“CONTRA LA RAZON Y POR LA FUERZA”
Edgardo Bermejo Mora
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Tenía 35 años Carlos Ortiz Tejeda cuando a mediados de septiembre de 1973 viajó a Santiago de Chile con el propósito de documentar el derrocamiento del primer gobierno socialista de América Latina elegido democráticamente. Con una modesta cámara de 16 milímetros [habría] de atestiguar los días más dramáticos del golpe de Estado, la represión sanguinaria que desató e, incluso, el funeral masivo de Pablo Neruda.
CONTRA LA RAZON Y POR LA FUERZA, UN DOCUMENTAL MEXICANO A 50 AÑOS DEL GOLPE EN CHILE
Nuestras independencias y sus paradojas. Si en el caso de México el monumento que simboliza a nuestra nacionalidad es una copia de la columna de la Plaza de la Bastilla en París y del Ángel de la Victoria que corona el cielo de Berlín, si la música de nuestro himno es obra de un compositor catalán, que en el de Chile haya sido un británico el diseñador de su escudo nacional, es un dato más que va a dar al expediente de las contradicciones identitarias de América Latina.
En 1832 el presidente Joaquín Prieto convocó al concurso para el diseño del escudo de armas la República de Chile, cuyo ganador fue el artista inglés Charles Wood. Un ciervo andino (huemul), un cóndor y una estrella de cinco puntas componen la parte central del escudo chileno, cuyo lema —que se lee al calce— establece: “por la razón o la fuerza”. Como si estas dos palabras —en si mismas una potencial contradicción— marcasen el dilema histórico de Chile: de un lado la razón de la democracia, del otro la fuerza del poder militar.
Dicho de otra manera, “por la razón o por la fuerza” significa también “por las buenas o por las malas”, oscuro juramento para trazar la ruta de la chilenidad en su paso por la historia. El soft power de las palabras (la razón) versus el hard power de las armas (la fuerza). De ahí la pertinencia del título del documental que el cineasta mexicano Carlos Ortiz Tejeda realizó precisamente en 1973, durante los días aciagos del golpe de Estado que ahora cumple medio siglo. Ortiz reacomodó el lema de marras como si se tratase de un siniestro anagrama en cuyas letras se escondía la trama futura de Pinochet y los militares golpistas: “Contra la razón y por la fuerza”.
Dedico unas líneas al rescate de este valiosísimo documento fílmico que en su momento se presentó en los más importantes festivales de Cine (Cannes, Venecia, Berlín, entre otros) y recibió diversos premios internacionales, además de obtener en 1974 el Ariel como mejor documental del año en México.
Tenía 35 años Carlos Ortiz Tejeda cuando a mediados de septiembre de 1973 viajó a Santiago de Chile con el propósito de documentar el derrocamiento del primer gobierno socialista de América Latina elegido democráticamente. Con una modesta cámara de 16 milímetros y acompañado únicamente por el camarógrafo Alexis Grivas, habrían de atestiguar —y registrar con esmero profesional— los días más dramáticos del golpe de Estado, la represión sanguinaria que desató, e incluso el funeral masivo de Pablo Neruda.
Desde las primeras tomas nos encontramos con el ojo sensible del director, capaz de leer en clave los signos que la capital chilena iba sembrando al recorrerla: la desigualdad flagrante entre los barrios obreros y las zonas residenciales. De un lado: chabolas miserables, calles sin pavimentar, pintas de la izquierda militante en bardas barriales que anticiparon la tragedia (“SOLDADO, LUCHA JUNTO AL PUEBLO: MIR”, leemos en una de ellas) y carretones antiguos tirados por caballos. Del otro: chalets elegantes de estilo europeo, torres de apartamentos, y una señal de tránsito en el cruce de una de las calles de la zona residencial que indica con todas sus letras “no virar a la izquierda”.
Hay un acento sombrío, desolado en estas tomas iniciales. Dibujan los múltiples rostros del subdesarrollo en la capital de un país que no tenía la estatura urbana de otras metrópolis del continente. Vemos ahora en la pantalla a un autobús de pasajeros, menos pintoresco que destartalado, que indica el destino de su ruta como si fuera también un anunció de los tiempos: se dirige al barrio de “Tropezón”.
