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Fascinación por las bibliotecas

Fascinación por las bibliotecas

Dainerys Machado Vento

En la puerta de la Biblioteca Palafoxiana, ubicada en el centro de la ciudad de Puebla, se reproducen sobre lozas pintadas a mano las palabras del Obispo Juan de Palafox y Mendoza cuando donó sus libros para iniciar el proyecto: “el que se halle en un beneficio sin libros se halla en una soledad sin consuelo, en un monte sin compañía”. Palafox y Mendoza cedía así su biblioteca personal, “la librería que he juntado desde que sirvo a Vuestra Majestad que ya es de las mayores que yo he visto en España, accesoria a estas casas episcopales y en pieza”, y lo hacía, además, “en forma pública.”

La carta declaratoria del Obispo está fechada el 6 de septiembre de 1646. Recuerdo la fecha con entusiasmo de lectora porque coincide con la de mi cumpleaños. La Biblioteca Palafoxiana se convirtió, en el siglo XVII, en la primera biblioteca pública de América Latina, gracias a que Palafox y Mendoza donó sus materiales con la condición de que el recinto no estuviera abierto solo a religiosos, sino “que pueda ser útil a todo género de profesiones y personas”.

Imagino al Obispo a la puerta del recinto, contemplando el movimiento de los primeros visitantes, mirando los anaqueles de madera pulida, llenos de libros de grueso encuadernamiento. Imagino que piensa en cómo esos miles de materiales serían hojeados una y otra vez por las manos de las mismas personas. Pero me pregunto si le alcanzó la imaginación para vernos en pleno siglo XXI, caminando la Palafoxiana, a pesar de tener los teléfonos móviles llenos de ebooks y pdfs, desandando con entusiasmo una biblioteca que ahora es más un museo del tiempo.

Siempre se asocia a la biblioteca con los libros que yacen en sus anaqueles, pero también son las personas que las piensan y las fundan; las que planean su destino, la cantidad de materiales que sus archivos atesoran y, más recientemente, sus contenidos digitales. Aunque estas numerosas relaciones en torno a las bibliotecas se iluminaron ante mí mientras estaba parada en la puerta de la Palafoxiana, leyendo la carta del Obispo, pensando en su gesto iluminado, y justo unos meses antes de que una pandemia mundial detuviera el mundo; las confirmé en carne propia hace cerca de seis meses, cuando comencé a trabajar como asistente de bibliotecario en la Cuban Heritage Collection de la Universidad de Miami. Es una posición por horas, mientras termino mis estudios de doctorado, pero que ha abierto las puertas a un universo que, desde pequeña, contemplé desde la barda o, para ser más precisa, desde la silla de una sala de lectura.

Muchas bibliotecas públicas del mundo se han mantenido cerradas durante la pandemia. Otras han forzado su apertura organizada, incluso en los peores meses del contagio. La gente que trabaja en las bibliotecas cree en la importancia de la memoria y la investigación, y a veces avanza incluso contra las lógicas de su propia época. La feliz incredulidad de bibliotecarios y libreros ha sostenido a estos espacios sin importar cuántas veces se declare su muerte.

Cinco mujeres crearon, hace décadas, la Cuban Heritage Collection donde ahora trabajo. Sus nombres son Rosita Abella, Esperanza Bravo de Varona, Lesbia de Varona, Ana Rosa Nuñez y Gladys Gómez Rossié. Gladys es la única que se mantiene en activo, trabajando en el archivo y conservando viva su historia. Ella cuenta cómo, a pesar de que la colección fue oficialmente creada en 1998, las intenciones habían empezado mucho antes, desde los años 60, cuando las jóvenes bibliotecarias de la Universidad de Miami compraron las primeras cartas y periódicos que empezaron a darle forma al archivo. Exiliadas ellas mismas de Cuba por muy distintas vías, sacaban tres o cinco dólares de sus menudos salarios para comprar esta carta o aquel periódico a este emigrado que llegaba interesado en que sus materiales personales quedaran a buen recaudo, o en conseguir dinero para comer, a cambio de lo único valioso que muchos sacaron de Cuba: sus recuerdos.

Libros y cartas suelen unirnos a la tierra que dejamos, ya sea porque los cargamos, aunque no tengamos espacio en la maleta ni para el sentimentalismo; ya sea porque los perdemos para siempre cuando nos vamos de casa. En los dos extremos de las nostalgias del migrante, la que persiste y la que se borra con rapidez, se juntan libros y cartas. Las bibliotecas suelen ser un espacio para atesorar ambos documentos en su destino final, ese para siempre que bien prueban como posible los casi cuatro siglos de la Palafoxiana.

