El héroe según Trump
Edgardo Bermejo Mora
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“enmarañado, enredado y amenazador,
como un arbusto espinoso en la oscuridad”.
John Irving, El mundo según Garp
Si algo distingue a los discursos políticos de Donald Trump es su habilidad para construir relatos, parábolas de tufo bíblico sobre héroes y tumbas (con el perdón de Ernesto Sábato). No discursos, no informes, sino relatos. Narraciones con una estructura emocional manipuladora y venial, que colocan a Estados Unidos, y a él mismo, al centro de un drama perpetuo donde hay héroes y villanos, traidores y patriotas, sacrificados y mártires.
El que pronunció ante el Congreso en Washington, el pasado 4 de marzo, no fue la excepción: buena parte lo dedicó a presentar un compendio de historias individuales enmarcadas en una visión cristiana de la historia donde la grandeza de su país se mide por el martirio o la heroicidad de sus ciudadanos, repartidas a lo largo y ancho de su alegato.
La retórica ultra nacionalista y los más diversos tonos agresivos contra esa enorme y siniestra otredad que amenaza a Estados Unidos –dentro o fuera de sus fronteras–, resultaron no menos extenuantes que los relatos de sacrificio personal, como alegorías de la supremacía moral de la nación que el conduce de manera inexorable hacia la gloria.
El héroe desconocido y el mártir involuntario aparecen entonces como el otro Destino Manifiesto. Todos los mencionados –hombres y mujeres, niños y jóvenes–, quiero decir, los aún vivos o los deudos de los caídos, fueron invitados a la ceremonia del Capitolio. Cada uno aguardó paciente su turno antes de ser mencionados por el presidente, que les dirigía una mirada paternal desde la tribuna y los señalaba magnánimo con el dedo índice, para entonces recibir de pie y emocionados la ovación enardecida de la audiencia.
Entre estas narraciones se encuentra la hazaña de Corey Comperatore, bombero, veterano, buen cristiano y padre de familia que se abalanzó sobre su esposa y sus hijas para protegerlas de los disparos en el atentado al candidato republicano del 13 de junio del año pasado, en Butler, Pensilvania, que a Trump le perforó una oreja, y a Comperatore un pulmón, hasta provocarle la muerte.
Su sacrificio, según Trump, es una prueba del espíritu estadounidense, de la grandeza nacional. Fue Dios mismo quien desvió esa bala (la que iba dirigida al candidato, naturalmente, ocurrió que Dios estaba tan ocupado en su papel de guardaespaldas que se olvidó de la otra bala que mató al bombero).
Lo repitió esta vez en el Congreso como en otras ocasiones: Dios intervino en el atentado para salvarle la vida y poner en sus manos no sólo el destino de la nación americana, sino acaso de la humanidad entera. El elegido, soy yo.
El discurso también refirió a Marc Fogel, un ciudadano estadounidense que pasó cuatro años encarcelado en Rusia por el delito de introducir en secreto una mínima cantidad de marihuana, para finalmente ser liberado hace apenas un mes, a instancias de Trump. Su historia se presenta como una epopeya de redención nacional, en la que la fortaleza estadounidense triunfa sobre la adversidad global. Fogel no es sólo una víctima de un sistema ajeno y autoritario, sino símbolo de la lucha de Estados Unidos por traer a los suyos de vuelta.
Otra historia que mencionó es la de Laken Riley, la joven estudiante de enfermería asesinada por un inmigrante indocumentado en 2024. Trump utilizó su caso como un ejemplo del peligro que representan las políticas migratorias permisivas, y alegó que el crimen pudo haberse evitado con un mayor control fronterizo. Más aún, anunció un Decreto de Ley que desde ahora llevará el nombre de la víctima: una nueva legislación que autoriza la detención federal inmediata de aquellos inmigrantes indocumentados que recurran a la violencia para cometer robos, o cualquier otro delito.
Jocelyn Nungaray, de tan solo 12 años, fue secuestrada y asesinada el año pasado por dos inmigrantes de nacionalidad venezolana. Un crimen atroz que le sirve a Trump para recargar las tintas de la indignación xenófoba. Su madre, Alexis Nungaray, con el gesto conmovido y agradecida por la mención presidencial, apareció a cuadro como testigo del enorme daño provocado a las madres estadounidenses, a causa de las fallidas y blandengues políticas de seguridad de la administración Biden.
El agente de la Patrulla Fronteriza, Roberto Ortiz, fue reconocido en el discurso como el valiente oficial que, en el cumplimiento de su deber, se enfrentó en un tiroteo con una partida de traficantes de personas. Ortiz salvó la vida de su compañero en un acto que nuevamente ilustra la necesidad de reforzar la seguridad fronteriza y añadirle longitud y altura al muro de acero. El agente actuó con decisión y coraje a pesar de estar en una situación de desventaja numérica. En la narrativa del presidente, este hombre, de origen hispano, representa el sacrificio y la dedicación de las fuerzas de seguridad que protegen a la nación de amenazas externas. En su discurso, la historia del agente Ortiz refuerza a todas luces la necesidad de endurecer al máximo las políticas de inmigración.
