Flashback
ASÍ FUE

ASÍ FUE

Olivier Vindas

Para Olivier y Juan María,
golondrinas de mi tarde.

Tacos fríos

Teníamos Vladimir y yo mucha hambre. Era domingo, 28 de agosto. Los domingos solemos salir a comer por ahí, a ver las chácharas y llegar con algún tesoro diminuto a la casa. Ese día caminábamos frente a los tacos fríos de guisado que me gustan tanto pero que frecuento poco. El taquero estaba contento de verme, como siempre que me aparezco por ahí. Cada que voy me avienta los perros, aunque de una forma muy caballerosa, sutil y con ofrendas de guacamole. Ya era la tarde y no había más clientes que nosotros. Yo me dejé pedir uno de rajas con crema y sin más, el hombre comenzó a prepararlo con cuidado, sentado en el guacal que se interponía entre sus ya acostumbradas nalgas y la banqueta. De pronto, cuando me largaba el taco hasta mis alturas, se dejó decir una gran mentira, una mentira a la que por lo absurda no le encontré más explicación que la de chisme vulgar que sonajean los medios amarillistas. Yo no le creí nada. A pesar de que su sonrisa alegre de verme continuaba en su cara, estaba combinada con desconfianza y algo de tristeza. Yo le recibía el delicatesen reposado en un papel estraza mientras él me decía:

—¡De verdad que sí! A mí me acaban de decir. Sí se murió.

Yo hacía gala de mi tradicional risa tropical y le decía que era falsa alarma, como cuando matan cada quince días a José José. Agarré mi taquito y me lo apreté.

Mientras tanto Vladimir, siempre confiable fuente de información, buscaba, inmerso en una abundancia de resultados de Google que pregonaban frases crueles como navajas de afeitar que confirmaban, una tras otra, la maldita noticia:

Juan Gabriel acababa de morirse.

Yo dejé el taco a un ladito (por un instante) para dedicarme a mirar incrédula adentro de los ojos de Vladimir y del taquero. Todos veíamos lo mismo en los ojos de todos. Y así continuaron los días venideros. Los ojos de todas las personas que encontraba parecían contener exactamente lo mismo.

Nos comimos el taco frío y bauticé al puesto callejero con un nuevo nombre: “Los Tacos de Juan Gabriel”. El taquero, que era el primero de los varios hermanos de dolor que encontraríamos durante la jornada, nos regaló guacamole para llevar, unos pedacitos de quesillo muy sabroso, un trozo de chicharrón tostado, varios guisados y tortillas de las buenas. Yo creo que era su manera de alivianar la tristeza que sentía por enviarnos con el corazón roto. En la bolsita de fiambres solo faltaba un papelito que dijera: Para JuanGa, adonde quiera que estés.

Nuevas vocaciones

Después de “Los Tacos de Juan Gabriel” necesitamos hacer base en la casa, y desde que empezamos a caminar para allá procedimos a ser nosotros mismos los heraldos negros para otros que disfrutaban de la vida aún en el engaño de que el Divo estaba en cualquier parte del mundo, siendo él y de una secreta forma velando por todos. Teníamos que hacer los preparativos, ver qué haríamos al respecto y coordinar todo lo que conlleva una muerte. Llamamos primero a Ana, hermana de Vladimir.

Ana estaba en Yucatán con su novio francés que venía a visitar las bondades mexicanas y a llevarse unos kilitos de más. Ana tampoco lo podía creer. Al parecer en el mundo del turismo extranjero no se habían sentido las reverberaciones de la noticia. Ana alterada, le decía a Vincent (léase algo así como vfansaont): ¡Se murió Juan Gabriel! Y Vincent simplemente no entendía absolutamente nada. Y tampoco lo entendió jamás. La pareja se mantuvo en la zona Caribe por varios días como lo dictaba su meticuloso plan vacacional, pero yo creo que ningún cenote pudo hacer las veces del duelo no vivido de Ana.