No creo que las bibliotecas estén muertas. Ni siquiera internet ha podido asfixiarlas, borrarlas del mapa, tampoco pudo el coronavirus. Han persistido ya sea porque muchos de sus materiales no han llegado a ser digitalizados, o porque el libro digital no compite con el físico en cuanto a comodidad y cercanía. Sí creo que hay bibliotecas más vivas que otras.

En la Biblioteca Nacional José Martí de La Habana pasaba muchas tardes de los años noventa esperando a que mi madre saliera del trabajo. Allí me dejaba ella para que yo coloreara o leyera algún libro. Yo me perdía en los detalles de las mesas rayadas a lápiz, me encantaba la inmensa luz que caía en todas las salas y, aunque me recluían a las zonas de lectura infantil y juvenil, siempre aspiraba a tener acceso a la espaciosa sala circular dedicada los adultos, sobre la que se abren amplísimas ventanas de cristal al pasar el busto gigante de José Martí.

A penas tuve edad para acceder a la circular, aprendí a buscar los libros que más me interesaban en las tarjetas de cartón escritas a máquina que forman su catálogo. El gavetero guardaba tesoros de materiales que no habían sido nunca publicados en Cuba, e incluso otros que, se decía, se habían hecho pulpa en cuanto se publicaron. Como sus pares del exilio, bibliotecarias y bibliotecarios en la isla conservaron todo lo que podían y más de lo que debían. ¿Quién, sino ellos mismos, iba a tomarse el tiempo de revisar tarjeta por tarjeta del catálogo?

Llevaba algunos años en la vida adulta, cuando me enteré de que sólo podía acceder al material anterior a 1959 si tenía un carnet de investigadora. Lo falsiqué y, según aquel papel, con a penas 22 años de edad ya tenía yo una maestría en algo, creo que en Educación. Los fondos más antiguos tampoco estaban completamente abiertos para mi flamante ID de investigadora; pero de todos modos pude encontrar parte de la historia de mi familia, de Virgilio Piñera, de Ciclón.

Creo que fue en la Ciudad de México, en la Biblioteca Central de la UNAM, donde primero tuve acceso a un microfilm. Parada delante de las viejas máquinas, manejando los cristales que me eran tan ajenos, me di cuenta de que podía consultar periódicos de 1920, de 1930, y si acaso tenía que pagar cinco pesos para que me imprimieran las copias, sin explicar demasiado para qué quería el material, ni tener que falsificar una identidad. Cuando pasaron los años y comencé mis estudios en Estados Unidos, aún traía la costumbre de creer que en una biblioteca había libros cerrados al público. “¿Qué materiales no se prestan aquí?”, pregunté cuando empecé a trabajar en la Cuban Heritage Collection. “Todos los materiales se pueden consultar”, me dijo el Dr. Martin Tsang, el bibliotecario que asisto, un inglés de orígenes chinos, apasionado investigador de la obra de Lydia Cabrera. Y me explicaron luego que, algunos archivos personales, incluyendo impresiones de chats y cartas personales, pueden ser consultados, aunque no fotografiados, a discreción de sus dueños.

“En toda Biblioteca bien hecha hay un Infierno donde permanecen los libros que no deben leerse,” aseguraba Maurice Blanchot en su artículo “La palabra secreta sin secreto”, reunido en El libro que vendrá. Comparaba Blanchot la estructura de las bibliotecas con la de las obras literarias, al decir que “en toda obra maestra hay otro infierno, un centro de ilegibilidad en donde vela y aguarda la fuerza atrincherada de esa palabra que no es palabra, suave aliento de la eterna y machacona reflexión”.

No se refería, sin embargo, a libros ni a materiales prohibidos. Sino que reconocía la existencia de una estructura abstracta que se repite en la biblioteca y en la obra literaria, a una porción inalcanzable de sus auras, como diría Walter Benjamín. Para Blanchot, era precisamente lo inapresable de la biblioteca su núcleo centrífugo. La presencia o ausencia de un libro como espacio, objeto o materialización de un signo puede traspolarse a la biblioteca como espacio superior de confluencia de todos esos esos signos. Tanto Michel Foucault como Blanchot se aproximaron a una definición de la biblioteca como espacio de representación del valor del libro en la historia/definición/existencia de una obra de arte.

En Lenguaje y literatura, se preguntaba Michel Foucault: “¿qué puede ser finalmente ella (la literatura) sino un libro entre todos los demás, un libro junto a todos los demás, en el espacio lineal de la biblioteca?” No es, sin embargo, la biblioteca un espacio lineal. Si lo fuera, realmente habría muerto. Puede parecer un espacio lineal y organizado para sus usuarios, para quienes la conocen desde la sala de lectura; pero bien lo supo Jorge Luis Borges, las bibliotecas son más bien laberintos y espejos, lugares eternos que crecen o que guardan la entrada a cientos de otros universos. En 1941, en su relato “La Biblioteca de Babel”, Borges escribía: “No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total”, y convertía al anaquel en la puerta de acceso a lo total, en un keykeeper de toda imaginación.