- Los milicos
A partir de la segunda secuencia ya estamos de lleno en los días inmediatos posteriores al golpe de Estado. Hay militares apostados en las esquinas, tanquetas, y otros vehículos artillados patrullando las calles del centro de la ciudad. El documentalista, micrófono en mano, confronta a un joven carabinero en su puesto de guardia, que luce más bien relajado e indolente:
“¿Ustedes permanecieron hasta el final leales al régimen del presidente Allende?”, pregunta. “No podría dar comentarios”, le responde cruzado de brazos, mientras dos de sus compañeros -uno arriba de un tanque- observan la escena. Se percibe una calma que en nada se parecerá a lo que veremos después. Se entiende también que la condición de periodista extranjero es lo único que le permitió a Ortiz Tejeda encarar de esta manera a los militares.
- La polarización
Tres minutos del documental en la próxima secuencia son suficientes para entender el drama de una sociedad más que dividida, desgarrada. Rehén absoluta de las narrativas demenciales de la Guerra Fría.
Rodeado de mirones, un ciudadano común denuncia: “los militares han manchado una historia cívica de la cual nuestro país se enorgullecía, con la dictadura más atroz que nunca había conocido la historia de Chile”. Unos metros adelante, dos mujeres sesentonas -de abrigo, peinado elegante y gafas oscuras- festinan lo ocurrido y se alegran por “haber salido de esa peste que se llama marxismo”. Cuando Ortiz desea continuar la entrevista con ellas, las señoras se siguen de largo y lo dejan con la palabra en la boca, en una situación que nos recuerda a las estrategias narrativas que dos décadas después utilizaría Michael Moore en sus documentales.
Corte a: una multitud se disputa el uso de la palabra frente a la cámara. Desean, por lo visto, manifestar posturas opuestas. El micrófono registra con mayor precisión lo que una mujer indignada le replica a otra que al parecer ha justificado el golpe o al menos se ha mostrado indiferente. “¿Cuándo se había visto esto? -se pregunta- Ahora por donde va usted puros muertos, por Mapocho, por la Estación Central. ¡Qué dice la pobre huevona ésta que no sabe ni dónde está parada! Pobre infeliz, orgullosa debería de estar del presidente que teníamos”.
Silvia Ripannini, católica, casada con un ingeniero, educada en Europa, habitante de una de las mansiones de la calle Rio Sur de Santiago, y cuya familia entera se asumía opositora al gobierno de la Unidad Popular, cierra esta secuencia recordando los días en que se vistió de luto y junto con otras señoras protestó contra el gobierno de Allende entonando el himno nacional en el jardín de la Moneda. “Para mi no es un golpe -dice- las fuerzas armadas cumplieron con su lema, que es el de servir”.
- La represión
Pasamos ahora a la primera de muchas tomas brutales del documental.
Con los brazos levantados y las manos detrás de la cabeza, un grupo de hombres de pantalón y saco descienden de un autobús y los obligan a formarse a las puertas del Estadio Nacional, ese infierno de todos tan temido que resume el rostro más oscuro del golpe. Los escoltan, metralleta en mano, soldados del ejército chileno. En las inmediaciones del lugar un hombre denuncia frente a la cámara que su hermano -un profesor- se encuentra detenido ahí adentro. Lo rodean familiares de otras personas privadas de su libertad. Nadie sabe lo que va a pasar con ellos. Temen lo peor.
Ortiz y su cámara formaron parte de la comitiva de periodistas extranjeros a la que se le permitió entrar a la cancha del estadio y desde ahí filmar y fotografiar a la multitud de detenidos que se distribuyen en desorden en las graderías de cemento. La Junta Militar cedió a las presiones de la prensa internacional y les permitió el paso por unos minutos. Nadie imagino -parecía inconcebible en ese momento- que era debajo de las gradas, en los vestidores y las entrañas del estadio, donde día tras día se interroga, tortura y ejecuta a los detenidos. Auschwitz revisitado con los ojos vendados.
Pese a todo la escena resulta abominable: jóvenes en su mayoría que son exhibidos como si fuera un zoológico de presuntos disidentes. Miran a los cámaras más bien desconcertados, en algunos se advierte un gesto de dignidad por la manera en que miran de frente a los periodistas. Uno de ellos, con el torso desnudo y vendado a la altura de las costillas, se pone de pie y se gira de espaldas como para mostrar las marcas de los golpes que ha recibido.
