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Anne Carson: poesía del éxtasis

Anne Carson: poesía del éxtasis

Ernesto Hernández Busto

• Anne Carson: Decreación. Vaso Roto, Madrid, 2014. Traducción de Jeannete L. Clariond

“Escribe ensayos bajo la disciplina de la poética”, dijo en su momento uno de los reseñistas de Decreation para explicar el subtítulo de este libro: “Poesía, Ensayo, Ópera”. En realidad, casi todas las obras importantes de Anne Carson mezclan los moldes tradicionales de género: la novela en verso Autobiography of Red, el amasiato de ensayo y poesía en obras como Plainwater y Glass, Irony and God, o incluso libros-objeto, como Nox.

“Inteligencia”, palabra que los críticos repiten a la hora de hablar de su obra, es en este caso la habilidad para saltar de una idea a otra y mostrar aristas de problemas filosóficos que, sin embargo, siempre acaban resueltos en imagen. Hay, ya se ha dicho, algo de sonriente prestidigitación en este proceso. El lector tiene que contentarse muchas veces con eso que la propia Carson llama, a propósito de Virginia Woolf, “a fragrance of understanding”, un tipo de placer literario que no excluye, por supuesto, el rigor. Y mucho menos la popularidad: Carson es ya una figura del establishment literario anglosajón, bien colocada en el reducido mercado de la poesía, y cuenta con numerosos admiradores, fascinados por su carisma y su “personaje”: una poeta y profesora de griego clásico capaz de abarrotar las salas de conferencias, lo mismo si habla de la Odisea que de un personaje de Proust.

Uno de los rasgos distintivos de esta obra donde se funden la traducción, el poema, la ficción, el ensayo, diversas variantes del género dramático o, incluso, el performance, sería la fluida relación de Carson con el mundo clásico, especialmente con la tradición griega. Vínculo que, sin embargo, no excluye la conciencia de una otredad irreductible. “Lo fascinante de los griegos –dice en entrevista con The Paris Review– es que consigues pequeños destellos de similitud [con nuestro mundo], incrustados en una increíble otredad, en ese inmenso paisaje de extrañas convicciones sobre el mundo y reacciones vitales que no tienen ningún significado”.

La erudición de Carson no tiene nada que ver con la nostalgia de ese mundo perdido, ni con el “clasicismo” tradicional. El orbe clásico, omnipresente en sus libros, sólo encuentra sentido en tanto fragmento, como algo que se sabe incompleto. Y ello es parte de la atracción que suscita su obra: esa exasperada conciencia de lo incompleto, lo mismo al juzgar un poema de Safo que otro de Simónides, un verso de Ovidio o ciertos pasajes de la épica homérica; una manera de enlazar, no para reconstruir cierta “demostración” sino para seguir los rastros de un pensamiento. La poeisis aquí es engaste, ajuste formal de las ideas, que embonan y se iluminan una a otra como una suerte de puzzle o mosaico, irónico y vibrante. Más que una nueva sabiduría, un desmantelamiento de la sabiduría.

Decreación es un buen ejemplo de ese trabajo de conectar referencias en función de obsesiones personales; por encima del enjambre de temas y citas, el libro gira alrededor del concepto que le da título: la disolución del yo creador en tanto creatura. Pero antes de llegar allí, a ese ensayo (y al libreto de la ópera en tres actos) que trata del éxtasis místico en Safo, Marguerite Porete y Simone Weil, uno debe atravesar muchas páginas y múltiples referencias.

El libro comienza con una sección titulada “Paradas” (Stops) donde se interpela a una madre, y se explora la paradoja de un intenso amor filial rodeado de un aura de incomunicación. Hay aquí algunos de los mejores momentos líricos de su autora (“Sleepchains”, “Would be her 50 the wedding anniversary today”, “Some afternoons she does not pick up the phone”…) traducidos con buen pulso por Jeannete L. Clariond. (Traducir a Carson tiene un mérito especial: en su poesía conviven la exasperación estilística y el dominio formal, sentidos extremos y todos los espacios posibles de ambigüedad).

downloadDespués viene un hermoso ensayo sobre el sueño, donde Carson salta de un poema de Keats a otro de Elizabeth Bishop, y de ahí a Virginia Woolf y de ahí a la Odisea, y de ahí a la comedia shakesperiana de Tom Stoppard, Rosencrantz and Guildenstern Are Dead, y de ahí al Critón de Platón… Todo esto como preludio a una Oda de 18 versos, palimpsesto hecho con trozos “crudos” de experiencias y lecturas. El sueño del que la poeta quiere hablarnos aquí es más bien un puente colgante, la posibilidad de vislumbrar lo Incógnito y, a partir de ese vislumbre, desencadenar un cambio en la vida del durmiente. Al seguir el rastro de esta idea, Carson también explora un concepto del héroe como alguien capaz de sacar provecho vital de lo desconocido, de comunicar interiormente el sueño y la vigilia.

