Tirar netas. A propósito de Decencia
Malva Flores
Esta tarde que presentamos Decencia (Anagrama, 2011), voy a cometer un acto indecente y desde ahora ofrezco disculpas a su autor por revelar parte de una correspondencia que hoy, por esas cosas del destino que algunos llaman “azar objetivo”, cumple exactamente dos años. Dirán que a quién le importa lo que pude decirle o no a Álvaro en ese breve intercambio epistolar, si de lo que se trata es de presentar su libro, pero yo creo firmemente en aquellas palabras que un autor olvidado por todos dijo hace casi cien años, cuando defendía a capa y espada aquello que algunos llamaron subjetivismo o, peor aún, impresionismo. En su prólogo a La vida literaria, Anatole France sostenía que la crítica literaria nunca podría ser una ciencia, y quien así lo pensara no sólo se autoengañaba sino que también engañaba a sus lectores. Siendo así, el crítico sólo podía, al hablar del otro, hablar de sí mismo: “Para ser franco, decía France, el crítico debe decir: –Señores, yo voy a hablar de mí a propósito de Shakespeare, de Pascal o de Goethe”. Auto disculpada a medias por la intervención de la cita salvavidas, les leo ahora fragmentos de aquellas cartas cuyo origen fue un texto publicado por Álvaro en El Universal, llamado “Neta y debacle”.
Querido Álvaro:
Sé que estás lleno de trabajo pero no pude resistir decirte que tu texto de hoy en El Universal me ¿encantó?, ¿sorprendió?: fue como ir a terapia. Siempre les digo a mis alumnos que la diferencia entre la poesía y la narrativa es que la función de la poesía es “tirar netas”, la de la narrativa (la buena) “explicarlas”. Y leyéndote me di cuenta de que soy una burra. (Aunque, estarás de acuerdo conmigo, el tuyo es también un texto “tira netas”).
Besos y sigo pensando en mis incompetencias y en mi horrible alma reaccionaria. Dices: “Tirar una neta es demandar que las cosas sean como en realidad nunca fueron: invocar un mito.” Casi me da un síncope. Fue, efectivamente, una debacle. Ya se me derrumbaba el mundo de las convicciones porque yo creo que tirar una neta es demandar que las cosas vuelvan a su sitio. Soy una pobre idiota. Me encantó y creo que la neta más neta que dijiste es que ellas matan.
Con la gentileza que muchos le conocemos, Álvaro me contestó una larga carta de la que sólo extraigo este párrafo:
Creo que la lírica revela y la ficción medita. Cuando lo que revela la lírica es una neta –una verdad sólo sentimental– es una canción; cuando revela una verdad, es un poema. La meditación es moral, la novela es literatura o cine; cuando es sólo activa, es un best-seller o una peli.
Traigo esta conversación a cuento porque, al tiempo de seguir los vericuetos de Decencia, yo, que me dedico a los versitos, me preguntaba al navegar con azoro en el mar de vértigo que una prosa perfecta me provoca: ¿qué busca uno cuando lee una novela? Llegué muy pronto a la convicción que pulsa como sangre por debajo de las palabras de Anatole. Por eso, dejo a los doctos el seguimiento puntual de la trayectoria de Álvaro. Ya verán ellos la batalla feroz que ha emprendido en el campo minado de las formas por devolver a ellas su natural condición de extrañeza; serán ellos quienes sigan a ese Álvaro que vuelve a sus clásicos, que son los nuestros, aunque ya no sepamos siquiera pronunciar sus nombres y acaso recordemos que hubo un tiempo de oro y de Quevedos. O mirarán tal vez que aquella locura formal de algún fragmento de Rayuela, o la catedral de Bulgakov, respira nuevamente en Vidas perpendiculares y ahora en Decencia nos devuelve a la fingida placidez de un contrapunto en cuyo fondo vibran las voces de Martín Luis Guzmán, como ha dicho Rodolfo Mendoza. La legión feminista verá sus más íntimos sueños hechos realidad, no porque a sus ojos se hayan acabado los machos, sino porque tendrán en Decencia el pretexto perfecto para sus desfogues y yo podría decirles que cada quien lee lo que quiere y puede.
Habrá quien busque un plan maestro, quien encuentre en la prosa irrefutable de Álvaro los guiños retorcidos que le hace a nuestro canon, ese que desde el Boom aspira a nuestra ciudadanía global. Habrá quien dedique sus desvelos a revisar el habla de los personajes que en Hipotermia era agua del día, un líquido sin pátina que regresa al tiempo de los centuriones en Vidas perpendiculares y que hace, en Decencia, que los revolucionarios hablen como si fuera hoy; pero también verán a los abogados discurrir como eruditos literarios. Complacidos dirán, los que buscan en todo la parodia, que de las películas de vaqueros a las glorias de nuestro melodrama nacional –incluidos sus vates y canta autores célebres– un espectro de luces se abre ante sus ojos y no faltará quienes comparen a ciertos personajes con el trío criminal de la banda de los Barker-Karpis, compuesta y liderada por Ma-Barker, una madre mítica y sus hijos mafiosos que en los años 30 desvelaban a los gringos; pero también podrían imaginar que en Decencia, esa madre se parece mucho a la abuela de Piolín que, con las agujas de tejer en la mano, le va dando cates al gato Silvestre. Pero esas exageraciones de la interpretación paródica podrán acomodarse al decir que desde la primera línea, Álvaro se sienta en los reales de eso que ahora llaman irreverencia, en el mito de la Revolución, y en el mito, no menor, de la novela de la Revolución y, ahora, de las predecibles novelas sobre el narco. Pero no es eso lo que yo busco en una novela, aunque pueda disfrutarlo.