Minutos después llamamos a los amigos jaladores. Vladimir llamó al Diego y al Jano. Estaban consternados, se habían enterado hace poco. Todos intuimos, cual especie migratoria milenaria, que debíamos ir a Garibaldi. Era seguro que en el Palacio de Bellas Artes le harían algún acto honroso, causa de peregrinación en algún momento, pero a Garibaldi era adonde se iría a llorar, a tomar, a gritar y a soltar en la fiesta catártica.

Vladimir coordinaba las llamadas y los homenajes caseros que haríamos previos al encuentro teporocho, mientras, yo era una muy ocupada corresponsal costarricense en tierra azteca. Los mensajes de whatsapp no dejaban en paz mi teléfono que empezaba a amenazar con falta de almacenamiento. Toda mi familia me pedía información de primera mano porque, así como todo el mundo, no lo podían creer. Yo, apesadumbrada, honraba mi recién adquirida profesión periodística y les confirmaba: “Juan Gabriel ha muerto. Es verdad.” Casi podía escuchar el llanto de mi madre en sus beatificantes mensajes de texto.

La señal

El día antes recibimos una señal que no supimos interpretar. Vladimir, chacharero experimentado, pasó por un puestecillo callejero de lona en piso que vendía variados DVDs piratas. Y de todos, hubo uno que sin dudarlo adquirió. Llegó gozoso a la casa anunciando que había traído el Concierto de Juan Gabriel en Bellas Artes: ¡una joyita! Estábamos bien contentos de tenerlo. Luego seguimos hablando de cualquier otra cosa. Simples.

PETIT COMITÉ

La bendición pirata nos garantizó el ritual perfecto para congregarnos con el Diego y el Jano a reflexionar antes de alzar vuelo para la plaza de la lloradera y los festejos. Veíamos el concierto con detenimiento y mezcal. Era mágico. Los cuatro admirábamos cada movimiento de la sinfonía barroca, de esta ópera máxima, de este Pink Floyd mexicano que nos acababa de abandonar en estas tierras agrestes con la promesa rota de un concierto en el Zócalo.

La grabación antaña mostraba a un joven victorioso, extrovertido, enérgico y suave, pero sobretodo, implacablemente persuasivo. Pasábamos en abrires y cerrares de ojos, de la tristeza empecinada al pícaro movimiento de hombros. Los popurrís impredecibles nos alzaban y nos dejaban caer como yunques embebidos en albercas de algodón recién cortado y aún tibio de sol.

El Jano vociferaba (pues solo así habla el norteñote este): ¡Ahí sale el pinche Salinas De Gortari Hijodesuputamadre! —con una sonrisota de dientes parejos— ¡Hasta ese estaba ahí parado bailando!

No había quién se aguantara. Ni los pudores ni los remilgos pudieron con el combo que Juan Gabriel les estaba recetando. Como la ola, se iba contagiando el bailongo desde gallineros hasta palcos y lunetas, y sin que nadie se los rogara estaban todos de pie bailando y olvidando el número de su butaca para entregarse a la deliciosa vulgaridad de la que somos reyes y señores los pobres. Meneando las estolas de allá pacá las damas. Los caballeros pudorosos confundían las diferentes partes del cuerpo en movimientos oxidados. Una cosa liberadora y sudorosa. Luego luego se ve que les encantó. A partir de ese temprano momento del concierto, todos fueron amigos. Salinas de Gortari seguía ahí en la pantalla, pelón y con bigote, en algún lugar del auditorio, inofensivo.

Garibaldi

Después de casi dos horas de aventura músico-emocional terminamos de ver el The Wall mexicano. Una vez cantados, reídos, pisteados y llorados nos pusimos al camino, pues ya nos cubría el necesario manto nocturno. Tal como era de esperarse, no había local o puesto callejero que no tuviera a JuanGa en su radio o reproductor. Era un asunto generalizado. No se podía ir a comprar un chicle sin darse el pésame mutuo, que al menos consistía en un: “chale”.    