Sigue otro ensayo en que la poeta hace gala de su habilidad para mezclar referencias disímiles, alejadas en tiempo y espacio, en este caso el célebre ensayo de Longino Sobre lo sublime y el cine de Antonioni. El acceso a lo sublime, eso que Kant definía como “presentación de lo no representable” y Longino como “grandeza fuera de control”, provoca una especie particular de júbilo, un desbordamiento que es experiencia extrema –y que Carson, citando a Homero citado por Longino,  sintetiza con la imagen de la espuma. La imago deja de ser ilustración de la idea para convertirse en clave argumentativa a través de frases mánticas del tipo “La espuma es el signo de un artista que ha hundido las manos en su propia historia” o “La espuma es un signo de hasta qué punto la amenaza [de perderse] ha estado cerca”. Con estos apotegmas, casi aforísticos, Carson se refiere al asombro que despierta lo monstruoso, a ese lado monstruoso de toda creación.

En Antonioni, por otra parte, lo sublime es técnica documental, camino de acceso a momentos no previstos, “cuando los actores hacen cosas no programadas”. Aquí vale la anécdota de la primera filmación del director italiano, a la que se dedicará luego una especie de coda o rapsodia, “El día que Antonioni fue al asilo”, y varios poemas, incluyendo una “Oda a Monica Vitti”. El episodio de la filmación en el manicomio de Ferrara, tal y como lo cuenta el propio Antonioni en una entrevista, fue la posibilidad de filmar lo sublime, de obtener “un documental de espuma”:

“Un día con la Bell & Howell de mi amigo Andrea Bulzoni, hijo del propietario de una zapatería, me presenté ante el director del manicomio de Ferrara. Era un hombre altísimo, cuyo rostro con el paso del tiempo se iba pareciendo cada vez más al de sus internos. Para hacerme ver cómo sufrían sus locos ululaba para mí. Me puse de acuerdo con él para utilizar esquizofrénicos reales. Eran muy mansos, dulcísimos. Los llevé al espacio donde quería filmar y les expliqué lo que quería hacer. Me escuchaban con atención y humildad. En el momento de filmar, cuando habíamos encendido los proyectores, la habitación se convirtió en un foso infernal, un pandemónium: al no soportar la luz, comenzaron a dar vueltas, a revolverse, a gritar. Ante aquel espectáculo terrible fui incapaz de dar cualquier orden, y renuncié al documental.”

Carson saca ventaja del carácter fragmentario del texto de Longino, y subraya también ese carácter inconcluso del proyecto de Antonioni en el manicomio. Lo sublime, parece decirnos, es demasiado potente para manifestarse como algo realizado, íntegro.

El libro prosigue en variados meandros: una sección de poemas titulada “Gnosticismos”, otro poema sobre una obra de la artista canadiense Betty Goodwin, Figura sentada con ángulo rojo (1988); un oratorio-homenaje a Gertrude Stein, una especie de ensayo sobre dos videos de Beckett (Quadrat I y Quadrat II), un diálogo inspirado en Heloísa y Abelardo y un ensayo sobre la metáfora del eclipse en Emily Dickinson y Virginia Woolf.

Llegamos entonces al nodo esencial del volumen, la parte que ilustra el título escogido para todo el conjunto. Su concepto fundamental, la idea de Simone Weil de que “participamos en la creación del mundo decreándonos a nosotros mismos”, es decir, “deshaciendo la criatura que hay en nosotros” introduce los términos básicos de un complejo problema filosófico: la experiencia mística y su lenguaje contradictorio: hablar del silencio. Tanto al analizar el fragmento 31 de Safo, como al glosar El espejo de las almas simples, libelo sobre el amor por el cual Marguerite Porete fue quemada en la hoguera en 1310, o incluso, al analizar la filosofía moral en los fragmentos de La gravedad y la gracia, Carson busca responder a una antigua pregunta: ¿cómo hablar del amor de Dios, cómo tematizar un éxtasis que se caracteriza, justamente, por la suspensión del habla, e incluso de la conciencia? Al responder esta pregunta, Carson aspira a crear efectos de resonancia entre una poeta clásica, una hereje medieval y una filósofa moderna, tres mujeres que experimentaron ese estado en el que el alma sale de sí misma y se cancela para dejar lugar a lo divino. Las tres juegan roles intercambiables, encarnan formas de atrevimiento espiritual y maneras de disolver o desmantelar el yo para entregarse a lo Absoluto.

En el borde de estas experiencias límite, en ese vértigo, se ubica también la propia obra de Carson, que a pesar de su afición a las paradojas busca siempre una zona de libertad y descontrol. Algo como ese espejo de la Porete: el “centro grande, ruidoso, brillante del yo, desde el cual se le da voz a lo escrito”.

Ernesto Hernández Busto chicaErnesto Hernández Busto (La Habana, Cuba, 1968). Poeta, ensayista, editor y traductor cubano residente en Barcelona. Entre sus títulos más recientes se encuentran La ruta natural (Vaso Roto, 2015) y Diario de Kioto (Cuadrivio, 2015). Colabora en El País.

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Posted: August 2, 2016 at 8:11 pm

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