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Carta a David Huerta

Carta a David Huerta

Malva Flores

Querido David:

No sé cómo empezar esta carta ni por qué he decidido publicarla en vez de enviarla directamente a ti. Pienso que tal vez pueda servir a otros, lectores ingenuos que crean, como yo, que la poesía no es sólo un dispositivo, una forma de la denuncia, un ritmo, un arma… o todo eso junto y mucho más.

Leí El viento en el andén mucho tiempo después de que llegó a mi casa, con su olor a libro nuevo y su precioso formato que tanto me alegró. Es un libro físicamente hermoso, sobrio, sin estridencias. Díselo, por favor, a Francisco Magaña, el dedicado editor.

Me gustó que la solapa dijera que hace muchos años que no tomas el Metro, pero que sabes de ese viaje ineludible en algún futuro que seguramente compartiremos, aunque el solo título del libro es aire y es zumbido de Metro —esa “expresión del andén”— y es también ráfaga de la memoria para quien veía pasar los rostros en los carros naranjas allá lejos, en su tardía adolescencia, buscando una señal, un breve anuncio de que todo, a pesar de todo, estaba bien, estaría bien. Me alegró que la solapa hablara de Verónica y de tu gata Bú. Junto a mí, la cuarteta de gatos que siempre me acompaña vigiló seguramente la sonrisa que apareció en mi rostro cuando leí la alusión cariñosa.

¿A quién se le ocurre leer un libro que inicia en la estación Panteones, un libro sobre un muchacho muerto, sobre el dolor de su padre, sobre el dolor de la muerte de una madre, sobre el dolor de la muerte? ¿No son suficientes los muertos? Lo cerré de inmediato. No estaban, mi alma ni mi cuerpo, para esos bollos. Y ahí se quedó. Junto al buró, como haciéndome ojitos con sus letras naranjas, como eran o son los carros de aquel metro en el que viajé tantos años, haciendo, como tú, asociaciones libres sobre rostros y seres y destinos que se iban juntando a las palabras como si fueran a ocurrir de veras.

***

“Yo debería pedirme limosna a mí mismo y darme un mendrugo de atención, una migaja que no estuviera consagrada a urdir mitos microscópicos acerca de mi imaginación”. Eso leí algún día, cuando regresé al libro en una de las breves pausas que me dejó el dolor. No un dolor del alma: no había rastro de espíritu en ese agolpamiento de todos los sentidos en un solo sitio perfectamente reconocible en cualquier libro de anatomía. Mi dolor era físico: la espalda partiéndose en dos o mejor en racimo. Y pensé que los milagros de la bibliomancia siempre me habían alumbrado. Pero volví a cerrar el libro y pasaron horas y días antes de que regresara, como al andén, para conversar en silencio contigo y decir, contigo, que sí hay una “tristeza de la enfermedad”, esa “tristeza montañosa” que nos transforma en pájaro “sediento, astígmata; un ave impropicia, feroz, descomedida.”

Y así, tirada ya de plano en la tristeza, me hiciste reír de pronto cuando leí que mediste la mínima distancia entre el suelo y tu rostro —“Una vez me caí en un jardín, aunque no lo recuerdo en absoluto, y mi cara quedó a veinte centímetros (los medí) de unas lanzas jardineras clavadas allí para cercar las flores más bellas”—. Entonces, brevemente, pensé en la maravilla de lograr que todo cuente y cante con una voz que vengo oyendo desde hace tanto tiempo.

 

Ya sé que debía hablar de todos tus “registros”, del sorprendente acento de tu adjetivación (y ya sé que debo buscar otras palabras, más adecuadas, teóricas, modernas, que muestren que sí sé leer poesía, que entiendo también de las tensas marañas entre el autor y el texto, entre el hueco y su imagen, que digan —sin decir la palabra tradición ni tampoco decir de verdad lo que pienso de ti— que no hay otro poeta como tú en el vecindario). Pero no pude. Tenía un dolor clavado en la cintura que apenas me dejaba respirar.

