Fiction
Báthory

Báthory

Cristina Rivera Garza

Nunca lo había hecho antes. Había visto suficientes ancianas cruzar la calle con dificultad sin jamás haberme sentido compelido a tenderles el brazo. Cuando me tropezaba con ciegos, prefería hacerme discretamente de lado. A los niños, siempre tan problemáticos, ni siquiera los volteaba a ver. Por eso fui el primer sorprendido cuando me ofrecí a ayudarle a la mujer con su equipaje –una maleta rectangular y de tamaño mediano que parecía causarle incomodidad, aunque no verdaderos problemas, en el pasillo del vagón.

–Claro –dijo, sonriendo con gracia mientras aceptaba mi ayuda–. Aprecio su gesto –añadió al entregarme sin suspicacia alguna la jaladora de su valija. Yo guardé silencio, sin mover la mano derecha del tubo, y ella, que también estaba de pie, hizo lo mismo. Callada, con la vista puesta sobre algún punto inconcebible al final del pasillo, la mujer no parecía necesitar ayuda, puesto que no era ni tan vieja ni tan frágil, pero parecía, en cambio, merecerla. Había algo en ella de altivez, en efecto, aunque suavizada por una especie de distracción a todas luces congénita. Su presencia a la vez menuda y apabullante me hizo sentir que estaba, de cualquier modo, en presencia de la nobleza.

A la tercera estación me anunció con un par de palabras que ahí dejaría el tren y, como si se hubiera tratado de una invitación, salí tras sus pasos. Sus rasgos más aparentes fueron: el cabello plateado que caía, abundante y lacio, sobre los hombros; y el carmín rosa con el que cubría algunas estrías sobre un par de labios muy delgados. La voz con la que me indicaba donde viraríamos y a cuántos metros estábamos de llegar a su casa merecería todo un capítulo aparte. Dulce no era la palabra más adecuada para describirla. Tampoco lo era la palabra apacible. Clara apenas si le haría justicia. Pero su voz era esas tres cosas a la vez –dulce, apacible, clara– y muchas otras más. Le pregunté si cantaba mientras introducía una llave pesada, de tamaño francamente descomunal, en el cerrojo.

–No –murmuró sin verme–. Por supuesto que no –dijo al fin, sonriendo. Su voz.

Si la puerta del edificio parecía anunciar un departamento afluente pero normal, bastó con que la abriera para darme cuenta de que la casa era en realidad una mansión opulenta, con un jardín de dimensiones inconcebibles incluido. Apenas un paso sobre los pisos de mármol y ya me resultaba difícil recordar que apenas unos segundos antes había estado en la ciudad, amarrado a la prisa y al aburrimiento, presa de necesidades, horarios. Apenas una mirada a los mazos de flores y a las fuentes del jardín y ya olvidaba que había encontrado a la dama a quien tan solícitamente atendían ahora mayordomos y sirvientes en un vagón del tren urbano.

–¿Me hará el honor de aceptar un té? –insinuó mientras pasábamos bajo las arcadas repletas de rosas blancas y ella se entretenía aspirando de vez en cuando el aroma de alguna de sus flores. No supe cuando me tomó de la mano para guiarme hasta la mesita redonda donde ya nos esperaba una jarrita humeante.

–Asumo que le gustará el té verde –dijo, y yo asentí sin pronunciar palabra.

Mientras bebía el té y la veía, con discreción pero sin mesura, beberlo, lo supe todo de una buena vez. De algún lado de ese cuadro interior brotaría la daga que me arrancaría la cabeza para que la dama se alimentara dulce, apaciblemente, de mi sangre todavía tibia. Pronto aparecería la asistente que, al saberme paralizado por la sustancia ingerida, empezaría a rebanarme la piel, pétalos dulces, para colocarla luego sobre el rostro súbitamente rejuvenecido de la mujer. Estaba por llegar el hombre que me encadenaría los tobillos para lanzarme luego, bulto carnívoro, ante las fauces del león contra el que lucharía sin armas ni protección para el solaz divertimiento de la reina. ¿A qué horas aparecería la enfermera que, sin anestesia pero con el escalpelo preciso, me extirparía la lengua que luego daría de comer, rosa y cálida, en pequeños platitos de porcelana a los pavorreales que paseaban por el jardín? ¿Cómo me vería yo desnudo y encadenado contra la pared recibiendo, además, los latigazos que me propinaría su mayordomo mientras ella pasaba sus largos dedos sobre las dalias?

–¿Le preocupa algo? –preguntó, sonriendo una vez más. Apacible, su voz.

Un hacha caería del techo para amputarme los dedos de la mano izquierda uno a uno, con una lentitud a la vez insoportable e irresistible. De algún lugar del salón saldría la ráfaga de flechas envenenadas que me convertirían, con algo de tino y otro tanto de saña, en una versión contemporánea de San Sebastián.

–No –susurré.

Estaba por llegar, de eso estaba seguro, el hombre musculoso que afilaría, justo frente a mi ojos, al alcance mismo de mi mano de amputados dedos, el cuchillo que utilizaría para castrarme con suma maestría y suma lentitud. No tardaba el policía que, hurgando en mis bolsillos, encontraría el arma punzocortante que me incriminaría en un asesinato apenas cometido en una vieja estación del tren. Ahí estaba ya la mujer que, después de desplegar la danza de los siete velos entre las gardenias, me mordería las tetillas hasta arrancarlas con el mismo cuidado y la misma violencia que utilizaría para arrancar luego la carne de los antebrazos, los muslos, el abdomen.

–Su gesto hoy –balbuceó la mujer–. Tan amable –añadió, interrumpiéndose otra vez.

Una red, por supuesto, cómo no lo había pensado antes. Una horda de pigmeos con la orden de conseguir mi cabeza. Un sicario de buenos modales.

–Quería agradecerle –logró decir con dificultad luego de un largo silencio.

Yo la observaba con la taza del té todavía pegada a mis labios. La estudiaba en realidad. Calculaba con precisión su siguiente movimiento.

–No lo conseguirás –le dije al fin con voz muy baja pero perfectamente audible– Esta vez no lo conseguirás.

Iba a reírme al escuchar el eco amargo y triunfalista de mi propia voz. Iba a incorporarme y a esconder mi rostro avergonzado y a sacar, lo más pronto posible, una cita con un psiquiatra. Iba, sobre todo, a pedirle disculpas, pero ella me atajó.

–Eso es lo que usted cree –sentenció con esa voz dulce, apacible, clara.


Posted: April 23, 2012 at 5:59 pm

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