Hay una toma en la que se alcanza a ver a un joven sometido en una silla en el momento en el que lo rapan. En otra, un soldado le toma a un preso la foto de registro de su detención. El joven sostiene en la mano un cartón con el número DI3/26. Tiene escasos veinte años, el pelo largo y lleva un abrigo que le llega a las rodillas. Ésa fue, quizá, su última foto. Enseguida es escoltado por uno de los túneles que conducen a las gradas. Que se les haya permitido a los periodistas registrar ese momento de una profunda ilegalidad indica el grado de cinismo o de soberbia con la que los generales habían normalizado el horror.
Las imágenes capturadas desde la cancha se suceden mientras escuchamos en off las voces de los familiares que se encuentran en los alrededores. No hay menos rabia que horror en sus denuncias: una de ella asegura que a su hijo lo fusilaron, otra más precisa que todos los días a las 2 y a las 5 de la madruga se escapa el ruido de disparos que provienen del estadio.
Reaparece a cuadro la señora Ripannini refiriéndose a los detenidos en el estadio: “no le voy a decir que estén cómodos, pero están bien, sanos”. Se lo ha dicho una hermana que colabora para la Cruz Roja.
Conforme la secuencia avanza advertimos que son decenas, luego miles, las personas que aguardan desesperadas a tener noticias de sus familiares en los alrededores del estadio. Los testimonios de niños, madres, padres y hermanos van dibujando la magnitud de la tragedia y el tamaño del infierno al que se enfrentan. En 1970 se había estrenado ahí la “Cantata de Santa María de Iquique” a cargo del grupo Kilapayún. Tres años después, el holocausto. “Es Chile un país tan largo / mil cosas pueden pasar”, decía la letra del compositor Luis Advis.
Ahogada en llanto, una madre le enseña a la cámara un periódico: sabe que su hijo se encuentra ahí sólo porque lo ha visto en la foto del estadio que publicó el diario en su primera plana. Hay quienes denuncian que sus familiares fueron arrestados al salir de sus trabajos por la noche, por el sólo hecho de violar el toque de queda. Aseguran que no tienen nada que ver con la política. Otros en cambio afirman ser comunistas y que tanto ellos como sus familiares detenidos defendían al gobierno de la Unidad Popular.
De pronto, vemos que los militares han liberado a medio centenar de detenidos. Marchan en orden rumbo a la salida donde los abrazan entre llantos sus familiares. Algunos cojean conforme avanzan, con una mueca de dolor a cada paso. Se les acercan desesperadas madres que preguntan a los recién liberados si acaso conocen o vieron a sus hijos.
Cada una de estos testimonios es atestiguado por decenas de personas que se agolpan frente a la cámara. Todas quisieran decir algo. Hay pasmo y rabia y angustia en sus rostros. Una joven se envalentona y denuncia que ha visto en una barranca por el rumbo del río a cerca de 200 cadáveres, la interrumpe una señora que se acerca al micrófono: “yo quiero hacer una declaración, mi casa fue allanada, y no han encontrado absolutamente nada, y me torturaron a mi hijo que tiene poliomielitis”. Después se lo llevaron. Ya no supo más de él. Rompe en llanto y el resto de lo que dice ya no puede distinguirse. No es necesario entender sus palabras, el dolor que expresa entre balbuceos es tan claro como demoledor. Ortiz lo sabe, y por eso incluye esta toma en la edición de su documental.
El documentalista y el camarógrafo se trasladan ahora a la Universidad Técnica del Estado (UTE). Recién ha sido tomada por los militares. Todas las ventanas rotas. Sus pasillos, patrullados por soldados. De ahí sacaron al cantante Víctor Jara para llevarlo al estadio, donde sería torturado y asesinado a balazos el 16 de septiembre. Una mujer que dice vivir enfrente de la Universidad asegura con horror haber visto los camiones militares que salían de la escuela cargados de cadáveres “Eran justo las 6 y media de la tarde cuando salieron los camiones, yo los vi”, agrega para imprimir de mayor veracidad y contundencia a su relato -como el poema de García Lorca- y estima en varias centenas el número de estudiantes que ahí fueron asesinados. Cuando Ortiz se acerca a otros padres para entrevistarlos, un soldado le pide a empujones que se retire.