Jonathan Diller, policía de Nueva York, fue asesinado durante un control de tráfico de rutina, a manos de un infractor con un largo historial delictivo. Trump destacó en este caso la necesidad de endurecer las penas para reincidentes, y fortalecer la autoridad policial, aún a costa de la impunidad, como si George Floyd y el Black Lives Matter no hubieran existido jamás.
DJ Daniel, un niño afrodescendiente que lucha contra el cáncer cerebral, siempre soñó con ser policía. Trump, en un gesto simbólico, lo reconoció como agente honorario del Servicio Secreto, presentándolo como un ejemplo de determinación y amor por las fuerzas del orden. Relató cómo este niño enfrentó su enfermedad con un espíritu inquebrantable y cómo las fuerzas del orden lo acogieron simbólicamente como uno de los suyos. Su historia sirve para reforzar la imagen de los cuerpos de seguridad como pilares de la sociedad estadounidense, como guardianes de una nación que recompensa la valentía y la lealtad, aun la de los más pequeños.
January Littlejohn, madre de una adolescente, denunció que la escuela de su hija promovió en secreto su transición de género sin su conocimiento. Trump la presentó como una heroína en la lucha contra lo que considera políticas educativas radicales, y degeneradas. Binarista radical y orgullosamente homófobo, utilizó esta nueva historia para reforzar sus posturas sobre la educación y los valores familiares, en el nuevo país donde sólo existen dos géneros por decreto presidencial: male y female.
Otra de las historias presentadas es la de una joven jugadora de voleibol, que según contó fue víctima de la participación de mujeres transgénero en competiciones deportivas femeninas. El balonazo que recibió al tratar de contestar un saque de la poderosa jugadora transgénero del equipo contrario, casi le desfigura el rostro. Trump introduce esta historia como parte de su argumento contra la inclusión de atletas transgénero en competiciones deportivas para mujeres, afirmando que provoca una situación injusta y pone en peligro la integridad de las deportistas. De nuevo aprovechó el caso para reforzar su postura política e ideológica en torno a la identidad de género. Trump la presentó como una víctima más de las políticas permisivas en materia de diversidad sexual, y anunció orgulloso el decreto que prohíbe para siempre esta práctica inclusiva.
En suma, veteranos de guerra, policías caídos en servicio y ciudadanos anónimos víctimas de la decadencia moral que sufre el país y que, en momentos de crisis, se convierten en ejemplos admirables de valentía y resistencia. El patrón narrativo es claro: cada historia de sacrificio individual sirve para reforzar la idea de que la nación misma está en una lucha constante por su supervivencia, una batalla que sólo puede ser ganada bajo un liderazgo fuerte.
El mito del sacrificio no es nuevo en la narrativa política estadounidense. Desde los padres fundadores, los soldados caídos en Normandía, o los esforzados soldados que colocaron la bandera de las barras y las estrellas en una loma de Iwo Jima, la historia de Estados Unidos es contada como una sucesión de sacrificios individuales y colectivos, en beneficio de un ideal superior.
Trump recicla, maquilla y coloca a modo estos relatos de heroísmo personal para justificar su propia visión de poder. En su universo retórico, la grandeza de Estados Unidos no se define por su innovación o por su capacidad de transformar el mundo, sino por su abnegación.
En cada una de estas historias la figura del presidente se presenta como decisiva: sin su intervención, los protagonistas habrían sido olvidados o abandonados. En esta lógica, las historias individuales se convierten en meros instrumentos políticos. No importa realmente la persona, su contexto, o su historia misma, lo que importa es el mensaje que transmite: Estados Unidos es un país donde los ciudadanos deben estar preparados para toda clase de sacrificios, y donde la seguridad de la nación entera depende de la mano firme de un líder fuerte, para que esa heroicidad en ciernes florezca.
Para Trump, la identidad estadounidense solo puede definirse en oposición a un enemigo externo. En este caso, México se convierte en el arquetipo de una amenaza permanente, el lugar desde donde emergen los problemas que ponen en peligro la seguridad y la prosperidad de Estados Unidos.
Esta técnica retórica no es nueva. Se basa en la idea de que un país necesita un enemigo para consolidar su identidad. La guerra contra el terrorismo, la lucha contra la inmigración ilegal, la decadencia moral de las élites liberales. Todos estos elementos construyen un relato de resistencia que refuerza la imagen de Trump, como el único capaz de defender y salvar a nación.