Foucault fuerza más de una vez la existencia de un tiempo pasado como condición de la literatura y, con ello, de las bibliotecas. Pero como Borges, Blanchot sí reconoce la movilidad inherente a estos espacios. En “La búsqueda del punto cero”, escribe: “Libros, escritos, lenguaje están destinados a metamorfosis que aceptan ya, sin que lo sepamos, nuestras costumbres, pero que rechazan aún nuestras tradiciones; las bibliotecas nos impresionan por su apariencia de otro mundo, como si en ellas, con curiosidad, asombro y respeto, descubriéramos de repente, tras un viaje cósmico, los vestigios de otro planeta más antiguo, petrificado en la eternidad del silencio: habría que ser muy poco familiar consigo mismo para no darse cuenta de todo esto.”

Aunque Blanchot se empeña en separar al libro de la biblioteca, reconoce en el espacio una variedad infinita de combinaciones: “el libro no es sólo el libro de las bibliotecas, ese laberinto donde se enrollan en volúmenes todas las combinaciones de las formas, de las palabras y las letras. El libro es el Libro”. Aspiraba a probar la existencia de una literatura más allá de cualquier espacio de concreción o consumo. Decía, por ejemplo, que el poeta Joubert no necesitaba un libro para ser escritor. Para él, el estado ideal de la literatura podría prescindir precisamente de su conformación como libro: una vez alcanzado el punto de donde salen todos los libros, queda uno eximido de escribirlos. Pero Blanchot escribe sobre la obra de Joubert después de que ésta se hizo pública y universal, cuando André Beaunier propuso la publicación integral de sus reflexiones.

Si la página escrita supone la existencia de un espacio concreto de representación simbólica del conocimiento, la biblioteca puede pensarse como la suma de todas esas páginas. Todas las hipótesis que se desarrollen sobre los libros podrían aplicarse a las bibliotecas, tanto en materialidad como en tiempo y combinaciones. Bibliotecarias y bibliotecarios han aspirado siempre a lo imposible: reunir el signo incluso cuando éste no ha sido convertido en materia. De ahí que en las últimas décadas se diversificaran los formatos de los fondos, incluyendo manuscritos, archivos orales, como antes se reunieron fotografías, correspondencias, ¡disquetes! y CDs. Hace siglos el libro dejó de ser la única materia de las bibliotecas, si es que alguna vez lo fue exclusivamente.

María Zambrano aseguraba que “se habla por necesidad momentánea inmediata y al hablar nos hacemos prisioneros de lo que hemos pronunciado, mientras que en el escribir se halla liberación y perdurabilidad —sólo se encuentra liberación cuando arribamos a algo permanente—. Salvar a las palabras de su momentaneidad, de su ser transitorio, y conducirlas en nuestra reconciliación hacia lo perdurable, es el oficio del que escribe”. El oficio de los bibliotecarios luce, entonces, aún más complejo: resguardar esa reconciliación de lo perdurable y compartirla, mientras se aspira también a preservar la momentaneidad de lo expresado.

Siguen muy vivas todas las bibliotecas donde se ha comprendido que la aspiración es abarcar los signos en sus combinaciones infinitas, aunque este principio sea solo una utopía. Las aspiraciones de las bibliotecas deben ser siempre utópicas, algunas terminarán haciéndose realidad como nos enseñaron sus antecesoras, aquellas que aspiraron a hacerse gente, a cambiar las ciudades donde se fundaron, tal y como hizo la Palafoxiana. Podrá decirse entonces que algunas bibliotecas han muerto, pero otras están muy vivas.

 

Dainerys Machado Vento es autora del libro de cuentos Las noventa Habanas. Ha sido incluida en la revista Granta entre los mejores narradores jóvenes en español. Estudia su doctorado en Lenguas y Literatura Moderna en la Universidad de Miami. Es cubana. Twitter: @Dainerys_MV

 

 

 

 

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Posted: September 5, 2021 at 4:01 pm

There is 1 comment for this article
  1. Héctor Manuel Gutiérrez at 4:53 pm

    Yo tengo una relación íntima con las bibliotecas. Es una parad muy especial… especial en muchos sentidos. Tu texto es un paseo por muchos lugares y nombres que conozco y leerte ha sido un placer. La Heritage Collection es un concepto que algún día será patrimonio nacional [o matrimonio, que a mí me resulta más descriptivo o fiel] de Cuba. Me alegra saber que eres parte de la institución y te auguro muchas cosas buenas. Felicidades para ti y éxito en tus proyectos.

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