La colonia española es un mundo profundamente injusto, disfuncional y de una crueldad extraordinaria, pero su propia decadencia la hace también un territorio multicultural, onírico y caótico en donde las estructuras de poder se tambalean y las mujeres así como la servidumbre pueden alcanzar un poder sorprendente. Para hacer esto más evidente, Martel elimina toda referencia a la Iglesia católica, incluso en los detalles más insignificantes. Al hacer esto la cinta adquiere un tinte extraño que ofrece desmantelar las relaciones de poder, la ideología e incluso las esperanzas tanto de los opresores como de los oprimidos.
Entre los seres extraños que pueblan Zama, destaca el villano Vicuña Porto, el criminal legendario que las autoridades aseguran han ajusticiado en numerosas ocasiones tan sólo para que cada vez que se comete un crimen vuelvan a correr los rumores de que vive. El mito es tal que un gobernador lleva las supuestas orejas disecadas del criminal, como talismanes colgados del cuello. Sin embargo, cuando regresan los rumores de que Vicuña está vivo, se forma una partida de caza para irlo a buscar. Zama se une a esta aventura con la esperanza de que al capturar al forajido y su banda, se redimirá ante las autoridades. Sin embargo, todo sale mal en esa empresa y Vicuña aparece donde menos se le espera (encarnado por el actor brasileño Matheus Nachtergaele), manifestándose como una extraña fuerza de la naturaleza, quizás como una aparición o tal vez como un impostor. Vicuña y su banda están obsesionados con otro mito: la supuesta riqueza que se encuentra escondida en forma de joyas dentro de cocos. Zama trata de convencerlos que las geodas no valen nada, sin embargo la ambición y la crueldad los ciega. “Hago por ustedes lo que nadie hizo por mí, romper sus esperanzas”, les dice a los criminales.
El principal riesgo que corre Martel en Zama, no es tanto aventurarse por las complejidades de un filme de época, sino el empleo de un humor negrísimo para conformar lo que puede parecer por momentos una comedia esperpéntica en la que hasta una llama curiosa y atrevida parece mofarse del triste destino del protagonista. La secuencia final, filmada con una brillantez notable y colores saturados, es otro paseo en barco, en este caso Zama viaja en una modesta balsa, que evoca al Caronte y que concluye la épica de manera similar a como fue concebida. El paso de una cinta de ciencia ficción con alta carga política como hubiera sido El eternauta a una reflexión sobre el colonialismo, los mitos masculinos de poder y la brutal apropiación de la tierra y los cuerpos por una minoría, podría parecer un salto radical pero en esencia hay una continuidad lógica y estética en el proceso creativo de Martel. Las historias tienen numerosos paralelos, además de que la directora sigue explorando aquí, como ha hecho en todos sus filmes, la esencia de las relaciones entre clases sociales, y poniendo en evidencia la fragilidad de las jerarquías. Hubo que esperar nueve años para el regreso de Martel y su afortunada película viene a confirmar que estamos frente a una de las cineastas más importante del siglo XXI.
Naief Yehya es narrador, periodista y crítico cultural. Entre sus libros recientes están: Las cenizas y las cosas (Random, 2017), Pornocultura, el espectro de la violencia sexualizada en los medios (Planeta, 2013) y de la colección de cuentos Rebanadas (DGP-Conaculta, 2012). Es columnista de Literal y de La Razón. Twitter: @nyehya
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Posted: October 16, 2017 at 9:30 pm