Tomamos un Uber y llegamos a la plaza invocados por los mariachis. Después de un corto lapsus de acoplamiento durante el cual ubicamos un buen punto para aparcarnos y sacar un mezcalito, nos abrazamos con multitudes. Había llegado el momento de sacarlo, señores. El espacio público era un imperio de pesares. Llorábamos y cantábamos a todo pulmón, apestosos a tabaco y a cualquier alcohol, alrededor de una estatua desproporcionada del Divo que era nuestro vellocino de oro. Se sentía flotar su espíritu en el aire revuelto con el vaho y gritos de charro. Estaba la sensación irrefutable de estar viviendo la historia.

No existía un lugar más adecuado en la tierra para celebrar a un ídolo de la música popular que la Plaza Garibaldi. Ahora hablo de asuntos operativos. Se puede beber ahí, na más. Es una zona gris de la ley. Hay muchísimas tienditas y tiendas de conveniencia que están dispuestas a vender hasta que Dios les preste vida. La demanda era infinita y así estaba siendo la oferta: un tú a tú que comprobaba los principios del mercado con la claridad que desearía el más alto académico universitario. Todo el que podía, sacaba su agosto. Había esquites, patas, mollejas, papas fritas, tamales. Si eso no es una fiesta, yo no sé qué es. Los mariachis se agrupaban a esas aún jóvenes horas de la noche, cerca de la efigie para honrar al patrono. Todos guapos, planchados, con los botones brillantes y las nalgas apretadas en sus trajes negros, blancos, dorados…, le cantaban con la mirada alta y el pescuezo atilintado mientras nosotros les seguíamos humildemente la pauta. Mi voz se mezclaba con la de cientos que sacábamos de las cavernas del cuerpo el mejor de los gritos. Ni los más duros se aguantaron cuando se dejó llegar la esperada Amor eterno. ¡Ay cómo dolió esa cabrona! Una oración de amor más que una canción, le decía JuanGa a esta obra suya. En el corazón todos teníamos encerrada bajo candados antiquísimos la paradoja del más triste recuerdo de Acapulco. Todos teníamos, ahí frente a nosotros, a alguien cuyos ojitos no hubiéramos querido que se cerraran nunca. En esa canción de inicio inocente, comencé cantando por Juan Gabriel, y acabé cantando por vos. Nunca antes había comprendido lo que podía ocasionar un mariachi en esplendor. Estaban dando todo de sí honrando al ido, pagando respetos. Hasta que el asunto se volvió un secuestro.

Las multitudes de pueblo congregado centuplicaban en número a cada mariachi y la presión sobre ellos no se hizo esperar. Por partes aquella sopa de personas se densificaba alrededor de los ya temerosos músicos, que amenazaban con irse pues no recibían paga dura y ya no les llenaba la panza la gloria del aplauso. Muchos fans enardecidos, exigían que tocaran hasta el delirio las mejores del finado, porque era un deber cívico que recaía sobre la profesión que habían elegido, o que la vida les había impuesto. ¡Toquen! ¡TOQUEN! Otros decidimos aplacar los ánimos haciendo una vaca, y que el jolgorio continuara. Con dinero baila el perro.

Así seguimos la noche, flojitos y cooperando. Lágrimas y bailes. Así siguió la noche. Tal cual es México. Incomprensible a los ojos del que lo ve ajeno. Pero es que en esa ocasión todo estaba más enredado que nunca. Ese día los izquierdistas perdonaron al priista que más les había apuñalado el corazón. Las mujeres lloraban la muerte de un hijo, no la de un hombre amado. Los hombres lloraban la pérdida de un valiente que les permitió sentir sin estar obligados a fingir. Era una sensación de absolución, de la muerte de un mártir que muchos pensábamos que iba a vencer a la implacable descomposición de los mortales, o que al menos iba a explotar en un millón de lentejuelas, mariposas y papelitos de colores patrios.