Recorren entonces las calles de Santiago que son un mapa de la destrucción y del caos. En la fachada y las columnas del Palacio de la Moneda se advierten los baquetones causados por las armas de alto poder. Sus muros lucen ennegrecidos por las llamas que el 11 de septiembre devoraron una parte de la sede principal del gobierno chileno. En las calles del centro la gente atiborra las paradas de los camiones. Se disputan a empujones un lugar y se cuelgan como pueden con el autobús en marcha. El sistema de transporte público se encuentra colapsado. Resumen, en una imagen, el colapso entero del país.
Visitan también la casa de Salvador Allende y su familia. Es una residencia de una sola planta rodeada de jardines que recién ha sido saqueada hasta el último mueble. Sorprendentemente los militares -que ahora la tienen bajo su control- les permiten el paso para realizar algunas tomas interiores. Cuando atraviesan por lo que fuera el estudio de la residencia, encuentran tirados en el suelo dos retratos que le han sido arrancados a la pared: Benito Juárez y Lázaro Cárdenas, las referencias mexicanas del presidente muerto.
Hay otras dos referencias a México en el documental. La primera conmueve. La segunda sorprende e irrita.
Un chileno, no menos dolido que entusiasmado por la posibilidad de dar su testimonio frente a una cámara, le envía un saludo a “Tencha” y le agradece a los mexicanos por haberla recibido. Se refiere a Hortensia Bussi, la viuda del presidente chileno asilada en nuestro país.
Carlos Ortiz Tejeda debe ser el único mexicano que entrevistó en su despacho a Augusto Pinochet, a los pocos días del golpe. Si bien seleccionó apenas unos fragmentos de la entrevista en la edición del documental, el pietaje completo -de existir- constituye un documento de un gran valor histórico. “Me permitió enviar un saludo muy afectuoso al pueblo mexicano tuve la oportunidad de estar en sus festividades patrias. Me es muy grato esta posibilidad que tengo de enviarles un saludo”. Son las palabras del General pronunciadas detrás de un escritorio enorme, con el uniforme castrense que todos le recordamos, y la mirada amigable -la voz serena- que ahora nos parecería impensable.
En otra parte declara: “(el golpe) se efectuó con la finalidad de detener el caos al que nos estaba llevando el señor Allende. (…) Vamos a demostrar que, con disciplina, con orden, se puede obtener mucho más”.
Corte a: un paneo que empieza con la toma de la parte superior de la mole que alberga al Instituto Médico Legal Dr. Carlos Ybar, y que desciende hasta enfocar una mampara sobre la acera del edificio. Detrás del vidrio, la lista de los muertos identificados por esa institución forense. Delante del vidrio, las personas que buscan en esa lista temible los nombres de sus familiares desaparecidos.
- Pablo Neruda
La cámara avanza lenta, silenciosa y trepidante por el corredor más bien estrecho de la calle Marqués de Plata, en cuyo fondo se encuentra la casa de Pablo Neruda. Da un giro a la izquierda al topar con pared y lo que vemos ahora es la casa del poeta, vandalizada con saña. Los patios y jardines inundados a causa de que han roto las tuberías, las ventanas quebradas, las puertas arrancadas. En uno de los solares, los restos de la hoguera donde quemaron sus libros, sus fotos y sus archivos. La cámara enfoca las páginas chamuscadas de una revista Bohemia -la publicación cubana-. Difícil imaginar que unos días antes aquí vivía y por aquí arrastraba sus últimos pasos el poeta mayor de Chile, con un doble desahucio sobre las espaldas: el del cáncer de próstata que lo consumía, y el de su país arrastrado por la marea de la violencia autoritaria.
Aparece a cuadro en el jardín de la casa alguien a quien no identificamos. Debe ser un vecino o un amigo de Neruda. Cabizbajo y sin que le tiemble la voz, narra lo ocurrido a Ortiz Tejeda, que sostiene el micrófono con gesto horrorizado. Cuando Neruda se enteró que habían saqueado y destruido su casa de Isla Negra, “se derrumbó”, nos dice. Agrega que días antes había suspendido el tratamiento contra el cáncer debido a la huelga de los médicos que contribuyeron a la caída final del presidente Allende, y que las noticias del golpe lo sumieron en una depresión profunda y definitiva.