“Tirar una neta es demandar que las cosas sean como en realidad nunca fueron: invocar un mito” recuerdo ahora que Álvaro escribió, y veo los ojos de la Doña en la portada de Decencia y empiezo a comprender parte de su mito.
¿Cuándo se jodió el Perú? es una de las frases de Vargas Llosa que todos recordamos. En Decencia, el personaje principal, Longinos, se pregunta: ¿A qué hora se llenó de maricones la patria? “Hubo otro tiempo, otros hombres”, parece responder a su propia pregunta más adelante. Pero es justamente este último mito el que Enrigue va desmantelando durante toda la novela y desde el inicio aparece sugerido como una frase que en distintos matices se va desplegando en una trama notable: “Nuestra vida sería idéntica a si misma a partir de esa tarde” dice el niño Longinos y la frase inolvidable de Lampedusa: “que todo cambie para que todo permanezca”, parece guiar el impulso de una patria en donde las mareas de la política sólo tenían y tienen la función de que todo el mundo pueda “reacomodarse exactamente donde había estado antes”. Hoy es ayer y ayer es mañana, sólo cambian vestuario y artificio. “Para eso también ganamos la Revolución, dice la Flaca Osorio, para que sea decente el que ya es quien es y no el que todavía anda buscando.”
Todo esto y más, dice Decencia. Pero vuelvo a mi pregunta mientras voy leyendo al Álvaro que más admiro: el de las demoradas y vivas descripciones de la niñez, el del lenguaje que sabe que la poesía no es una forma exclusiva de un género o un sinónimo de la melcocha sino, con sus palabras, el que revela una verdad. ¿Qué busco, me sigo preguntando, cuando leo una novela? La hora estelar de Perogrullo aparece cuando respondo: me busco a mí y me encuentro en el pasaje de Decencia enfundada en mis pantalones azul cielo de terlenka, oyendo la voz pegajosa de Roberto Carlos que canta “un gato en la obscuridad”, o devanándome los sesos por entender si lo que en otra canción dice es “Ven, que el tiempo corre y no se para” o “ven, que el tiempo corre y nos separa” y pienso que Álvaro tiene razón cuando le hace decir a otro personaje que “todo trovador, por más chafa que sea, tiene su momento Villaurrutia”.
También estoy ahí, en el terror adolescente que mi madre impuso a mis precarias tardes bajo una jacaranda azul, mientras esperaba el arribo fatal de aquellos urbanos guerrilleros de la Liga 23 de Septiembre, que lograron para Guadalajara el dudoso honor de ser la primera ciudad donde empezaron los secuestros, se lanzaron las primeras bombas de manufactura casera contra edificios públicos y en la que, una día de mayo de 1973, año en el que ocurre el presente ominoso de Decencia, una célula de las Fuerzas Revolucionarias Armadas del Pueblo secuestraron al cónsul norteamericano, mientras Ruperto Beltrán Monzón administraba un negocio cuyo florecimiento sería conocido poco después con la “razón social” de Cartel de Guadalajara.
Pero también estoy en los huesos de la flaca Osorio, Helena Osorio, como la aspiración de lo que hubiera deseado que alguien escribiera para mí y que aquí les comparto: “Cómo fatigué sus empeines por esos días, menesteroso como vivía de su aliento tan concentrado en el amanecer, cómo su mancha de Bering que había sido lo primero que vi durante once mañanas que fui descontando como ha de descontar los días el que sabe que en tal fecha lo fusilan, cómo sus malezas”.
Si alguien me preguntara le diría que Decencia es la historia amarga y rotunda de una pasión. Que en ella va encontrar lo que muchas veces sabemos sin las palabras justas: que “lo que siempre se nos muere en las manos son formas específicas de la felicidad, una raya que cruzamos”; que “no hay nada más triste que los ojos quebrados de una mujer que se acaba de dar cuenta de que ya se fue a la chingada” o que “el mal humor es la forma más aguda de la tristeza”. Me dirán que nada de eso es el centro de Decencia, que a las últimas palabras que aparecen en El corazón de las tinieblas, “el horror, el horror” Álvaro opone otras no menos terribles, como un reclamo que brilla por su ausencia, en este país donde a pesar de la Revolución seguimos siendo los mismos bárbaros, palurdos, mexicanos: “la lucidez, la lucidez”.
Pero, insisto, cada quien lee lo quiere y puede. “Las novelas son espejos que pasean a lo largo del camino”, dijo Stendhal y eso es lo que yo busco para oponer al espejo manchado de todos nuestros días un asomo de verdad, pero también de belleza: la del lenguaje que nos hace ver más allá de la mancha. ¿Para qué se escribe una novela? Tal vez para también mirarse, como en este caso puede hacer Álvaro, en el espejo sin mancha de la forma.
Ya concluyo. Vuelvo al principio para pedir perdón a mi amigo por no haber seguido fielmente los pasos de su Helena, que algunos traerán incluso desde Troya pero que yo relaciono con esa otra Osorio, la Elena de Lope de Vega, por cuyo amor pagó con prisión y destierro. “Me faltó sabiduría para entretener su belleza”, dice por ahí Longinos y hoy lamento lo mismo cuando tan poco he podido decir, con lucidez, de esta Decencia.
Malva Flores es poeta y ensayista. Su libro más reciente es La culpa es por cantar. Apuntes sobre poesía y poetas de hoy (Literal Publishing/ Conaculta, 2014). Es columnista de Literal. Síguela en Twitter: @malvafg.
Posted: April 25, 2012 at 9:49 pm