Velorio

Pasaron varios días de zozobra hasta que hubo restos qué adorar. Claro que ese día sería otro más que dedicaríamos a la memoria de Juan Gabriel, era asunto agendado: Vladimir y yo nos encontraríamos con el Diego y el Jano en Bellas Artes a las veintiún horas. Desde que desembarcamos en el metro Hidalgo se vaticinaba el maremagnum de condolientes que se nos venía encima. Hordas salían por las bocas atragantadas hacia la Alameda para peregrinar hasta la esperada urnilla que nos dejó como último rescoldo de su glamour. Se fue sin dejar un cuerpo que ver y que diera asiento a la verdad en el corazón sin sosiego de los Santo Tomases del mundo. Parecía una escena en alguna medida apocalíptica. Había un Quetzalcóatl interminable que se enredaba por toda la Avenida Juárez, envolvía las jardineras de la Alameda Central hasta atravesar el templo de la cultura mexicana.

Hombres y mujeres peregrinaron desde todos los estados con carteles hechizos y fotos mal impresas para estar un poquito más cerca de San Gabriel. Las mujeres de todas las edades y niveles de conservadurismo lloraban Kleenex en mano. Los hombres, machos o putos, chillaban la muerte del Palomo (dispénseme usted el lenguaje, pero no hay sinónimos cabales). Ese llanto colectivo se sentía como si México, todo junto, llorara al mismo tiempo todas sus penas, como quien llora porque llueve.

Los vivos

Nunca había habido tantos JuanGabrieles vivos como este día. Sus imitadores tienen una condición particular, y es la de ser su personaje, se lo propongan o no. Se miran al espejo y eso es lo que ven. Traen puesta una máscara que no se pueden quitar. Es una fisonomía compartida. Un fenotipo que por sí mismo es de Juan Gabriel pero a la vez de muchísimos más, que son taqueros, que son guardias de seguridad, el mismo rostro que predomina en las pacas de todos los tianguis. El día del velorio los empersonadores profesionales brillaban en la sonrisa y el carisma eterno de su otra mitad. Creo que nunca habían sido tan observados, admirados, fotografiados y brillantina. En ese día de duelo por la mitad de su alma, eran amados como monumentos vivos, palpables y aún con pulso. Los JuanGabrieles de todos los atuendos encontraban en el alumbrado público su luz cenital y en las calles y banquetas su escenario glorioso.

La decadencia

Ese día estuvimos frente al Palacio pero no entramos, era simplemente demasiada la cantidad de personas que se formaba. México es el país de las filas. Ya se trae genético. Hicimos bien en ni siquiera intentarlo y huir a dar nuestra propia forma de homenaje, porque el Quetzalcóatl continuó devorándose por tres días y tres noches. Encontramos, como se había pactado, al Diego y al Jano. Pero el Diego venía acompañado por alguien más. Anabel, guerrera, dicharachera y cool, quien había encontrado en la tristeza del deceso el momento ideal para reconfortar al afligido Diego, y encontrar en él su propio consuelo. Nosotros deliberábamos a qué lugar podríamos ir para hacer el homenaje. Era difícil, el Centro estaba colapsado y era lunes. Anabel, siempre rica en sugerencias de pésimos sitios, no dudó en comentarnos la existencia de un lugar buenísimo. Le hicimos caso y fue esa la última vez que seguí alguna de sus ideas.