El sábado 21 de septiembre Pablo Neruda fue trasladado a la clínica de Santa María -continua su narración-. Ese mismo día entró en estado de coma mientras era su casa de Santiago la que tomaban por asalto un grupo de militares vestidos de civiles. El lunes 23 de septiembre falleció.
La visita a la casa y la entrevista debió ocurrir la mañana del martes 24 de septiembre, poco antes de que el féretro de Neruda saliera por ultima vez de su domicilio en Marqués de Plata para ser llevado al Cementerio municipal, a tan sólo dos kilómetros de distancia. La cámara registra el momento en que Matilde -su mujer- y algunos amigos, trasladan el ataúd calle abajo para entregarlo a la carroza fúnebre. Será su recorrido final.
Las próximas secuencias representan el clímax del documental. Una historia que ya conocíamos, pero que ahora podemos ver a detalle: el funeral del poeta como el primer acto de resistencia a la dictadura. Poco a poco se va juntando la gente. Decenas de militares vigilan el recorrido rumbo al cementerio. Son unos pocos al principio y al cabo de unas cuadras ya son centenares, acaso miles. Gente de todas las edades y de todas las extracciones sociales. Saben que la presencia de decenas de periodistas extranjeros servirá de escudo para continuar la marcha sin temor a la represión. Es acaso su última oportunidad de manifestarse. Hacerlo resulta absolutamente temerario.
Entonan entonces -primero como un murmullo, después como un grito- la Internacional Comunista. Surgen también las consignas: “¡Cámara Neruda! ¡Presente! ¡Hoy y siempre!”. Una mujer recita a todo pulmón unos versos de Juan Ramón Jiménez mientras avanza lenta la caravana: “
“No, no has muerto, no.
Renaces,
con las rosas en cada primavera…”.
Frente al mausoleo en que será depositado, el ánimo se ha exacerbado lo suficiente para que no sólo se griten consignas en homenaje a Neruda sino también a Salvador Allende. “¡Neruda, Allende/ murieron dos valientes!” “¡El pueblo / unido / jamás será vencido”. El atrevimiento es mayor, los militares se ven cada vez más tensos, cómo esperando la orden para entrar en acción que felizmente nunca llega.
Alguien declama a todo lo que la voz le da fragmentos del poema de Neruda “Un hombre anda bajo la luna”:
“Amor perdido y hallado
y otra vez la vida trunca.
Lo que siempre se ha buscado
no debiera hallarse nunca”.
Se quiebra a la segunda estrofa, no puede más.
- Colofón
Nuestras democracias y sus paradojas. En Chile, en medio del golpe autoritario y el establecimiento de una dictadura militar, Ortiz Tejeda pudo recorrer las calles de la capital, entrevistar a decenas de personas, asistir al funeral de Neruda e incluso entrevistar a Pinochet. En México, el país democrático del partido casi único y la revolución institucionalizada, el secretario de Gobernación, Mario Moya Palencia, ordenó decomisar el material del documentalista cuando semanas después llegó a México por correo. Solo la intervención de la esposa del presidente Luis Echeverría, Esther Zuno, permitió que el material se liberara para que ahora, medio siglo después, subsista como un documento que enriquece el patrimonio visual de América Latina.
Edgardo Bermejo Mora (Ciudad de México (1967) es escritor, diplomático, historiador y periodista. Obtuvo el Premio Nacional de Novela Política, de la UdeG por su novela Marcos Fashion, o de cómo sobrevivir al derrumbe de las ideologías sin perder el estilo (Océano, 1996). Textos suyos forman parte, entre otras, de las antologías Dispersión multitudinaria (Joaquín Mortiz, Ciudad de México, 1997), y Líneas aéreas (Lengua de Trapo, Madrid, 1999). Dirigió el suplemento Lectura (1997-98),del periódico El Nacional, y ha colaborado como articulista en diversos diarios, suplementos culturales y revistas literarias. Fue corresponsal de la agencia Notimex para el Sudeste Asiático con sede en Singapur. Fue agregado cultural de las Embajadas de México en la República Popular China y en Dinamarca. Ha sido director general de asuntos internacionales del CONACULTA y director de Artes del British Council en México. Su Twitter es: @edgardobermejo
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Posted: September 10, 2023 at 8:05 pm