***

Uno va caminando, contigo y tu memoria, en el andén. El viento corre como un golpe prolongado o se arremolina entre la ropa, las mochilas, los rostros y todo lo que se apiña en ese sitio, incluso la belleza. Uno escucha contigo las voces que te llaman y te obligan a realizar “un difícil equilibrio entre las preguntas y la desesperación”. Fue leyendo aquellas voces que son tu propia voz, transfigurada, cuando encontré el camino de vuelta. Leí: “No había nada que temer sino la propia vida, esa muchacha esbelta que sin embargo posee una energía afirmativa que deberá ser preservada con una constancia sin titubeos, y por lo tanto no permitir que salga a la calle o mejor aún: sacarla a la calle para que el viento fementido juegue con su vestido y le dibuje el talle”. Leí en voz alta “con una constancia sin titubeos”, leí el fragmento completo nuevamente, en voz alta, como creo que debe leerse la poesía. Suena bien, pensé. Muy bien. Y de inmediato leí a esa voz que te imprecaba: “Todo eso suena muy bien, según tú […] pero en realidad es de una complacencia abominable. ¿Crees que la vida es belleza…?”

La voz te dijo lo que vemos todos los días: “bonanza de la rapiña, insaciabilidad en el tormento, arrebatos homicidas, mentiras deletéreas, rasgaduras, estallidos…” La voz seguía hablando pero ya no la oía: empecé a sentir el ritmo y tomé una decisión que seguramente considerarás ridícula.

Un túnel, un hoyo negro, dicen que es el dolor, pero no dicen cómo es su materia, a qué huele, ¿huele? ¿Tiene materia? o solamente es hueco sin oxígeno. La descripción del túnel, la del hoyo, son metáforas gastadas para expresar lo que no tiene nombre. El asunto del dolor es la falta de palabras: la lengua pegada al paladar, el desasimiento de todo lo que deseamos, pensamos u oímos. Entonces, me grabé leyéndote y puse el celular junto a la alfombra donde debía realizar una terapia dolorosa.

“Ven y entrégame la víscera más escondida de tu carne y dame la saliva de las deformaciones y regálale un chispazo sangriento, una oblea de resplandor tajado, a esta miseria que traigo”. Ahí empecé mi lectura porque al leerte recordé aquel poema tan amado por mí, “Oración del 24 de diciembre”, que escribiste en Historia.

***

Bien sé que la belleza ya no le importa a nadie. Quién sabe qué es, quién sabe quién la dicta; la caza del culpable de adorarla es ya lugar común en la carnicería donde las moscas están hartas del festín. Esa persecución también me está matando, pero ¿y el ritmo? ¿También el ritmo es culpable? Ese toc toc del corazón, ¿se va a las rejas?

“Subir las escaleras del Metro fue esa mañana una forma de la redención, el acto de un pecador en busca de los signos salvíficos que lo depositarían en la otra ribera de un río”. Subí las escaleras del Metro Panteones contigo. Tumbada en esa alfombra, salí poco a poco como si fuera Eurídice y hubieras tenido la enorme gentileza de no volver el rostro y permitir, así, que yo saliera.

Efraín Huerta decía: “Una verdad como un puño es que los poetas no salvarán al mundo. Nunca lo han salvado, ni jamás lo salvarán.” Por suerte, yo no soy el mundo. Sin metáfora: El viento en el andén me ayudó a ponerme de pie y te lo quería contar.

 

 

Malva Flores es poeta y ensayista. Autora de La culpa es por cantar. Apuntes sobre poesía y poetas de hoy (Literal Publishing/Conaculta, 2014), Galápagos (Era, 2016), A extraña línea quebrada (Literal Publishing, 2019) y Sombras en el campus (Bonilla, 2020). Su libro más reciente es Estrella de dos puntas (Planeta, 2020), por el que obtuvo el Premio Mazatlán y el Premio Xavier Villaurrutia. Es columnista de Literal. Twitter: @malvafg

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Posted: August 29, 2022 at 8:35 pm

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