Caminábamos sobre el Eje Central, más allá de Garibaldi y parecía que solamente avanzábamos hacia Mordor. Vimos una pequeña luz blanca, pálida pero a la vez enceguecedora, como solo pueden darla los focos ahorradores. Entramos a una cantina sin nombre (aún), de una sola habitación, en su totalidad color verde agua, cuya altura parecía desproporcionada para sus ocho metros cuadrados de espacio abarrotado de sillas y mesas de metal, y especímenes borrachos que como mínimo nos duplicaban la edad. ¡Ah, y una rocola! Ésta, podríamos suponer, había sido modernizada por el nieto del dueño, conectándola a un sistema digital que dejaba ver en una pantalla de televisión el nombre de la canción actual, una leyenda que decía algo como tócame ahora sobre cambiantes imágenes de mujeres semidesnudas en fiestas monstruosas de Ibiza. El menú de la cantina se anunciaba en letreros de cartulina anaranjado fosforescente, ofreciendo palomitas, chicharrones y caguamas de cerveza Indio, Corona y Victoria. Pedimos varias caguamas.

Estábamos tristes pero la sensación que producía el lugar aplacaba el sentimiento. Se empezaban a sustituir en mí las ganas de llorar por la repulsión. Las personas que estaban cuando llegamos eran unas diez. De esas diez, quizás tres eran mujeres. Sin distinción de género, la ebriedad extrema reinaba. Sonaba Juan Gabriel campechaneado con alguna canción cursi de banda y salsas para poner de pie a los borrachos de vez en cuando, siempre con el fondo gráfico de Ibiza, tetas y culos. Las caguamas eran eternas. El baño despedía un olor a meados inseparable del resto del lugar. Algunos clientes estaban dormidos sobre la mesa, con la frente colorada y la baba salida. Vladimir trataba de mantenerme concentrada en la conversación, pero yo no encontraba cómo hacerlo. Anabel hablaba de sí misma y de cómo llegaría en unos minutos su nuevo galán. Yo dejé de prestar la mínima atención porque sabía que de ahí en adelante nada de lo que dijera iba a adquirir sentido y no tenía yo ningún interés en cómo desplegaba tan mala jugada para recuperar a Diego. Sonaba Hasta que te conocí y yo intenté perderme en la melancolía que prefería antes que la desesperación. Voltee a ver a una mujer de unos sesenta años, de falda ajustada y maquillaje corrido, que bailaba con un hombre horrible que le agarraba el trasero ante la mínima oportunidad. Dejé de ver para no incomodarlos.  Las personas parecían pertenecer a ese lugar. Así como pertenecían ahí las sillas de metal, los orines y el color verde agua. Eran clientes cotidianos. Sentí un temor que me llenaba a través del tiempo. Miedo a la vida, a las vidas, a la muerte y a esperarla, a las curvas cerradas, a las noches, a las herencias familiares, a las decisiones, a la juventud que poco a poco se desabotona la blusa, a las alegrías rebosantes, a las mentiras del mundo. Voltee de nuevo a ver a la mujer. Hacía lo mismo con otro, pues se había peleado con el primero. No era una prostituta, no me dio esa idea para nada. Creo que ella estaba buscando el amor: ahí, en el Bar La Decadencia.

Epílogo

Hace un mes se cumplió un año de la muerte. Yo no me acordé, y no supe de nadie que dijera nada tampoco. No me siento mal ni hipócrita por no haberlo hecho. Los vivos no tienen aniversarios luctuosos.

 

Olivier Vindas (Costa Rica, 1989). En 2017, con el colectivo de arte y diseño Casa San José, realizó la instalación Lolitas en la Cineteca Nacional. Publicó en la Revista Bitácora el ensayo sobre mercados y espacio Pásale güera. Su poesía e ilustración está por ser publicada en Ixquic, antología internacional de poesía feminista. Tuvo un video expuesto en el Museo Franz Mayer como parte de la exposición El mundo de Tim Burton en el 2017-2018. Ahora mismo trabaja en un proyecto Costa Rica – México llamado La Valija de Libros que trafica con cultura, y encabeza, con otras dos personas, la editorial independiente llamada Gallito Marginal.

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Posted: August 30, 2018 at 10:48 pm

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