Lo paradójico de esta visión es que, al final, el discurso no es sobre Estados Unidos sino sobre su persona. Cada historia que menciona está diseñada para apuntalar su beatitud y bonhomía. No hay héroes, anónimos o públicos, muertos o condecorados, sólo figuras que orbitan en torno a su liderazgo. Una nueva investidura presidencial, con capa de superhéroe, en el país de Marvel y DC Comics. El presidente como adalid y como paladín de la justicia.
Él es quien recuerda, quien honra, quien rescata, quien castiga o vilipendia. La historia de Corey Comperatore no es sobre Corey Comperatore, sino sobre la fortuna de Trump de haber sobrevivido al atentado con el favor de Dios. La de Marc Fogel no es sobre su liberación, sino sobre la magnanimidad de Trump al traerlo de vuelta, y sobre su sobrada virilidad que le permite negociar con los rusos y, sobre todo, con Putin, ese inopinado super amigo y nuevo compañero del Salón de la Justicia en la liga fantástica de los autoritarismos. Cada sacrificio, individual o colectivo son, en el fondo, una prueba más de la necesidad de su permanencia en el poder.
Este es un rasgo característico de los discursos populistas: en ellos, el líder es por igual el narrador y el portador del mensaje revelado. Menos un gobernante que un protector. En esta lógica, la democracia misma queda relegada a un papel secundario: lo que importa no es el sistema, sino la figura que lo encarna.
La historia de Estados Unidos, en la visión de Trump, no es la de un país con instituciones sólidas y ciudadanos comprometidos, sino la de un caudillo que rescata a su pueblo. La gran tragedia es que, en su narrativa, la nación no es la protagonista, lo es él.
Desde la perspectiva de Joseph Campbell, el mito del héroe sigue un patrón arquetípico donde el protagonista atraviesa una serie de pruebas para alcanzar una transformación (el viaje del héroe). En los relatos de Trump, sus personajes cumplen parcialmente con este esquema, pero con una diferencia crucial: no hay un regreso a través de las ventajas que otorgan la experiencia y el conocimiento. Son figuras sacrificadas, atadas a un destino trágico que, en lugar de conducir a una redención colectiva, refuerzan la necesidad de una figura mesiánica que los defienda, proteja y rescate. Un héroe de héroes: el presidente de Estados Unidos.
Friedrich Nietzsche plantea en su concepto del superhombre la idea de un individuo que trasciende las normas y valores impuestos para crear su propio destino. En la visión de Trump, él mismo se convierte en ese superhombre, el único capaz de imponer orden y sentido en un mundo caótico. Los héroes de su panteón, lejos de gozar de autonomía, sirven como herramientas narrativas que justifican su autoridad. Sólo a través de su liderazgo puede producirse su redención y grandeza.
Desde el inicio de su carrera política, Trump ha cultivado una estética del victimismo heroico. Sus discursos están plagados de referencias a un país asediado por enemigos internos y externos, donde cada ciudadano es un soldado en una batalla interminable por la supervivencia nacional. Su retórica no busca inspirar ni construir, sino movilizar a través del miedo y la indignación, o bien del ejemplo edificante, como los personajes de sus discursos.
El problema con esta narrativa del sacrificio perpetuo es que, en el largo plazo, se vuelve insostenible. Un país no puede vivir eternamente en el martirio o bajo la espada de múltiples amenazas y enemigos. No puede definir su grandeza sólo en función de sus víctimas y sus héroes, reales o inventados. Frente al héroe amenazado de Trump, contrasta el héroe con visión social de un cubano en las antípodas del presidente: José Martí.
“El alma heroica, no en batallas grandes
piensa, ni en templos cóncavos, ni en lides
de la palabra centelleante: piensa
en abrazar, como un haz, los pobres
y adonde el aire es puro, y el sol claro
y el corazón no es vil, volar con ellos”.
Una aproximación distinta a la ontología del héroe que claramente no forma parte del imaginario epopéyico de Donald Trump.
Edgardo Bermejo Mora (Ciudad de México (1967) es escritor, diplomático, historiador y periodista. Obtuvo el Premio Nacional de Novela Política, de la UdeG por su novela Marcos Fashion, o de cómo sobrevivir al derrumbe de las ideologías sin perder el estilo (Océano, 1996). Textos suyos forman parte, entre otras, de las antologías Dispersión multitudinaria (Joaquín Mortiz, Ciudad de México, 1997), y Líneas aéreas (Lengua de Trapo, Madrid, 1999). Dirigió el suplemento Lectura (1997—98),del periódico El Nacional, y ha colaborado como articulista en diversos diarios, suplementos culturales y revistas literarias. Fue corresponsal de la agencia Notimex para el Sudeste Asiático con sede en Singapur. Fue agregado cultural de las Embajadas de México en la República Popular China y en Dinamarca. Ha sido director general de asuntos internacionales del CONACULTA y director de Artes del British Council en México. Su Twitter es: @edgardobermejo
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Posted: March 16, 2025 at 10:13 pm